La lucha de José Luis Borau por sacar adelante ‘Furtivos’ fue titánica. Después de su experiencia con la productora norteamericana Paramount, que le proporcionó el dinero para hacer ‘Hay que matar a B.’ pero que luego la relegó en la distribución y la convirtió en una película de poquísimos espectadores, Borau decidió hacer “Furtivos” con libertad y sin apoyos. En una entrevista del verano de 1975 con Miguel Marías y Mary Reyes Martínez, publicada en el número 25 de la revista ‘Dirigido por…’, declaraba: “Me dije: tengo que hacer una película como me dé la gana, y si hago la película que quiero hacer, con actores desconocidos y tal como creo que tengo que hacerla, sé que no voy a conseguir un adelanto de ningún distribuidor, y entonces o voy a tardar años en poder hacerla o no voy a hacerla nunca”.
Los problemas de distribución dependían de unas buenas críticas previas, y de algún premio de prestigio. El festival de Berlín rechazó la obra, pero sí la admitió el de San Sebastián, y al final del verano se alzó de manera indiscutible con la Concha de Oro. La distribución se abrió, por fin. Pero antes, en los trabajos de guion y rodaje, la censura previa no puso las cosas nada fáciles. Le plantearon unos 40 cortes, que el director sorteó como pudo. Eran los años finales del franquismo, con sus instituciones debilitadas e incapaces de aguantar los nuevos tiempos, pero todavía con terribles coletazos como los fusilamientos de septiembre del 75. Y el director también debía estar alerta ante las críticas ideológicas de la crítica de izquierdas. A su anterior película la acusaron de “hacer abstracción de la lucha de clases” (misma entrevista citada). Los distintos frentes de la política tenían un peso enorme en esos años postreros del franquismo, y cualquier obra se posicionaba ante ellos, quisiese o no.
Los problemas con la censura podían sugerir que la película encaraba críticamente la política del Régimen, aunque para ello tuviese que camuflarse en miradas indirectas o directamente parabólicas, tan habituales en los años setenta. Vista en 2013, a los cuarenta años de su rodaje, no es esa la sensación que domina. ‘Furtivos’ es un espejo del país, de un país envilecido en el que prima el individualismo y la hipocresía y en el que se busca ante todo el botín y la satisfacción individual. El rudo gobernador civil (magnífico Borau en su interpretación, que asumió al no poder conseguir a José Luis López Vázquez) busca la sumisión superficial de todos, el estómago lleno con la caldereta y el placer de matar ciervos en la reserva. Sus subalternos saben que su puesto depende de esa sumisión, de la sonrisa y el peloteo, y no dudan en doblarse por la mitad como los personajes de Forges. El cura quiere feligreses, aunque haya que amparar delincuentes y trampas. Milagros busca la salida del Reformatorio y acepta cualquier puerta, se la dé un quinqui o un solitario de la montaña. Y la pareja central de la madre y el hijo, roto el pacto incestuoso de convivencia, entran en la lucha por dominar al otro con episodios de violencia sorda y por fin de asesinato.
El país que aflora es un país de furtivos, de gente que en la trastienda de la ley hace y deshace. Los animales que caza sin permiso Ángel no son sino una sinécdoque de lo que a gran escala sucede en toda la sociedad. Ángel es furtivo porque los guardas no ponen especial empeño en apresarle, salvo en la escena en que sí se deja atrapar tras matar al ciervo que busca con denuedo el Gobernador, al que afrenta de esa manera. El quinqui galán, El Cuqui, huye una y otra vez del acoso policial, a pesar de ser un tipo más bien torpe. La policía cierra calles y mercados para atraparle, pero “aquí iba a estar esperando”, dice una voz anónima en la calle, riéndose de un empeño que es solo fachada profesional. Todos esconden o comen chuletas ilegales de gamo, favores, sonrisas jerárquicas, bandejas inútiles en recepciones aburridas. Las chicas del Reformatorio vigilado por las monjas se escapan tras el sexo –“de las Divinas solo se sale monja o casada”, proclama oficialmente el Gobernador- las viejas tiñen alegrías y decepciones con largos tragos de coñá, las ferreterías venden alambres y cepos prohibidos. Si la cosa empeora y se hace demasiado evidente, a la chica se la hace pasar por el altar y al furtivo se le pone el uniforme de guarda. Lo prohibido sigue agitándose en la vida bajo los uniformes y los sacramentos.
El franquismo es el engrase perfecto para esos vicios atávicos, y se constituye en su necesario telón de fondo. Su jerarquía ciega, el terror sobre el que se edificó, sirven perfectamente a una sociedad de alimañeros. Pero la película va más allá del Régimen, y dibuja protagonistas de la vida corriente sometidos a tensiones brutales, sin capacidad de reflexión, atrapados en una maquinaria social que sirve a todos y de la que todos quieren más y más. Salta por encima de su tiempo sin abandonarlo, y en él vemos muchos de los vicios y brutalidades de la sociedad española reflejados desde la literatura del siglo de oro, e incluso se proyecta hasta la actualidad, en la picaresca que en estos años oscuro nos corroe y que no es sino la otra cara del furtivismo, aunque en vez de cazar alimañas construya urbanizaciones o aeropuertos sin más sentido que el negocio rápido.
Y si la película se hace definitivamente grande cuando es capaz de proyectar su lección cuarenta años después, hay también que anotar en su haber la maestría con la que Borau edifica la narración. Sobre todo en esa capacidad de sugerir, de condensar en un gesto o en un fetiche toda una suerte de intenciones y pasiones. Cuando Milagros muestra su infantil colección de tesoros a Ángel, no sospechamos que en esos envoltorios de paquetes de tabaco se va a cifrar la necesidad de un asesinato pasional. Y cuando la madre saca patatas en la huerta, un encuadre magistral de su azada agitándose con el cuerpo de su rival al fondo explica sin una sola palabra una secuencia brutal que ya no necesitamos ver ni el director rodar. Está ahí, en toda su potencia a la espera narrativa de su ocasión, completa y aterradora en ese plano breve y exacto de una azada sobre un campo de patatas.
Jorge Praga