campos-de-castillaNOTA DEL NARRADOR.

Para que esta historia aparezca tal y como está me he visto obligado a llevar la contraria al autor, para quien debía ser sólo yo quien la contase; he preferido en muchas ocasiones que lo hagan quienes la forman (y en algún caso personas ajenas a los hechos). Para que todo quede claro, siempre especifico en mayúsculas quién dice qué. Comienza Vítor.

DESPUÉS

21 de agosto de 2008

VÍTOR

Por fin se fueron. Menos mal que han venido hoy y no ayer por la tarde; si llegan a venir no me encuentran, y si se les ocurre esperar a que yo llegara todavía peor, tal como vine. Hoy sí que me he pasado por casa nada más volver del trabajo pero ayer no, porque llevaba la caña plegable en la moto y me llegué al río, a echarla un rato. Luego, a la vuelta, paré en la gasolinera y entre unas cosas y otras no estaría aquí antes de las once bien pasadas, que encima tardé en cenar porque tuve que meter toda la ropa en agua con ariel; para la sangre es mejor la lejía, claro, pero a ver cómo me iba a quedar luego el mono de comido, que igual era peor el remedio que la enfermedad. Mucha sangre la verdad es que no traía -salpicaduras, más que nada- pero, quieras que no, se notaba y no era cosa de dejarla. Y también tuve que fregar el casco, que fue donde más salpicó. Luego de cenar sin pan, como no podía pegar ojo, acabé por coger otra vez la moto y llegarme al Etcéteras. Por fin se fueron, sí. Veintiún años hace que no les veía y la visita ha sido de agradecer, claro, pero me alegro de que se hayan ido, esa es la verdad.

UNO

SENTENCIA

«…por cuanto habiendo sido averiguados los hechos y oídos los testigos, hallamos al  mentado Lope de Latarze culpable de dar muerte al antedicho Beltán Pacheco, y por ello le condenamos a la pena de horca, la cual pena se pondrá por obra el primer domingo de mayo deste mismo año, ejecutándola el maestro de justicias de la villa de Rioseco, en la cuya prisión pasará en custodia el reo desde que allí sea trasladado hasta el momento de llevarlo al cadahalso para cumplir la dicha pena, corriendo los gastos de levantar el dicho cadahalso, así como el mantenimiento y guarda del reo, por cuenta del concejo desa villa para que esta nuestra sentencia sea cumplida.

En la Real Audiencia de Valladolid, a diez y siete días del mes de abril de mil y quinientos y ochenta años. El juez, Simón Espinosa».

MANDA TESTAMENTARIA

«… y toda la hacienda que tengo y tener pueda quede para mi hijo el mayor, Gonzalo, haciendo excepción de lo que seguidamente se dice.

Mando que a mi hijo el menor, Luis, se le dé mientras viva una renta al año de cinco escudos, pagaderos por San Pedro; se le dé, además, la casilla que está al lado del río, cerca de la puente, con su huerto, bajo condición que no puedan ser vendidos, ni cedidos, ni enajenados de manera ninguna el uno ni la otra, o parte alguna de ellos por él o por persona alguna interpuesta, y si tal se hiciere sea nula la venta, cesión, donación o enajenación, y pasen casilla y huerto a propiedad de su hermano Gonzalo; también le dejo, por voluntad de su madre, que en gloria esté, el edificio que llaman Palacio del Duque, que está a obra de dos leguas de esta villa por el camino de León, cerca de la aldea de Quintana de San Quirze. Y últimamente mando se le den todos los libros que en la mi librería se encontraren a la hora de mi muerte, por no ser ya ellos de utilidad para nadie.»

Del testamento de Gonzalo Medrano, firmado a 27 de marzo de 1560.

YO

Luis Medrano

Finales de julio de 1579

Han salido de Valladolid por la Puente Mayor, al rayar la luz del día; se encuentran a la vista de Rioseco y ya no queda rastro de frescura bajo el sol. Los mulos están arrendados a un espino, cerca, y ellos dos se han sentado bajo unos chopos, a consumir lo que les queda. Donde están se mueve un poco el aire todavía, y el río corre entre ellos y el pueblo; mastican el pan y el tocino con calma, a la sombra. Por ser flaco y largo, y también por su mirada de animal al acecho, Lope de Latarze parece menos viejo de lo que es; se apaña bien con sus últimas tres muelas y come con minucia. Luis Medrano apenas pasa de los cincuenta, pero sus canas y, sobre todo, su condición de hombre muy cansado le hacen parecer mayor; mientras contempla la corriente, mueve las mandíbulas sin pensar en nada.

Ahí enfrente, un cuarto de legua al otro lado del caudal, está la villa de Rioseco. Hace treinta y tres años que Luis la dejó y ahora que está de vuelta no encuentra ningún cambio: ahí continúa la Puente Vieja, con el pretil medio venido abajo como lo estaba entonces. Pasada la puente y siguiendo el camino se deja al lado derecho la picota, y al otro lado de la muralla lucen las torres orgullosas de las tres iglesias. Los buenos tiempos de ferias y negocios se fueron para siempre, pero Rioseco sigue siendo un lugar de buenas familias y dineros largos. Lope apunta hacia las casas con el cuchillo.

  • ¿Entramos ahora, Luis?
  • Sí. Cuanto antes, mejor.
  • No se te olvide: tú el amo y yo el criado.

Cuando terminan de comer y beben el poco vino que les queda montan en los mulos y los arrean camino adelante, hacia la puente. Los animales en que vienen no traen sillas, sino mantas zamoranas. Llegaron Lope y Luis caminando desde la Corte de Madrid hasta Ávila pero a la bajada, cerca de Arévalo, Lope ganó las acémilas con el naipe a un arriero leonés, en una venta. No fue fácil engañarlo y al final, de no ser porque los apartaron, sacan los filos el leonés y Lope. Luis ha hecho bien el viaje porque lleva muchos años acostumbrado a cabalgaduras mejores y peores, y casi no siente el espinazo del animal que se mueve atrás y adelante como una sierra mellada debajo de su rabadilla. A Lope no le gusta ir montado, siempre ha hecho los caminos a pie aunque –piensa- ahora habrá que ir así para hacerse valer. Piensa que lucido no parece ir en mulo, cosa más propia de frailes y estudiantes, pero peor sería que se viese entrar en villa a un hidalgo sin montura. Cavila que pobre será y maleante le han llamado, muerto de hambre se ve y haciendo de criado de un majadero, pero eso no quita para ser él de sangre limpia y de padres con solar conocido, que nadie le saca ventaja por debajo del Rey.

Pica fuerte el sol cuando cruzan la puerta de esta parte de la muralla; hacen ya cada uno su papel y los vecinos les miran al cruzarse con ellos: Lope viene muy propio de criado a la zaga, porque el disimulo le es fácil al buen tahúr; a Luis le queda grande el parecer amo porque nunca lo fue. Con Lope detrás, Luis enfila sin vacilaciones una calle tras otra hasta que llega a la de Las Huertas, que es donde vive su hermano Gonzalo, al que llaman todos Gonzalo el Mozo desde que empezó a mandar en casa, antes todavía de que muriera Gonzalo el Viejo, su padre. Luis nació en esta misma casa, que fue la de la familia antes de que se fueran a vivir al Palacio del Duque. La calle está por detrás de la plaza de San Martín; es silenciosa, ancha y torcida, y la única vivienda de toda ella es la de Gonzalo. Se trata de una casa hecha de piedra hasta el primer piso, y más arriba de ladrillo; el edificio se prolonga por los lados en unas tapias con bardas de zarza, tras de las que está el huerto. Supuesto amo y aparente criado desmontan y dejan sus caballerías arendadas en argollas, al lado de la alta puerta de la casa. Luis da tres aldabonazos moderados, casi débiles, y esperan los dos quemándose las espaldas al sol. La hoja de madera tarda en abrirse, y la criada que por fin asoma está a punto de volverla a cerrar con un «Dios os ampare, hermanos». Lope se adelanta y sujeta recio la madera con la mano, sin violencia pero casi con autoridad, y encaja el zapato en el hueco para impedir a la criada que acabe de encajar. Por fin, Luis se hace valer.

  • Vengo a ver al amo. Soy su hermano.

La criada, que es moza y guapa, está en dudas y tiene miedo debido a la traza pordiosera de los dos. De no ser por la mano y el zapato de Lope, les hubiera dado un portazo para recogerse en la cocina haciéndose cruces. Luis se da cuenta entonces: aunque viene a reclamar lo suyo y no a pedir limosna, lo parece. La criada sigue asustada.

  • El amo no está en casa.

Luis no sabe qué contestar, y otra vez ha de ser Lope quien salga al paso, para que no se vean los dos con la puerta en las narices.

  • ¿Y el ama está?
  • Sí.

Ahora, Luis saca un papel de su manga izquierda.

  • Dale esta carta y anúnciame. Esperamos aquí.

Para disgusto de Lope, Luis ha renunciado una vez más a portarse como quien es y no ha exigido que los dejen pasar. Y no dice lo que piensa: que han venido de la Corte a cobrar una herencia y están esperando en la calle, con la puerta cerrada igual que si les fueran a dar sopa de caridad. Piensa: mal rayo te parta, majadero, mal me va a ir contigo, ya lo veo yo.

Se vuelve a abrir la puerta y la criada moza y guapa aparece, azorada.

  • Pase Su Merced.

Luis pasa y Lope le va detrás. En el mismo zaguán se encuentran con una mujer de como cuarenta años gentil y serena, que conserva un muy buen parecer; sonríe a Luis y le devuelve la carta. Es su cuñada.

  • Bienvenido seas, hermano. De qué manera ha querido Dios que nos conozcamos.

El ama los conduce, con reposada hospitalidad de dueña de la casa, hasta la frescura del emparrado. Llegados allí los manda sentar y envía a la criada moza y guapa a la cocina para que les traiga un refrigerio; luego los deja solos. Cuando llegue su esposo los hará avisar, les asegura. En cuanto llega el vino y lo demás, Lope les alarga la mano, bebe y saborea; Luis también. El supuesto criado habla quedo y mirando al frente, casi secretero.

  • Buen queso, buen vino. Buena vida.
  • Sí.
  • ¿Por qué te marchaste? Aunque no sé para qué te lo pregunto. Que me maten si alguna vez llego a entender lo que me digas.

Buena vida, así es. Luis mira alrededor buscando lo que esperaba encontrar.  En el patio, debajo de los espesos pámpanos, se está como en los veranos aquellos, cuando se pasaba las horas muertas  contemplando al trasluz los verdes encendidos de las hojas, que eran otras y las mismas que está mirando ahora.

Cuando leyó en Madrid la carta dio por hecho que Gonzalo seguiría viviendo en el palacio, pero en el sobrescrito aparecía esta dirección: la de la antigua casa de la familia. Luis vivió aquí hasta los ocho años y recuerda ese tronco ennegrecido que parece un torrente; recuenda esa revuelta de la rama, ese nudo profundo, ese hueco; pero allí al fondo faltan los manzanos bajo los que su padre dormía la siesta, en aquella esquina falta el ciruelo y falta la sombra de las dos higueras.

Pasa ya de una hora el tiempo que llevan en el patio y todavía no aparece su hermano; Lope ha dado fin por tercera vez al refrigerio, que la criada guapa ha ido reponiendo, y se impacienta porque es hora de comer. Luis intenta imaginar cómo será su hermano ahora; él mismo es un viejo y Gonzalo le saca seis años; su hermano siempre fue hechura de su padre, del que ha debido de heredar el odio por las cuentas mal hechas: seguro que por eso le ha enviado razón de que venga a cobrar su parte de la herencia. Hace una semana que el hombre calvo y astuto le entregó la carta en San Antonio, al lado de la pila de agua bendita; el falso amo vuelve a sacarla y la relee, para repasarla, ayudándose de unas aparatosas lentes que se cuelga de la nariz. La carta es muy breve, como lo eran las de su padre.

«De Gonzalo Medrano a Luis Medrano, salud.

Hermano.

No tengo noticia de que te llegara alguna de las cartas que te he mandado antes de ésta, la cual será la última con que te doy noticia de que padre murió y de que has de venir acá para cobrar tu parte de la herencia.»

Es todo: no añade nada más. Hasta que no hable con Gonzalo, cuando llegue, no sabrá cuándo ni cómo murió su padre; ha debido de ser hace tiempo, porque su hermano no le habrá enviado una carta cada mes, sino más bien cada año, y además su cuñada no lleva luto. Luis vuelve a guardarla, se levanta y se pasea bajo la parra con las manos a la espalda, mirando las lajas del suelo y recordándolas. Su fingido criado tiene que recordarse que no debe parecer quien es, que no debe apoyar la mano en la rodilla y la mirada debe ser más de perro que de lobo.

Por fin se escuchan tres golpes del hierro de la aldaba, se oye cómo abren y se escuchan los pasos que se acercan, enfilando el corredor. A Luis le llega en susurro la voz de su cuñada dando explicaciones: que ya han llegado y están en el patio -dice. El caminar decidido de un hombre solo se aproxima y por fin Gonzalo se recorta en la puerta del huerto. En efecto, es la hechura de su padre: calvo, sólido y sin emociones. Nada de abrazos.

  • Estarás cansado, hermano. Comerás conmigo.

Los dos entran en la casa y Lope los sigue. Con un gesto apenas, el ama lo manda a la cocina, para que coma allí lo que le pongan. Luis y Gonzalo se sientan a una mesa negra y maciza, de castaño, en una estancia pequeña de paredes sin adornos; sorben la sopa callados. Se vigilan. La última vez que se vieron, en Amberes, Gonzalo tenía veinticuatro años y Luis escasamente dieciocho. Gonzalo no bebe vino. Su padre sí bebía un poco y Luis recuerda haberlo visto borracho una vez, aunque  no de vino sino de cerveza. El hermano mayor chasca la lengua antes de hablar.

  • Después de la siesta el notario te leerá el testamento delante de testigos, conforme a derecho. Luego te entregaré lo que es tuyo.
  • Bien.
  • ¿No quieres saber qué te dejó? Bueno está.
  • *

La lectura se hace en la sala de despachar de Gonzalo, estrecha y abarrotada de papeles. Para Luis queda una minúscula renta anual de cinco escudos; recibe los de este año junto con los ochenta de atrasos, que Gonzalo le entrega allí mismo, en reales de a ocho, pieza sobre pieza; fuera de esto, hereda también la casilla junto al río con su huerto y, por voluntad de su madre, el palacio. Además, su padre le deja “todos los libros que en mi librería se encontraren”; seguro que son los de la librería  de Gaspar Iglesias, que compró con el palacio. Una vez firmada el acta que levanta el notario, los dos hermanos quedan a solas en la sala de despachar. Gonzalo abre un cajón del bargueño negro y empuña unas llaves, que al rozarse hacen un ruido de hierro viejo.

  • Ésta es del palacio y ésta de la casilla. Vamos a la librería.
  • ¿Cuándo murió padre? Que en paz descanse.
  • Hará dieciséis años por la Virgen de Agosto.
  • ¿De qué murió?
  • Estuvo de Dios. Ven a la librería.

Al abrirse la puerta sale un olor blando, a cerrado y a oscuro. El mismo Gonzalo tira de las cortinas y abre las ventanas; el sol rompe la negrura filtrado por la atmósfera polvorienta. La luz dibuja el aire y las formas, marca los bordes y los ángulos, las superficies nobles de la madera, los centenares de lomos  de todo tamaño alineados en las estanterías. Recuerda que en el palacio había una habitación con largos estantes de roble donde se conservaban los libros, pero nunca se fijó en ellos porque el leer no le llamaba por entonces la atención. Pero en esta habitación hay bastantes tomos más: es mayor que la del palacio y está forrada de ellos casi del suelo al techo. Gonzalo padre -le explica su hermano- empezó a juntarlos cuando dejaron el palacio y se volvieron a esta casa, como dos años más tarde de volverse de Amberes dejándolos allí a los dos. En sus últimos tiempos, cuando empezó a enfermar y le dejó a cargo de todo, el viejo casi vivía encerrado aquí, despierto y leyendo en voz alta horas y horas, muchas veces hasta clarear el día.

El regresar a esta casa sucedió cuando Gonzalo el hijo volvió de Amberes, un año después que su padre: cierto día de aquel mismo invierno, durante la comida, Gonzalo padre se quedó un buen rato con la mirada fija en la pared de enfrente, sosteniendo en el aire la cuchara, y dijo: «nos marchamos de aquí». No dió ninguna explicación: a partir de ese momento empezó a disponer el abandono del palacio y la vuelta aquí; por otro empeño del padre, once años antes habían dejado esta casa sin rechistar para trasladarse al palacio. Cuando se vio de nuevo en esta casa mandó vaciar una estancia -la más grande-, se hizo traer los tomos con sus estantes y mandó llamar a un mercader de libros de la calle de los Francos, de Valladolid, que empezó a suministrarle.

Cuando salen de la biblioteca, los dos hermanos acuerdan que los volúmenes se quedarán aquí por el momento, hasta que Luis pueda trasladarlos al palacio. Aprovechando que se menciona el edificio, Gonzalo propone a Luis que se lo venda; le ofrece sin preámbulos una suma irrisoria.

– Vale mucho más, tú bien lo sabes.

– Donde está no vale siquiera lo que te ofrezco. En medio del campo ¿para qué lo va a querer nadie? Está vacío y medio venido abajo. Volver a ponerlo en condiciones te iba a costar un dinero que ni tienes ni vas a tener nunca, hermano. Tú bien lo sabes.

Gonzalo es astuto pero no lo bastante y no es inteligente: no ha heredado aquel despiadado talento de su padre.

– Lo tengo por voluntad de madre y, en el campo o no en el campo, padre lo compró.

A esta contestación Gonzalo se calla un momento antes de responder.

– Así me maten, nunca entenderé por qué lo compró.

– No merece la pena que sigamos hablando. Sacaré el dinero de otra parte.

– ¿Dé dónde, si no es mala pregunta?

Luis no le contesta. Le da la espalda y va a salir de la habitación cuando Gonzalo le llama.

– Vamos a entrar en razones, Luis.

– Tú dirás.

– Nadie te va a ofrecer más que yo.

– Sí que hay alguien. Bien lo sabes.

– A esa marrana no le va a interesar.

– Claro que le va a interesar: querrá que vuelva a la familia.

– A esa ya no le interesa ni su familia.

– Me has pedido que entremos en razones. Entremos.

Gonzalo El Mozo tarda en hacer una oferta aceptable porque, a diferencia de su padre, jamás dominó el arte de adivinar lo que piensa quien tiene enfrente.

– Este dinero es otra cosa, Gonzalo; por menos no lo iba a vender.

– De otra manera no serías hijo de nuestro padre, Luis.

Lo dice con una expresión de muy mal disimulado alivio, y también de triunfo.

– Pero tampoco voy a venderlo por este dinero, ni por todo el oro de las Indias.

En la calle, bajo el sol, Luis y Lope montan otra vez en sus caballerías y con ellas enfilan  hacia la puente; tras pasarla recorren la vereda en sombra que lleva a la casilla junto a la que comieron esta mañana su último mendrugo y su última corteza de queso; es la misma casilla que Luis ha heredado. Al llegar, Lope se la queda mirando.

  • Mal aparejada se la ve.
  • Mañana vuelves a Rioseco y buscas quien la ponga en condiciones, y trae también criada. Por esta noche, pasaremos. ¿Queda qué comer?
  • No.

Por alguna razón, tal vez porque es poseedor de cosas, Luis se siente en este momento un verdadero amo; no le había ocurrido nunca antes. Y por su parte, sin darse cuenta, Lope acepta también su condición de criado: es más fácil así, un criado que sabe manejar a su amo puede darse buena vida.

*

A la mañana siguiente, temprano, Lope y él van a ver el palacio. Dejan las mulas atadas a un carrasco, bajo un sol que es suave todavía. Lope parece que husmea, como los galgos; trae cara de venir de mala gana, pero en realidad esto le interesa casi más que a su señor. Luis se temía que iba a encontrarse el palacio en mal estado, pero no tanto: es la ruina que su hermano le ha descrito.

Se le ha llamado siempre palacio pero viene a ser una casa fuerte algo mayor de lo normal, dividida en dos alturas con ventanas estrechas; la primera altura es de sillar, la segunda de ladrillo. El edificio tiene forma de cubo irregular, extendido por paredes de tapial que abarcan el extenso huerto y las caballerizas. La fachada sufre daños importantes pero no está venida abajo, como lo está una buena parte de lo demás: las tapias y las cuadras, sobre todo, tienen grietas sucesivas que las rajan de arriba abajo, y en algunas partes están venidas al suelo o a punto de ello; las polvorientas zarzas se han ido extendiendo alrededor de la edificación, la asfixian y la aislan del campo que la rodea; del claro camino que llegaba hasta ella sólo queda una vereda agotada. Ahora que una nube tapa el sol por un momento, la estatura de la pesada construcción muerta se perfila mejor, diferenciándose de sus alrededores; pueden apreciarse los matices pálidos de los ladrillos y el blanco sucio de los cantones de caliza.

Antes de poder entrar en el palacio Lope ha de acercarse al pueblo a buscar al guarda, y al rato vuelve con él; Luis entrega al buen hombre la llave del portón y le manda abrir. El guarda prende la yesca y enciende con ella la brea de una estaca que hay a la puerta. Después de pasar por ella, los tres se encuentran con una oscuridad venenosa y sorda que huele a húmedo y a cerrado. Al tiempo que los ojos se le acostumbran, Luis va pudiendo apreciar las paredes polvorientas y negras, las baldosas ásperas, los rincones mohosos donde se sospechan formas de vida. Quedan algunos muebles, todos ellos echados a perder por la carcoma y el moho: son los que se dejaron atrás durante una mudanza precipitada y caótica; pasan junto a tres sillas, una mesa, un brasero, los últimos hilos de una alfombra, un cántaro roto, una olla y muchos otros enseres inutilizados por los años, ajenos al mundo para el que habían sido fabricados.

Los tres hombres avanzan a través de salas enfermas hasta desembocar en la claridad del lugar que busca Luis: el patio. No tiene parentesco alguno con el resto del edificio; es pequeño y está en el centro del palacio, invadido ahora casi hasta la asfixia por las zarzas; sin embargo, el guarda va abriendo un camino hasta donde Luis le manda: el pozo, que ocupa el centro del centro del patio; su brocal se eleva blanquecino entre el verde polvoriento de las pequeñas hojas, el verde reptil del laberinto de los tallos, el brillo negro de las moras y la malignidad vegetal de las espinas. Luis se llega al pozo por la estrecha senda que ha abierto el guarda, se agacha doblando las rodillas y acaricia la superficie blanco sucio del brocal, que es de mármol; luego, con los dedos, con las uñas, va retirando el polvo y el barro incrustado. Por fin, después de un rato en este trabajo, los cuerpos de las tres figuras vuelven a mostrarse a la luz tal y como las recordaba. Parecen amarse.  El sol está ya muy alto y sobre el patio chillan los vencejos.

El patio es pequeño y hermoso: dos órdenes de arcos se superponen formando, abajo, unos delicados soportales adornados con medallas y arriba, en el segundo piso, una elegante galería; una espléndida escalera comunicaba las dos estructuras.

Lope y el guarda se han puesto a la sombra, bajo las arcadas italianas, mientras esperan callados a que Luis termine su ceremonia. Cuando le parece que ya puede hablar de nuevo, el criado vocacional se acerca a su amo y da un parecer que nadie le ha pedido.

– Mucho trabajo hay aquí, amo. Y muchos dineros que gastar.

Luis aparta la vista de las Gracias y se vuelve para mirar a Lope, que ha dicho eso sin mirarle ni tenerle en cuenta, paseándose al sol al otro lado del laberinto de las zarzas; al final detiene su paseo y se vuelve para Luis.

– Habrá que buscar los dineros, amo.

– Eso es cosa mía, ya los encontraré.

– ¿Dónde, amo?

Luis no le responde. Le da la espalda y manda al guarda que los lleve al segundo piso. Remontan   la noble escalera de piedra ya gastada y recorren la galería de arcos, cruzando frente a las puertas de estancias oscuras y huecas, sucias. Mientras caminan, Luis siente a su espalda el rencor de su criado.