MirallesPoesía Habitación, Poesía

La poesía es, así lo creo, como la soledad o el desasosiego, un lugar. Sí, una habitación: lugar donde, y hecho mismo del vivir o habitar. Y es en esa habitación personal (el ser en lugar y tiempo), donde ese todo que conforma al hombre genera, en determinadas circunstancias, la poesía. Es ese ser en estado de búsqueda el que, al pasar sus pensamientos a materia poética, crea un espacio con arquitectura singular (habitación ya vivienda), donde no sólo se abrigará, amará o dejará de amar y vivirá él, sino donde también tendrán cabida otros hombres, otras miradas; seres de otra pasta, de otro metal o vidrio. Eso que conocemos como empatía con determinados poetas es la confirmación de que la arquitectura, habitación o vivienda creada por el autor reúne las condiciones de habitabilidad que requiere el lector. Así se entiende que casi toda producción poética, incluso aquella de penosa factura, adocenada o ramplona, encuentre afectos: hay quien disfruta viviendo en la calle, y para otros cualquier portal es un buen sitio donde refugiarse de la lluvia. Nada se puede hacer contra el voluntario chabolismo intelectual, si acaso alzar edificios poéticos tan embriagadores y profundos que atraigan desde la fascinación y la hondura a los habitantes de las “casas baratas” de la cultura. A sabiendas de que en ningún edificio de la poesía, por hermoso que éste sea, habitará tanto público como en los estadios de fútbol o en las procesiones de santos o banderas.

De muchas sustancias están hechas las habitaciones de la poesía, porque ésta es ese aglutinante –yeso del alma, argamasa del pensamiento– que ligará, para hacer pared o solera, los ladrillos del vivir. Hay habitaciones de luz, de tierra apretada con las manos, y otras hechas de ensoñaciones; también de cartoncillo, de otoño, de navaja, de pincel, de barra de labios. Pero todas, aun las circulares, siempre han tenido cuatro esquinas: una para mirar el mundo, otra, que suele ser la menos luminosa, para que el hombre se mire por dentro, la tercera es siempre una plaza pública, y la cuarta y última un rincón donde esconder el dolor y zurcir la soledad; de ahí que, a veces, en ella se remanen las paredes sin que exista negligencia constructiva, tan sólo porque existen las lágrimas.

Tres modelos de poesía habitación

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Parcela en blanco (Miralles – Tagliabue)

Sospecho que en arquitectura la parcela siempre está un día antes que el edificio, porque sería un caos lo contrario, como lo hubiera sido este mundo (más) si a Dios se le hubiera ocurrido separar los cielos de la tierra sin haber enchufado primero la clavija de la luz para ver lo que hacía, aunque a saber. Lo cierto es que este “poema” de Miralles-Tagliabue, no crea las cuatro esquinas, presentes en los tres trabajos, como resultado del quehacer poético; es decir, no crea los cuatro rincones como resultado de la acción o la palabra, que es lo que hacen los poetas de los que hablaré después. Un cuadrado blanco es para ellos el punto de partida. Como si los arquitectos supieran que sin ese módulo de luz plana el hombre no puede ni siquiera soñar abrigo alguno, como si supieran que ése es el mínimo de luz y sitio para que el edificio de la poesía se ponga en marcha. Luego -sobre la parcela- los autores compartimentan el ámbito que ocupa el blanco, lo rasgan y lo articulan para que eso que vengo llamando vida, porque lo es, gire en sus bisagras y se pliegue…, y en ese doblar consiguen que se avengan las paredes hasta hacerse techo, muro de carga o tabiquillo. Y que esos cuatro nortes del primer mirar que hemos llamado parcela se multipliquen en cada vaivén (la vida con sus cosas) haciendo en cada giro, en cada estar, un habitáculo desde el que “el lector” no sólo pueda poner los ojos en el mundo que lo envuelve, sino también mirarse con lupa las aristas del alma y limpiarse las heridas que en los ojos quedan después de ver algunas cosas. También podrá relacionarse con los habitantes de los múltiples espacios donde anidan seres de otro pensar, de otra luz. Este edificio, uno de los más bellos ejemplos de polivalencia formal y conceptual que la poesía ha dado, bien podría ser el paradigma de ágora de reflexión que tanto necesita la poesía. No hay moda, no hay doctrina, tan sólo un espacio abierto es esta casa. Y cómo se agradece que así sea.

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Una habitación en lo alto (sor Juana Inés de la Cruz)

Pocos poemas hay en la historia de la literatura tan deslumbrantemente novedosos y adelantados a su tiempo como Primero sueño (1685) de sor Juana Inés de la Cruz. Y en pocos, también, aparecen con tanta nitidez y tan precisa delimitación las cuatro esquinas del habitáculo donde bulle la poesía. La monja, atufada de reconvenciones espirituales, cercada y aburrida por una casta de piojosa mediocridad intelectual que le buscaba las cosquillas en el confesionario y, harta hasta la toca de aguantar, decide (prendida en las ondas de la poesía gongorina, pero alejándose de la rutilante paleta de acuarela del cordobés) escribir una grisalla sobrecogedora que nadie le encarga: “no me acuerdo de haber escrito por mi gusto sino un papelillo que llaman El sueño”, escribe la monja. En el poema la poetisa busca con la fiebre de la intuición y la serenidad de la razón la comprensión del mundo y del hombre. Pero no sólo eso, también hay una confesión de derrota hecha en el espacio que abarca desde el ocaso hasta el rayar del día. Y es el alma (pirámide de sombra) aquí, la que al ascender hacia la luz desde su “funesta” negrura se cruza con la luz bajante (pirámide de luz); y en ese contacto íntimo de luz y sombra aparecen en maridaje, tal como se ven en algunos obeliscos egipcios, las dos pirámides abrazadas que, si contamos sus puntas, nos suman esas cuatro esquinas de la gran habitación de la poesía. Ve la monja desde ese lugar el mundo flotante; pero, como observa Octavio Paz, no como trasunto divino ni como un aquí o un más allá sino como un espacio de conocimiento. Pero no sólo sor Juana mira el universo y sus esferas, también se sienta en ese rincón donde el hombre se mira los adentros…, y se ve ella desde el atisbadero de lo personal como derrotado Faetón que pierde, una tras otra, las batallas. A pesar de ello sor Juana conserva intactas las ansias de seguir tras el saber hasta su último aliento.

La plaza pública en Primero Sueño no es otra cosa que ese lugar abstracto donde habita el conocimiento. Lugar difícil, áspero paisaje tantas veces, pero espacio abierto a todas las tierras y a todos los vientos donde la curiosidad del hombre calma la sed y se abrasa en el mismo sorbo. Y no podía faltar en este poema que se adelantó cientos de años al surrealismo un algo difícil de encontrar: a pesar de las vicisitudes que recorren toda la biografía de la monja, en ese rincón de obligado estar del edificio poético donde el hombre se bizma las llagas, asombrosamente, no hay rastro alguno de llanto. Y ello porque en la fecha en que sor Juana escribe Primero Sueño (debía de rondar la cuarentena) tiene los lagrimales como incendiadas rastrojeras de páramo, y ya, cuando llora caen desde sus ojos canicas de cristal gris sobre el suelo que pisa…, celestes esferas del universo venidas a menos hasta hacerse grisura del yo rodando por los suelos: lágrimas secas sin más.

Y acerco este poema saltando por los siglos para remarcar la creencia que tengo sobre el concepto de poesía experimental, y que no es otra que ésta es más fruto del sentir profundo de los hombres que de las ocurrencias que en todo tiempo afloran y que quizá tan sólo sean modos y modas. Entre otras cosas porque todo poema que sobrevive al paso de su tiempo solamente puede ser el resultado de un gozoso experimento entre la vida y las palabras.

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Un poema de nogal

Tengo un amigo que no figura en la interminable nómina de escritores de poesía a pesar de que está escribiendo uno de los poemas más singulares que yo he podido “leer”. En un terreno ha plantado, se dice pronto, mil nogales. El papel donde escribir sus versos no es otro que la tierra, los versos los caballones; y cada palabra un nogal al que da de beber cuando aprieta el calor o atiende cuando enferma.

He aquí una modalidad de poesía experimental de un temblor sobrecogedor: el poema tan sólo conserva de los “antiguos” modales de la escritura la estructura lineal de los renglones, aquí surcos. La palabra es cambiante porque cambiante es el medrar de los árboles y el sentir, y cambiante ha sido siempre la vida con el ir y el venir de los días. El poeta, en este caso, no ata las palabras para fijarlas en la inmortalidad de los libros, renuncia a la gloria de las antologías para dejar con vida –abierto a otras suertes- el poema. Su obra poética no pretende sujetar la vida o inventarla con palabras reveladoras ni adoquinar con metáforas un modelo de vivir. Lo deslumbrante en este poema es la insólita arquitectura del espacio poético y la carencia de cualquier traza de dogmatismo -un poema abierto, sin firmar, y donde el esfuerzo y las dimensiones del trabajo no permiten que anide la ocurrencia, pero sí los pájaros y los paseantes-. Se podría pensar que el poeta anónimo del que hablo es un trasnochado más del movimiento Fluxus perdido en un pueblo de Zamora, y no. Fluxus pretendía impactar, epatar en algunos casos, con imitaciones de lo que es rutina del vivir y, aunque no vendía como arte sus acciones, todos hemos visto cómo se comerciaba con los documentos de esas intervenciones. No se vende el juguete pero sí las “fotos” del juego, ingeniosa y pueril estrategia para dinamitar el mercado del arte. En el caso que nos ocupa el autor renuncia a todo salvo a su obra: no hay poemario como tal, disimulado como está el trabajo en la naturaleza; no hay carteles que lo anuncien, no se publicita en la nube, no se venden libritos explicativos, ni postales, ni nueces. Es el autor en sus cuatro esquinas mirando el mundo desde allí, mirándose él en los espejos de un verde que lo envuelve todo. La plaza pública del poema está sin vallar y el rincón del dolor apenas si se nota porque la humedad del riego disimula las lágrimas.

Los nogales han crecido y está el poema, lo he leído y pisado a finales del pasado verano, con un verdor húmedo y un silencio alargado y difuso. Han muerto tres palabras de un verso y otras dos en otro de al lado; dice el poeta que a las “palabras” se les pudrieron las raíces por culpa de un mal riego y que el encharcamiento acabó por dejarlas sin significado y murieron los nogales. Otras, más pujantes, han dejado caer su nuez y cobrado vida con otro decir; y el poeta, cuando nos despedimos, andaba cavilando dónde encajar los retoños para que el poema no perdiera armonía y sonara con densidad tras restañar la sangría de vacío que siempre deja la muerte.

… Y si un día los nogales dan en mueble, seguro que el poema germinará en las cómodas de las alcobas y en los comedores, en los escritorios o en los paragüeros de cualquier recibidor.

En estos tres modelos y en otros muchos que podrían tener cabida aquí, es la capacidad que el hombre tiene para construir con el pensar belleza -en forma y concepto- lo que determina el espacio de la poesía. El único experimento que la poesía tolera es la vida. Los requisitos de lo poético no podemos buscarlos en otro sitio porque no están. Y convendría no olvidar que hasta la “antipoesía” es un lugar de la poesía y por lo tanto del pensamiento, y no un sudoku donde poner las ocurrencias en la casilla adecuada para que su suma brille un poco.

José Noriega

Texto leído en las Jornadas Internacionales de Poesía Experimental. Museo de arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA). Octubre de 2012.