Yemayá
una paloma, un cordero,
ofreceré al mar austero
para pasar esta prueba.
La vida muerte conlleva.
Una cruz de cascarilla
sobre la frente amarilla:
firmarás mi último aliento.
Y contra marea y viento
remaré. Hasta la otra orilla…
Severo Sarduy
Ofrecimiento
No sé si esta novela es un bolero o si este bolero es una novela, en cualquier caso es la historia de una mujer que canta. Indirectamente, será la de muchas mujeres que tuvieron su bolero pero no tuvieron su novela. Y, manifiestamente, es también la silueta de muchos años de cabaret nocturno habanero. Ella me la ha contado y me lo ha cantado y como uno jamás cuenta las cosas del mismo modo que las escuchó ni entona jamás las canciones con el mismo sentimiento que un mostro como ella, entonces yo lo hago como sigue. Por idénticas razones que si alguien llega a la última página dirá a sus amigos de qué va a su manera, como si fuera nuevo. Ahora sí, en ningún caso he traicionado su testimonio. Más o menos usó estas palabras, más o menos estos son los hechos, más o menos así es Migdalia Hechavarría.
Fotografía: Jazz Voyeur
Si te contara
No necesito que me conozcan porque me conozco yo. Si vamos a tener una conversación no es para que sepan quién soy sino porque lo sabré mejor yo misma. Todo el mundo piensa que los artistas quieren ser famosos. Yo seré muy rara pero la fama no me importa. Me importa el aplauso del que esté, aunque sea uno, y vivir. Eso es lo importante: vivir. Luego de todos estos años estoy muy contenta: he podido hacerlo. ¿Sabes por qué? Porque ya sé algo importante de la vida: la vida es una mentira, como decía Olga Guillot. No he ido cantando y bailando felizmente en todo momento. He conocido la atrocidad, el artificio, la traición, la hipocresía, el daño, la trampa… Pero eso es bueno, porque ¿cómo te das cuenta de que estás feliz si en ningún momento has estado triste? He ido de una cosa a la otra y las he vivido con tal intensidad que hoy te puedo decir que tienes delante a la mujer historia. Y te la voy a contar.
Cantar, como recordar, es volver a vivir. A veces hay que aparentar para que parezca cierto el sentimiento que nace de ti y de tu canción. No sé por qué estaría pasando Félix Reina cuando compuso Si te contara, pero hoy yo tengo que esforzarme mucho para que me crean al cantar aquello de si te dijera que en mí ya no queda ni luz ni alegría, porque es mentira. Yo siento que mi vida está llena de cosas estupendas. Entonces, ¿qué hago? Aparento. ¿Cómo? Me acuerdo de momentos espantosos. Como a todo el mundo, me ha tocado vivirlos. Rememoro con la sangre aquellos estados de ánimo y entonces parece que se me está acabando el mundo. Cualquiera que me ve en ese instante dice: su vida es una mierda. Y no. Tengo lo más importante: la satisfacción de mi alma. ¿Qué más hay que tener? Nada. Lo mejor que tengo es que no tengo nada. Si vives en un bohío y en ese bohío eres feliz no necesitas vivir en un palacio. ¿Aparentar en la vida? Eso no. Procuro ser lo más sincera posible, lo cual trae sus desventajas en nuestros días. Otras veces la canción coincide con lo que estás viviendo y ahí sí es verdad que no hay remedio. Perdóname conciencia. Todo fue sentimiento, la razón no valía. ¿Te das cuenta? Tienes ganas de llorar y lloras… ¿De reírte? Te ríes. Todo es sentimiento, todo. La razón, la lógica… no existe, se evapora porque una está poseída. Eso es interpretar canciones: decirle a la conciencia “espérate un momentico que estoy emocionada” y sentir. Por eso ese tema de Piloto y Vera es tan grande. Cuando vuelves en ti es como abrir los ojos. Entonces tienes delante a tu público en legión, aplaudiendo, gritándote cosas y te dices: ¿qué he hecho yo para merecer esto? porque tú estabas ausente, ida, no sabías nada, estabas en otra dimensión, en el delirio, y cuando aterrizas no te lo puedes creer. Para sentir esa maravilla no hay que ser famoso ni un cojón sino tener un corazón enorme.
Ahora sí, en algo se parecen el arte y el conocimiento: en ninguno de los dos puedes creer que ya has llegado al final. En eso están de acuerdo los artistas, los filósofos y hasta los científicos. Nunca un pensador puede creer que es dueño de la verdad porque en ese instante habrá perdido la poca razón que tenía. En el arte, lo mismo… Cuando te conviertes en una diva sin conciencia siquiera de lo que la palabra divismo significa, ahí mismo dejaste de serlo. El verdadero artista siente que el camino no se acaba nunca. ¿Por qué algunos se mantienen y otros son como la fiebre? Debajo de mis pies se tiende un sendero que no tiene fin, hermano mío. Un día Olofi me llamará… pero seguiré cantando allá arriba para siempre… ¿Creer que soy perfecta? Eso nunca porque será como si me llamara en ese momento y sin derecho a abrir el pico jamás.
Lo otro importante es amar. ¡Y he amado mucho! He amado con toda mi alma a una sola persona en la vida. ¡A una sola! Esa persona soy yo misma. Si no me amara con esta fuerza jamás me habrían amado ni yo hubiera podido amar a los otros. A los otros los he amado con medida. Eso de no me importa entregarme a ti sin condición, como decía La Lupe, conmigo no va. Yo me entrego a ti con condición. ¿Cuál? Que me coloques en el sitio que me merezco. Si haces eso sabrás cómo proceder en todo: en la cama, en la mesa, en la calle, en el trabajo… en la caricia, en la discusión, en la gloria y en la pena. ¡En todo! Porque me estarás respetando y admirando que es lo primero. Para amar hay que tener intacto el orgullo, si no, estás perdido. Yo canto un bolero que dice: si tú eres para mí la vida entera, olvidarte será la muerte mía y tú no querrás que yo me muera. ¡Otra mentira! Nadie se muere por nadie ni nadie se va con nadie. Todos nos vamos solos. ¿Has visto dos muertos en la misma caja? Pues no.
¡Y soñar! Aunque esto tiene su conflicto. Miles de veces vendrán a cercenarte las ilusiones, a hacerte sal y agua un sueño… Hay una propensión en el hombre a poner trabas para que los deseos de los otros se trunquen. Si tienen poder, más aún. Se disfrazan de benefactores, de elegidos por Dios para arreglarte la vida. En el fondo quieren alimentar su propia ambición, engrandecer sus nombres, tener estatuas de bronce… Tu anhelo no les importa ni mucho menos tu criterio sobre las cosas. Se toman esa atribución aunque nadie tenga derecho a matar un afán: es asunto tuyo con tu destino. Te lo voy a decir temprano: a mí nadie ha podido arrebatarme un ideal. Me viene de la raíz. Yo nací en Santiago de Cuba, mi Santiago, el mismo día que nació Lola Flores en Jerez de la Frontera. No se nace en un lugar azarosamente. Dios te pone donde tienes tu misión y de ese suelo, como un árbol, beberás todo, hasta la personalidad. Lo de la rebeldía no es un cuento. Esa va conmigo a todas partes. ¿De dónde crees que me vino? No soy bisnieta de Maceo, ni de Quintín Banderas, ni de Guillermón Moncada; no me hizo falta porque eso estaba en el aire de aquella ciudad. Hay que respetarme el sueño de alcanzar algo tanto como el otro, el íntimo, el que tienes cuando duermes. A Lola tampoco se lo pudieron arrancar. Ella luchó con sus armas y yo con las mías.
Fotografía: Jazz Voyeur
Yo al sueño de la noche le hago mucho caso. Es cuando uno es más sincero. Si estás despierto, no haces otra cosa que construirte un carácter. No hablo de hipocresía sino de capas que lo cubren a uno, atuendos que uno se pone, atuendos espirituales y morales. En el sueño no tienes esa posibilidad. Ahí eres tú con tu verdad. Eso lo aprovechan mucho los muertos para comunicarse con la parte más pura de ti. Si tienen que cantarte las cuarenta o advertirte, si tienen que felicitarte o llorar contigo, se te aparecen en el sueño. Si lo que tienen es ganas de dar cháchara, vienen en cuanto los llames. La noche es ideal. Ahora yo me quedo fumando uno de esos tabacos preciosos que ves ahí, tomando un güisquisito y hablando con mis occisos. A esta hora de la madrugada es cuando mejor se conversa con ellos porque a los muertos les gusta la tranquilidad, la casa en calma. Vienen todos y los escucho clarito; les hablo y me contestan, conversan conmigo horas enteras. Mi bisabuela viene a cada rato, se sienta al lado mío y no tenemos para cuando acabar. Si esta noche viene, mañana te cuento con pelos y señales lo que hayamos hablado. Como tú quieres enterarte de cosas, le voy a hacer preguntas de cuando yo era chiquita y vivía en Santiago. Ella era tremenda. Yo creo que por ahí le entró el agua a este coco.
Se llamaba Caridad Baldoquín Pavón. Era una gran santera y espiritista. Desde que te veía, sabía. Se sentaba delante de una copa de agua y dejaba que sus muertos fluyeran. A mí me ponía del otro lado y me decía cosas que aún no comprendía del todo pero que me entraron al sentimiento que es como mejor se puede entender. Decía que me estaba preparando para la vida y era una verdad como un piano. ¿Quién mejor que ella que había vivido tanto? Sólo le faltaron dos años para cumplir un siglo enterito y verdadero. ¡Mucho tiempo para una buena persona! No paraba de ayudar a los demás. Sólo había odio en su corazón para los negros, aunque era negra. ¡Y razones tenía! Su primer esposo, que era más negro que una noche con luna nueva, la maltrató mucho, decía que las negras habían venido al mundo para tener las pasas de punta, delante del fogón. Aquello sentaba muy mal a una mujer tan resuelta. Por suerte, enviudó y logró conocer el amor en manos de un vasco. Uno le decía: Caridad, te tengo un enamorado… y respondía: si es negro ni me lo traigas. Así un día le trajeron a aquel blanco descomunal y ella supo que eso era lo que se merecía porque le gustaba lo grande. Tenía una imagen de Santa Bárbara del tamaño de una persona. Yo no la recuerdo. Ella siempre me dice: Sí, mujer, cuando tú naciste existía todavía. No sé adónde habrá ido a parar. Me encantaría tenerla. Así es como tiene que ser la estatua de alguien que se llame Bárbara. Los nombres de todos los santos son misericordiosos, clementes, compasivos y dulces. Hay algunos puñeteros como el de Santa Eduviges, la pobre, tan piadosa que es; pero siempre, en el fondo, tienen ese algo benigno. Como te digo una cosa te digo la otra. Lo de Santa Bárbara no tiene parangón. Fíjate qué fuerza: ¡Bárbara! Parece que truena. Parece el nombre de una mujer vandálica, sanguinaria, impía, acerba… Sin embargo, es todo lo contrario. Ella es tan buena como todos los demás y su martirio fue uno de los más horrendos. Estuvo encerrada mucho tiempo en esa torre que le ponen al lado, por orden de su padre y cuando se declaró cristiana la desnudaron, la azotaron durante setenta y dos horas, la acostaron sobre vidrios rotos y puntas de lanzas y le pusieron sal y vinagre en las heridas. Luego de todo eso la metieron en una celda oscura. Dicen que ahí se le apareció Jesucristo y le devolvió la fuerza. Eso infundió más odio en sus verdugos y la colgaron por los pies, le rasgaron la piel con garfios de hierro y la quemaron con antorchas encendidas. Como tenía una fe inconmensurable, reía en medio del suplicio y entonces le golpearon el cráneo con unos martillos. Finalmente, le arrancaron los senos como a Santa Olalla y Santa Águeda, pero ella seguía riendo. ¡Vaya insurrección! Desenfrenados ya, decidieron cortarle la cabeza y fue su propio padre quien lo hizo. Pero ese mismo día un rayo cayó del cielo y lo dejó fulminado. Luego la gente dice que una cosa no tiene que ver con la otra. ¿No ves cuanta afinidad hay con las historias de Changó? Y eso que ella era de la Turquía asiática y él de África, de la región yoruba, pero hay espíritus muy vinculados. ¿Vinculados por el ideal? No lo sé, pero no es sólo el rojo y el blanco, la copa y la espada. Son cosas más profundas, difíciles de entender pero son tan ciertas como la Biblia.
Fotografía: Jazz Voyeur
Fíjate si es así que mi bisabuela murió exactamente cuando la llamó su Ángel de la Guarda: Santa Bárbara bendita. La picó un alacrán que estaba dentro de sus zapatos. Ese animal le pertenece a Changó. ¡Yo me erizo! ¿De cuántas cosas puede morir una persona de noventa y ocho años? Ah, pero ella tuvo que morir así porque nada es casual. Vivió… fue libre, conoció a su tataranieto. En el cincuenta y nueve le hizo un trajecito negro y rojo como el del Niño de Atocha. Caridad es un espíritu lleno de luz. Desde antes de su muerte yo sabía que así sería. De darme el pan se encargó otra señora adorable, pero ella… ella fue la veladora de mi niñez.
Viene a cada rato y me cuenta cosas:
Sí, mujer, cuando tú naciste existía todavía. Era una Santa Bárbara así de grande. Estaba en una esquina de la sala aquel día. Tú estabas muy chiquita y a lo mejor no te acuerdas bien, pero el cuento fue así. Yo le hice una fiesta a San Lázaro porque ninguno de esos santos importantes yo lo dejaba sin su celebración y vino la Banda del Ejército a tocar. ¡Mambises e hijos de mambises! A nadie se le olvidó aquello jamás. Todavía en Santiago se habla. Me consta. Lo hicieron con uniforme y todo. Lo más bonito que te puedas imaginar. Yo cociné chivo, harina de maíz y quimbombó y lo serví en jícaras. La gente se sentó en el piso con su comida, como si fuera de la familia. Nadie podía creer aquello pero yo sí, porque había ayudado a muchas personas y mi santo las había bendecido.
¡Jícara blanca,
jícara negra!
Jícara con agua fresca de pozo,
con agua fresca de cielo
profundo, umbrío y redondo.
Mis santos vivían en jícaras. Así era entonces. La gente decía que esa era la manera en que habían venido de África pero creo que no es verdad. Hasta en sacos los tuvieron en los barracones. Como estas son cosas que han pasado de lengua a oreja, sin que nadie se pusiera a escribirlas, no se puede saber dónde empieza la verdad y dónde acaba la mentira. Ahora quieren escribirlo y, claro, no hay quien se ponga de acuerdo. El caso es que, en mi tiempo, vivían así. De verdad no sé si ese fue el inicio o la mitad del camino hacia la porcelana y el canastillero. Ah, porque antes no existía un mueble para ellos. ¡Se ponían en el piso! Tú me preguntabas:
-¿No se les sale el agua?
-No.
Luego pasabas los deditos por debajo de las jícaras y los olías.
-Huele a pozo.
-Esa es Yemayá. Huele a mar.
¡Qué bonitos tienes a tus santos, Migdalia! ¡Me alegro mucho! Como tú los tengas, te tendrán. Mañana le cuentas al escritor. ¿Que cómo empezó la cosa? Yo te miré atravesado porque te puse delante de la Madre del Mundo:
-Dile qué quieres ser en la vida.
Y tú respondiste con una manito en la cintura y otra en la nuca, acariciándote las pasitas.
-¡Artista!
No le dije nada a tu abuela porque hubiera puesto el grito en el cielo, como lo puso en su momento. ¡Artista! ¿De dónde tú sacaste eso? Era como una maldición. Estabas cumplida. Eso no se quita ni con la brujería más grande que existe. Yo te miré atravesado pero sabía que ya no había nada que hacer…
Pasó como un año y tuve esperanzas de que se te hubiera olvidado, de que aquello hubiera sido una ocurrencia de niña. Menos mal porque en Santiago no había oportunidades, nos hubiéramos vuelto locos si te daba el perrengue de ser artista. ¡Parecía que se te había olvidado! Un domingo por la mañana, ibas con tu primito para el zoológico y cuando pasaron por la esquina de la Cadena Radial había una turba de chiquillos con camisetas idénticas. Tenían dibujada la cabeza de un perro. De más está decirte que enseguida fuiste a averiguar que era aquello y enseguida te enteraste. Un programa estaba convocando a un concurso que se llamaba Pandilla cabeza de perro. Hacía referencia a una cerveza.
-Que me apunten que yo también voy a cantar.
Te pusieron una camiseta y al poco rato ya estabas delante de un micrófono cantando Frutas del caney. Te llevaste el premio y tu abuela casi se lleva un infarto. Yo le dije:
-Mire, Ana Luisa, deje que la muchachita sea lo que quiera. Hay que velarle los estudios… pero en los ratos libres si quiere cantar, que cante.
Fotografía: Jazz Voyeur
Parece ser que así empezó todo. Ana Luisa era la mamá de mi papá. Caridad era mi bisabuela por el otro bando: la abuela de mi mamá. Siempre me defendía en todo. Ser artista era lo peor del mundo: sinónimo inequívoco de que yo iba a ser una refitolera de la más infame calaña. Claro, Ana no quería eso para mí y se disgustó mucho cuando yo llegué a la casa con mi primer galardón que me lo había otorgado, para colmo de inquietudes, una cerveza.
Por ese entonces yo estaba en la banda musical de mi escuela. Tenía siete años pero ya recitaba, cantaba y bailaba. No había mayor delirio que estar haciendo algo delante de la gente. Fui alumna de una hermana de Luis Carbonel. Las maestras tenían otra visión. Adoraban desarrollar cualidades en uno. La familia se espantaba, veía con horror cómo me crecía la roncha por la picada de un bicho muy malo: el arte. De manera que fui de cabeza para un colegio de monjas: María Auxiliadora. Si de verdad María era auxiliadora yo lo único que le pedía era que me sacara de allí cuanto antes. No guardo un mal recuerdo: allí hice mi primera comunión. La directora era Sor Margarita, una mujer encantadora, amiga de mi abuela. Pero lo mío era cantar y moverme. Y allí…
Cuando la vida llegó en serio tuve que enfrentarme a cosas durísimas. Hay gente muy mala, no te creas, hacen lo que sea con tal de verte en la atraso o en la desgracia. Para todo caminan. Y los ves siempre por los caminos más tenebrosos: dando sangre, sacrificando criaturas, calentando al santo… Al santo se le mantiene fresquito. No hay nada más diáfano que un vaso de agua en lo alto, el humo de un tabaco fino y una oración. Eso los espíritus te lo agradecen y te resuelven. Uno no tiene que procurar quitar a nadie, sino tener las virtudes suficientes para ser la persona indispensable… o la ideal, porque nadie es indispensable. Lo de lanzar malas energías sobre el otro para desaparecerlo termina volviéndose en tu contra y lo que le deseaste te sucede a ti. Así están organizadas las cosas en este mundo. Por eso hay que desear lo bueno y hacer el bien para cuando regrese sea lo que te toque. Pero las malas personas no, se la pasan preparando polvos con cosas extrañísimas, difíciles de conseguir. Van a desbaratar una casa y necesitan una lista interminable de caprichosos elementos. Cogen un huevo de caimán o de pato y le sacan la clara, lo rellenan con polvo de caña brava, rozadura de tarro de venado, pimienta china, de guinea y de cuanta exista, pólvora, azufre, azogue, raíz de rompezaragüey, aceite de alacrán y de Guatemala, uña de gato y de perro, tierra del cementerio, pluma de zunzún y lo tapan con lacre. Se lo ponen delante a Eleguá y a los tres días ¡Plaff!, contra la puerta de la casa. ¡Criminal! ¿Hay que vivir con tanto trabajo? ¿Tú sabes cuánto se puede avanzar en la vida si se utiliza el esfuerzo necesario para juntar todo eso en resolverte sanamente la existencia? Y al final es cuestión de intención y de poder. Con estos ojos, que un día lejano se va a tragar Orichaoco, yo vi hacer lo mismo en Santiago de Cuba con un huevo de gallina y un medio. ¿Me lo puedes creer o no?
Y he tenido honores que poca gente ha tenido. Caminando por una calle, cerca de La Puntilla, iba Julio Cortázar acompañado por un intelectual cubano que vivía por allí cuando escuchó una voz que lo dejó plantado en el sitio. Venía del patio de una casa donde estaban celebrando una fiesta particular. Insistió en entrar, por supuesto, y a pesar de la vergüenza enorme que el cubano le dijo sentir por sus vecinos, a quienes conocía pero sin la confianza suficiente para invadir la reunión, no paró hasta que tuvo delante a la dueña de aquel extraordinario aparato vocal. Desde ese día, cada vez que Julio Cortázar venía a Cuba, buscaba a Elena Burke para que le cantara, no podía vivir sin ella, decía que si no la escuchaba era como no venir porque Cuba sin Elena no era la misma. ¡Qué cosa más bonita! Y a mí me pasó algo similar con otro grande. Un día me dicen: te buscan ahí. ¿Sabes quién? Nada menos que Gabriel García Márquez. Se me pone delante, me mira a los ojos y me suelta: Migdalia, he cruzado el continente para venir a verte cantar. Oye, ¿tú sabes lo que eso significa? Yo no sé si fue una exageración pero no importa porque es hermosa. Es más, si exageró, mayor es el honor que me hizo porque eso es lo mejor que ha hecho ese hombre en la vida: exagerar. Tanto es así que por exagerar tan bien le dieron un Premio Nobel. De ese día tengo un montón de fotos que no me dejarán mentir.
Y bueno ya. Yo te voy a seguir contando cosas, pero ven la semana que viene que estoy muerta de sueño. Me termino el güisquisito y me fumo un buen tabaco para acostarme. Sí, ven la semana que viene y me lees cómo va la cosa. El sábado por la noche quiero que vayas al Gato Tuerto, te dedico un par de buenas canciones y te invito a un copazo. ¡Va por los dos!
Fotografía: Jazz Voyeur