I
Me dejaste en la mano un perfume
de sombras cuando crucé la calle
por raíles de nieve y te llevé a la acera
para que te perdieras en medio de la luz,
que te cegaba a ti y a mí me acorralaba
tras los vanos abiertos de tu nombre.
¿Adónde ibas?
¿A qué lugar
del tiempo de los ciegos?
¿Quién te esperaba?
¡Cuántos días te habrás entretenido
examinando la piel de las aceras,
los pliegues de las calles apagadas,
las delgadas trampillas del camino,
las agujas de relojes abiertos
a la oscura presencia de las cosas
empolvadas de escarcha,
fría como los pétalos de la luz!
¡Cuánto tiempo hasta reconocerte
en la ceguera y adivinar el roce
de las voces, el tacto del silencio,
el murmullo de pasos sobre el agua,
el crepitar encendido de la arena!
¡Cuánto tiempo para perderte
en los huecos vacíos de un candil!
¿Por qué no te seguí para decirte
que en el iris desmayado de tus ojos
encontré agazapada la mudanza
de un tiempo que aún no sabía
que se estaba pasando?
En la frágil pupila de tus manos
se adivinaba el resplandor del día.
III
La piel de las aceras se estremece
cuando la tocas con el bastón de espuma
repasando en su plana geografía
las huidizas estrías de la luz.
La piel de las aceras
(todas iguales
y todas tan distintas),
el damero donde apuestan
su suerte los mendigos,
prenden sus besos los voraces amantes
y anuncian su final los suicidas.
La piel de las aceras apagada en invierno,
cuando los días parecen esqueletos
desnudos sobre el agua,
esqueletos de un tiempo de ceniza
tallada en las aristas de las horas,
ceñidas por arcadas de plegarias
y vigilias de siglos
que van dejando sus ecos suspendidos
en medio del silencio
que se pierde en el viento,
sobre la costra de los adoquines,
donde las piedras se lamen las heridas.
La piel de las aceras,
el bastidor de roca
que soporta las sombras
de calles desecadas,
tortuosas,
cerradas a la luz,
inquietas de memorias cocinadas
en la quietud de las vasijas
a la caída de la tarde.
La vida en la piel de las aceras,
un frenesí cercado por la noche
que deshace la gracia de tu mano.
VII
El peso de la luz
no es siempre el mismo.
Cuando toques los días del invierno
y te quemes las manos con la lluvia
que empapa de nostalgia
la raída memoria de los besos,
cuando roces los labios
de tu último amante
y te quede en la boca
el intenso sabor de la distancia,
cuando cruces la calle
y te tropieces con los restos
de algún día de abril
perdido por la prisa en las sentinas,
o cuando te abandones a la suerte
de saberte espiada
en mitad de un camino
empedrado con el azogue
que alumbra los espejos,
cargarás con una luz cada día distinta:
ligera algunas veces,
como los sueños de las libélulas
que vuelan alrededor de tu cabeza;
pesada otras,
como el agua de lluvia
que cae sobre el paraguas
que te abriga de las gotas
pintadas con los colores
imaginados del arcoíris.
El peso de la luz
nunca es el mismo:
lo sabrás cuando el agua
se quede detenida en el frío
y camines descalza sobre el hielo
que hace duros los días;
lo sabrás cuando pises sin quererlo
las cenizas de un día hecho de otoño
y sientas cómo se rompe el aire
y atraviesa las sombras de las hojas
caídas de los árboles,
ateridas sobre las aceras
heladas al amanecer.
De La presencia inasible de la luz (2011)