Comer de cine
Paco L. Villarejo
El cine, como la vida –es su reflejo, su fractal-, transcurre en los límites aparentemente herméticos de un triángulo cuyos lados podrían ser Sexo, Comida y Muerte y cuyos tres ángulos se denominaran Gastronomía (formado por los lados Sexo y Comida), Poder (encuentro entre Comida y Muerte) y Pasiones (unión de Muerte y Sexo). De todos ellos, Gastronomía (alimentos, cocina, degustación) oferta un placentero espacio al que no ha sido ajeno el talento de grandes guionistas y realizadores. Así que ese perfil casi siempre lateral, pero elípticamente presente, ha tenido pocos tratamientos: Quizás un par de cientos películas y de ellas solo unas cuantas con calidad y acierto han hecho de la comida y su elaboración destacados protagonistas, rindiendo homenaje al vértice creativo en el que erotismo y alimentos se besan como integrantes de esa figura geométrica que, como ya habrán calculado, es un triángulo escaleno puro: lados de distintas medidas y ángulos desiguales.
En todos los filmes que rinden pleitesía al arte de los fogones y de la mesa, no nos equivoquemos, otros elementos del trío están siempre presentes y, aunque hoy nos centraremos en los platos, no perdamos de vista cuando las revisemos, las otras pasiones que también hierven junto al mantel o las viandas. Ahí están, por ejemplo, los Spaghetti alla putanesca de Lucky Luciano (Francesco Rossi, 1973) que lo prueba. Revísenla.
Pero quizá exista un paradigma: Vatel, una obra barroca y redonda de Patrice Leconte realizada en el año 2000 y protagonizada por un Gerard Depardieu que borda el dificilísimo papel de Chef y maestro de ceremonias del Príncipe de Condé en una visita que Luis XIV realiza al castillo de Chantilly. Su creatividad e ingenio (Ay, esas Rosas de azúcar cristalizada) junto a su lealtad y sentido del honor encendería pasiones y odios. Los manjares que supervisa y los increíbles escenarios que crea para los festines son fielmente reproducidos por el director francés, así como ese imprescindible encuentro con las pasiones y el poder que sabe enriquecer con el erotismo del placer por la comida y el sexo hasta la misma muerte: se suicida al no recibir a tiempo el marisco necesario para uno de los platos del menú que había pensado para la ocasión dando así fin a dos historias tormentosas y unidas, la de la cocina y la de su amante.
Todos recordamos Como agua para chocolate, película realizada en 1992 por el mexicano Alfonso Arau con guión de Laura Esquivel y que ha sido un referente de cine culinario durante muchos años. De hecho la novela de la guionista agotó repetidas ediciones consumidas por todos los que intentamos materializar alguna de sus mágicas y posibles recetas: ¿Recuerdan, por ejemplo, sus Codornices en pétalos de rosa?
No tanto por pertenecer a otra cultura más lejana, como por despertar como ninguna otra el atractivo veneno de los fogones, está la imprescindible y extraordinaria El festín de Babette, dirigida por Gabriel Axel en 1987 e interpretada por Stephane Audran que personaliza maravillosamente a Babette Hersan, cocinera afamadísima del Café Anglais, uno de los mejores restaurantes del París del XIX y que dedica un premio de lotería a prepararle a sus vecinos y amigos el más extraordinario, sofisticado y completo banquete de sus vidas, en uno de cuyos platos yo me he despeñado sucesivas veces hasta conseguir un punto de no retorno: Caills en Sarcophage, codornices rellenas de trufa negra dentro de una voul-au-vant con jus a manera de salsa preparada con el vino con el que lo sirven: Clos de Vougeot de chez Phillippe, cosecha 1845 en el filme al que, naturalmente y como habrán supuesto, jamás tuve acceso, contentándome con un caldo mucho más modesto. Aunque la verdad es que de esta inaccesible y maravillosa cena el plato más famoso llegó a ser sus Blinis Demidoff, cuya auténtica receta no voy a facilitarles por ahora.
En la década de los setenta una película excesiva, surrealista e impregnada de todas las posibilidades del triángulo escaleno mencionado antes, estallará como un grito de libertad en Europa y, casi en seguida gracias a la muerte del dictador, en España. Se trata de La Gran Comilona, de Marco Ferreri (1973), una especie de Sodoma marcada por la decisión de suicidarse comiendo que toman influyentes personalidades entre las que destacan un juez y un alto representante de la iglesia católica. Aún guardo en mi recuerdo –hago abstracción de los deliciosos Crêpes Suzette que todos celebran con fruicción- esa lúdica y espléndida maestra de la escuela del pueblo, Andrea Ferréol, haciendo un maravilloso contrapunto a Marcello Mastroiani, Ugo Tognazzi, Michel Piccoli y Philippe Noiret como incansable y demoledora cocinera: al final sirve al único superviviente un magnífico y tembloroso flan en forma de opulento seno femenino que culmina en un gelatinoso pezón. Es la comida en el cine por desbordamiento: una catarsis gastronómica entre la escatología y el placer que sigue imbatible. Como, a otro nivel, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (Peter Greenaway, Francia/Gran Bretaña, 1989) en la que la situación gastronómica desbordada llega a la descarnada escabrosidad del canibalismo pues se presenta, y se come, perfectamente asado y con guarnición de manzanas, al amante de su mujer.
Menos conocidas, quizás, son El olor de la papaya verde (Tran Anh Hung, Vietnam, 1993) y su Tak Ch’mi (Pollo aromático) y Comer, beber, amar (Ang Lee, Taiwán, 1993) donde el Goo Lo Yuk (Cerdo Agridulce) es el plato estrella, pero que marcan un antes y un después en el cine de cocina. Dos obras maestras en las que la sensibilidad y la dulzura conducen la elaboración de los platos, bien sean sofisticados y de ricos componentes como en la película de Lee, o sencillos como en la de Hung.
El Gatopardo (Luchino Visconti, Italia, 1963) y La edad de la inocencia (Martín Scorsese, USA, 1992) son dos monumentos a la mesa, dos maravillas del detalle, de la confección y preparación de los platos, de la presentación a los comensales, de la sofisticación de cubiertos, vajillas y cristalerías, candelabros, manteles, servicio, de la elaboración real de manjares... En fin, la necesidad elevada a la absoluta exquisitez. De la primera recuerdo los Bucattini con sardinas a la parmesana, tan aparentemente elementales como exquisitos y de la segunda las Flores y frutas de mazapan, que parecian por algún raro mecanismo traerme el sabor de aquellos mazapanes artesanos aunque menos bellos que elaboraba mi abuela y que, probablemente sublimados por el recuerdo, aún me emocionan.
Y, ¿qué me dicen de esa extraordinaria secuencia en La quimera del Oro en la que Chaplin se come su propia bota? La ternura la hace casi deseable ¿verdad?. Y están también Tomates verdes fritos, Los amigos de Peter, La familia, Delicatessen, El Decameron y, sobre todas, puesto que de amorosa cocina hablamos, Dublineses, el testamento fílmico de John Huston que sintetiza en esa dramática y entrañable cena de San Patricio en el Dublín de principios de siglo XX, en fin todo lo que acompaña a un memorable encuentro gastronómico de Navidad: Pavo relleno asado pero servido con pasiones, erotismo, nostalgia, dolor, belleza y, naturalmente, buen whisky de malta en la sobremesa. Después, recordarán la secuencia -y si no es así no pierdan un segundo en recuperarla- en la habitación del hotel, tras la cena, cuando la confesión de su esposa sobre el amor que sintió en su juventud por Michael Furey, el adolescente que prefirió dejarse morir al perderla, provoca ese impresionante monólogo de Gabriel Conroy (un Donald McCann espléndido) mientras la nieve cae suavemente sobre el valle del Shanon. Sencillamente genial e irrepetible.
Pero como no quiero dejarles hoy tan solo el dulce dolor de la nostalgia, como un regalo les dejo otro potencial placer: el menú completo de la cena que Isak Dinesen ideó para la cocinera Babette en su deliciosa novela, base del guión de la película que dirigió Gabriel Axel y que vemos elaborar y saborear en el filme. ¡Bon appetit!
Menú de la cena de El Festín de Babette
Comienza el banquete con caldo de tortuga y un excelente vino amontillado.
Blinis Demidoff con el mejor caviar; Champagna, Veuve Clicquot, cosecha 1860.
Caills en Sarcophage, codornices rellenas de trufa negra dentro de una voul-au-vant con jus a manera de salsa preparado con el vino con el que lo sirven: Clos de Vougeot de chez Phillippe, cosecha 1845
Luego mezclum de lechuga, radichio y endivias con nueces y vinagreta francesa, escoltada por el mismo vino.
Selección de quesos, entre ellos roquefort y camembert.
Un cake hermoso con cerezas frescas, frutas confitadas y una salsa dulce de licor Charteuse verde acompañado del mismo vino.
Frutas: piña, uvas, dátiles, higos; todo de excelente calidad.
Café recién molido y luego el Marc Vieux, Fine Champagne (Marc de Champagne) en la sala de la casa, junto al piano.