Acostumbraba Marcela a temer. Aquella mañana, arisca para más señas, llegó a decir palabras que acercaban un desastre. No era presentimiento sino noticias de la vida cabeza abajo, sin voz ni mirada, pero imagen escondida en la oscuridad torpe de cualquier rincón de la casa. Había llegado un ocho de diciembre, en 1958, entre nieve intensa y un hielo en punta haciendo del paisaje, apoyado en la montaña, una catedral entre ramas de brezo.
Los desastres eran daños que vivían a la sombra. Y ella vigilaba sus sombras sabiendo que en algún momento podrían salir impulsadas, imponentes con el ceño fruncido y un gesto de desgracia, abriendo horas desahuciadas.
Vulnerable y hambrienta de un destino que no era el que respiraba, ocupaba sus horas en hablar, más bien desear, acompañar a un hombre llamado Abelardo, Abel en su sentimiento, velando aquella urgencia de su compañía.
Temía abrir una puerta y que surgiera, igualmente imponente, la sombra total. Aquélla del cuarto oscuro, sin ventanas y una bombilla desvanecida. Y con todo esto no sabía muy bien qué quería decir, pero sentía que era exacto.
Exacto era el miedo. El agujero por donde le caían los pensamientos inquietos. Desde el suceso medía por la casa sus pasos mirando si a su espalda levitaba alguien cubierto de nieve. Invariablemente sentía que pasaba sobre su blancura crujiente. Podría caerse y resbalar, arrastrándola la fuerza del abismo hacia el vacío, entre Las Hoces desdentadas, cerca del pozo del Infierno.
Aquel atardecer, un momento extravagante y terrible se había llevado a Abel. Lo encontraron tan abajo, que ya era otro mundo.
Tenía entonces veinticuatro años y ni la menor sospecha de que iba hacia la tragedia que rompería su cuerpo y vencería su alma. Marcela Borja estaba justamente mirándolo a escasos metros. Entregada a una mirada amorosa, aunque él no la viera.
No pudo moverse. No conseguiría más tarde reunir de forma coherente las horas o minutos rodando una agonía. Contraída y atrapada por la última imagen que devoró al muchacho que intentó aferrarse a algo y sólo encontró un aire quieto y callado. Llenó con un grito la adversidad; y desapareció. El horror dejó a Marcela caer sentada en un suelo afilado de frío. Abel había resbalando besando la loma aterida, la muerte abierta, intentando sujetarse con las uñas.
Sintió Marcela que bajaba la noche y volvía la nieve intensa a cerrar caminos y huellas en lo arriscado y en aquel hombre que ella amaba aun teniendo sólo catorce años; perdido hacia lo inalcanzable.
Arrecida e incapacitada para erigir un pensamiento de amor o supervivencia; uno que contuviese la caída y en ella, su muerte de desolación. Pero ya no quedaba mundo en el que continuar.
Linternas y antorchas, o estrellas desahuciadas, llegaban restallando sobre la nieve con ruido de botas que ensuciaban el silencio. Unos brazos recios la tomaron elevándola a la piedad del abrazo. Llevándosela bajo un foco de luz chillona que giraba en el aire y en la nieve. Llegaban a rescatarlos. Eran emborronados rostros y emborronado su nombre en la noche tan quieta, mitigada por una inocencia que conservaba toda su belleza.
Era extraño, creyó que llegaba una música de escalofríos y que alguien la lloraba. La trasladaban en brazos, ciega de copos, ciega de un temblor como enredo de ramas enmarañadas, de noche, sangre, trozos de sueños rotos.
La vida, ahora, iba a estar hecha de mentiras y barbullas imaginadas. Abel se había llevado todos los besos y las caricias. Abajo seguía, entre el frío y la muerte. Quizá paralizado en lo frenético sin posibilidad de decirse “Voy a ponerme en pie y sigo”. ¿Aún podría pensar? ¿Sufriría lo que ya no podía rehuir? ¿Encontraría un último pensamiento para poder preguntarse si volvería al mundo de cada día? ¿Abriría los ojos o los cerraría para no ver tanta soledad y soportar lo que ya no sentía? Ahíto, perseverando. Subiendo a la cumbre en un vuelo. Finalmente bajarían los quejidos. Comentarios irreconocibles, una angustia sin ángeles, una disposición para ir hacia las luces del hospital.
Alguien musitó la palabra más desesperanzada. En camilla se lo llevaron. También desaparecería Marcela. Una mano la dirigía, una voz afectuosa y un consuelo casi desapercibido.
La nieve comenzaba a caer nuevamente, cegaba tan apresurada. Marcela también era blanca y tan helada hasta ser estatua de corazón dormido. Tal vez la vida buena haría regresar a Abel a amarla. A enjugar su llanto y borrar aquellas horas lúgubres.