¿Volvía a revivir su vida en cada detalle de deseo, tentación y entrega durante ese momento supremo de total conocimiento?
Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas.
A menudo tengo extraños presentimientos. Me digo si se cumplirán o serán tan sólo una jugarreta de mi imaginación desatada. La verdad es que últimamente me encuentro más solo que nunca. Me paso horas y días sin hablar con nadie y mis paseos por la ciudad se reducen a breves escapadas nocturnas. Desde que estoy en paro, no dejo de preguntarme qué será de mí. Antes buscaba en las páginas amarillas de los periódicos, en las listas de empleo precario, dejaba mi currículum en las empresas, pero ya he tirado la toalla. En aquel tiempo, cuando tenía esperanza de encontrar un empleo digno, llamaba a menudo a mi hermana. Quería saberlo todo de ella, de su salud, de su marido y sus hijos, de su casa y su trabajo, esas cosas. Pero hace semanas de aquello. Ahora ni contesto el teléfono que, por cierto, lleva días sin sonar. Me pregunto si ella, mi hermana, también ha desaparecido.
He tenido muchos presentimientos. Supongo que el hastío trae estas cosas, una imaginación sin control que cree estar adivinando lo que de modo inexorable va a suceder. Pero sobre todos ellos se dibuja uno que tiene forma de mujer y que viene precedido por una coincidencia de apariencia banal: cada vez que voy a la panadería de la esquina, me topo con la chica morena del paraguas rojo. Siempre me saluda sonriendo, y esto, para un ser solitario y apartado de todo contacto humano es mucho, más de lo que ella con su simple gesto puede suponer. Aunque decida ir más tarde, nos acabamos encontrando con la barra bajo el brazo. Son apenas unos instantes compartidos pero ya he aprendido su cuerpo de memoria. Ayer me presenté por la tarde y volvimos a coincidir. Creo que ella se rió. Dijo algo así como qué casualidad y yo, apurado, tuve que mirarme las puntas de los zapatos. Tenía una risa blanca, vibrante, y en sus dientes gemelos brillaba un punto de luz húmeda que yo con placer hubiera recogido con la yema de uno de mis dedos si no hubiera sido por mi estúpida timidez. Por mi cobardía.
¿No será que estamos destinados el uno al otro? Me río ante semejante cuestión. Nadie está hecho para nadie porque la triste realidad es que somos seres solos –por cierto, “somos seres solos” es un palíndromo: me aterrorizan estos juegos de lenguaje que sugieren un mundo abarrotado de azares que no lo son, un mundo esculpido con milimétrico orden, donde todo mi caos interior no sería sino la lectura errónea de una meticulosa y premeditada crueldad-. Cuando miro a las parejas que van del brazo o de la mano, no lo hago con envidia sino sintiendo piedad por la fragilidad de su certeza, la de sentirse acompañados. En breve, la soledad les arropará con su gélida manta. Sólo los niños se sienten de verdad dichosos con la compañía de sus seres queridos porque ignoran la verdad.
Y, sin embargo, ya no puedo pasar un solo día sin verla, aunque sólo sean unos segundos. Me pregunto si esto me sucederá siempre, si la indispensable rutina en que mi vida se está convirtiendo no la malogrará la vida, si permanecerá hasta que la misma muerte decida separarnos. En tal caso, cómo me gustaría morir con ella. Si alguna vez he de dejar de verla, que sea junto a ella, que, mirándonos a los ojos, abandonemos esta vida al mismo tiempo y de la mano, e incluso, mejor aún, que sea voluntariamente. No puede haber nada más bello, más romántico, que tomar la decisión de dejarlo todo junto a un ser al que se ama; aunque sea de esta manera precaria, al lado de una bella mujer prácticamente desconocida.
Hoy he bajado a comprar el pan más tarde que nunca porque estaba terminando de leer una gran novela, una novela de esas que nunca se olvidan, “Una historia de amor y oscuridad”, la autobiografía de Amos Oz, que es en realidad la amarga biografía de sus padres. Cuando su madre se suicida, Amos sólo tiene doce años y no puede perdonárselo. Es su rabia la que siento yo leyéndolo. Es el rostro de su madre el que veo, su cuerpo, sus delicadas manos, su elegancia, su brutal insomnio vivido día a día sin lamentos. Creo que he perdido yo también un ser maravilloso y me duelo como si ella fuera uno de mis seres más queridos. Quizá el más querido de estos últimos tiempos. Me pregunto si alguna vez quise así a mi propia madre, a mi padre, que murieron tan jóvenes. Imposible. Yo era un niño pequeño, demasiado pequeño para haber sentido la rabia que sentí al verla irse, a la elegante e inteligente madre de Amos Oz, tan joven, ay.
Y pienso en ella porque en cierta forma me recuerda a mi coincidente del paraguas rojo. Esbelta, con una sonrisa triste que no sé de dónde emana porque lo ignoro todo de ella, absolutamente todo salvo su rostro, que conozco y me sé al dedillo. Y su manera de andar, balanceándose sobre unos pasos largos realzados por sus piernas flacas y nerviosas, ajenas al tumulto que la rodean; es realmente distinta a ninguna otra mujer que yo haya conocido.
En tu vida, quisiera preguntarle, en la vida que tienes antes y después de estos segundos que compartimos en la panadería, ¿es la angustia la que te persigue? ¿O tienes un vivir pasable con ratos memorables de dicha y otros de tristeza? Si es así, me gustaría que me lo contaras. Con tu cabeza reposando en mi brazo, podrías hilvanar uno a uno todos los hilos sueltos de tu existencia hasta que la trama dibuje en tu destino cierta lógica, una lógica que haría posible tu bienestar y también mi certidumbre.
“Querida mía -he escrito antes de salir-, como nunca seré capaz de hablarte, como nunca seré capaz de decírtelo a los ojos, querida mía del pan bajo el brazo, del paraguas rojo, de la sonrisa triste, del flequillo cuidadoso, de los lóbulos de la orejas redondeados y pequeños, de la boca frágil y cuello erguido, querida mía de los segundos del día más honestos y maravillosos para mí…”
Y aquí me he detenido porque qué más puedo decir de ti que no lo haya yo inventado, que no sea producto de mis deseos y mi angustia… Por eso no escribo nada más de ti, querida mía: no quiero que mi imaginación desatada cree a partir de tu cuerpo una vida irreal e inexistente. Te quiero como eres, con ese enorme hueco donde vives tu existencia real, aunque no me alivie saber que no la habré de compartir jamás contigo.
Querida mía de las mejillas pálidas, de los ojos abiertos como los de los gatos, ojos reservados para mi mirada. No sé cómo te llamas. Un nombre, no quiero ponértelo porque desvirtuará de inmediato la imagen que de ti tengo. Un nombre: sólo el que tienes y que me está vedado.
Como vedados me están tu casa, tus pasillos, tus cómodas y espejos, tus ropas, el olor de tu cama, las páginas de tus libros donde reposa el dedo que señala la página mientras miras por la ventana que desconozco el paisaje que no veo, querida mía, ni sé cómo corren tus piernas por la calle, ni si trepa hasta tu pecho el color del crepúsculo que te impacta, ni la música que escuchas abandonándote a todo, ni el cuerpo que se cruza con el tuyo en los cuartos prohibidos a mis ojos, ese cuerpo que te aparta o te atrae y en todo caso me condena a seguir siendo el hombre del pan, el tímido y neurótico hombre de barba de diez días del que desconoces todo, su nombre, su casa, sus ropas, sus amigos, su familia, sus libros y su olor. En cuanto a esto, por mucho que tú me imagines, jamás caerá tan bajo tu pensamiento como para hallarme. Más bajo aún que tus rechazos, más bajo aún que tus indiferencias. Porque yo habito en el último de todos los estratos que puedas imaginar: vivo más allá de donde el hombre está en el límite, más allá: en la frontera, querida mía, de la muerte.
Quizá te asuste saberlo, que yo ya sólo estoy hecho para ti y para la muerte. Que de noche, a escondidas de la luz delatora, sueño con asfixiarte en mi regazo moribundo. Porque, ¿qué sentido tiene irse muriendo como yo lo hago cada día si no es para llevarte conmigo?
Si tú fueras la madre de Amos Oz…, pero esto no es Israel, ninguna bomba ha caído cerca de nuestra casa, la geografía donde tu cuerpo existe no tiene nada que ver con la suya. Y sin embargo por qué no, querida mía, esa tristeza de tu sonrisa me lo está pidiendo, esa sombra que persigue tu párpado, ese aliento entrecortado con que corres y te alejas, tus diminutos tobillos estremecidos… todo lo está pidiendo, aunque no quieras escucharlo: muérete, muérete…
Pero hazlo conmigo.