El hombre desdentado se acerca a los turbios cristales de la ventana y mira el cauce con escarcha de
la Esgueva. En este enero de Valladolid, el hombre desdentado de la barba color ceniza (que fue
rubia hace veinte años) acaba de saltar de su triste cama y se frota las manos amarillas, paseándose
en camisa por el cuarto helado. Sus hermanas trajinan en el piso de abajo desde el amanecer; a
veces se gritan.
Reúne al fin el valor que necesita para romper el hielo de la jarra, echar agua en la jofaina, lavarse
la cara y refregarse el pescuezo: por la calle hay que caminar derecho y aseado, estamos en la corte.
El hombre aterido ve flotar en el aire el vaho de su aliento; piensa en su juventud como se piensa en
algo soñado o inventado, que nunca ha tenido lugar o que le ha sucedido a otro: piensa en Italia, en
aquel sol y aquellos versos.
El hombre desdentado de barba cana y nariz aguileña se sabe un mal cortesano, un Don Nadie
advenedizo de quien todos se ríen: adónde vas tú tan viejo, estropeado y pobre, que en todo
fracasaste y nunca has pasado de ser un poeta sin lustre. Te queda algún amigo, sí, y tuviste una
mujer que te quiso mucho más que tú a ella; pero a tí eso no te basta, ni siquiera te importa. Lo que
de verdad deseas, admítelo, es tener enemigos que envidien tu gloria, tu fama y tu fortuna, que
hablen mal de ti, que de ti murmuren, te difamen y te calumnien más que a cualquier otro. En fin,
basta de sueños, de qué sirven.
La hermana mayor del hombre aguileño asoma por la puerta, se lleva el brasero para encenderlo y le
dice que en la mesa de la cocina le ha dejado pan con manteca.
Después de refregarse cara y cuello, éste que fue un hombre valiente sale de su cuarto y arrastra los
pies camino de la cocina, pasando de largo junto al bufete inundado de libros abiertos y papeles
escritos. Mientras baja las escaleras, el hombre desdentado, canoso y aguileño teme que nunca
escuchará alabanzas; al contrario, en cuanto su engendro salga impreso va a convertirse en el
hazmerreír de todos los corrillos. Sólo espera sacar de él algún dinero con que ir tirando un poco
más, comer algo mejor y vestirse con mayor decencia. El impresor le va metiendo prisas, eso es
buena señal; la historia está rematada a falta de versos laudatorios y prólogo. No sabe de dónde va a
sacar los versos, porque no tiene a quien pedírselos; tampoco tiene idea de cómo arrancar con el
prólogo. Adónde va un libro sin prólogo, sí, pero acaso valga más no ponerlo y empezar
sencillamente contando lo que sucedió no hace mucho tiempo en un lugar de La Mancha.