VARIACIONES GOLDBERG
Al viejo Conde Keiserling,
ya conde del insomnio (su única morada),
luchador abatido por el combate diario del vivir,
sólo las suaves y potentes manos del joven Gottlieb Goldberg
podían conjurarle los íncubos feroces
por tanto despilfarro de ansiedades,
por tantas injusticias y por tantas traiciones
que le ponen tizón en la mirada.
El joven, que se duerme con prontitud bisoña,
se alza de su lecho con la celeridad de esclavo cariñoso
cada vez que el buen Conde
intenta conciliar inútilmente el sueño.
Con firme voz alzada e insistente
llama a su bien dispuesto, dulce clavecinista,
que sale del pesado pozo de sus ensueños
de juventud ingenua, esperanzada,
con ojos legañosos y párpados pegados,
dispuesto a ejercitar su obligación.
El virtuoso chiquillo se acerca a su teclado
y espera nuevas órdenes precisas,
que siempre se repiten:
“Toque mis variaciones, muchacho.” Y atacando
la música del genio,
la luminosa música de Bach,
se va ovillando el Conde sobre sí mismo en un rincón del cuarto,
olvidando la vida,
mientras que el joven Goldberg,
con su brillante ejecución precisa,
va despejando el rostro y el recuerdo,
aquel firme recuerdo
bello para la historia de la música:
el obsequio al Maestro del viejo Embajador,
el Conde ya dormido,
por estas variaciones saludables,
los cien luises de oro en la copa de oro
por estas impagables variaciones de Bach,
lenitivo perfecto a la imperfecta vida.
(Del libro Animales despiertos)