Arte y revolución
Los escritores frente a Trotsky
(este artículo procede de Estrategia Internacional N° 11/12
Abril/Mayo – 1999
http://www.ft.org.ar/estrategia/ei1112/arte.htm)
por Enrique Espinoza (1)
Presentamos aquí la traducción de un artículo del escritor Samuel Glusberg, conocido como Enrique Espinoza.
Fue publicado en Cahiers León Trotsky Nº 11 de septiembre de 1982 por el Instituo León Trotsky. Este gran escritor, que editó la revista Babel durante su larga estadía en Chile, también fue colaborador de la revista Clave-Teoría Marxista, publicada en México bajo la dirección política de Trotsky. La traducción fue realizada por Rossana Cortez.
Después de la muerte de Lenin a comienzos de 1924, el nuevo régimen, creado con tanto sacrificio por los trabajadores de la vieja Rusia, fue algo así como la cámara oscura de un gran duelo internacional con grandes proyecciones en la historia contemporánea.
Por un lado, los ladinos burócratas del Kremlin, que tienen como ícono al «genial» Stalin, aparentan adorar el cuerpo inerte del jefe, expuesto en la Plaza Roja. Por el otro, un núcleo de jóvenes revolucionarios consecuentes, dirigidos por León Trotsky, se oponen en nombre del proletariado a la dictadura personal del astuto secretario general del Partido Bolchevique.
Este duelo formidable, en el sentido militante y polémico del término, llevó poco a poco al suicidio, a la humillación, al exilio y a la muerte a quienes habían sido cercanos colaboradores de Lenin, comenzando por su propia mujer, Nadezda Krupskaia, continuando con Joffe, Rakovsky, Bujarin, Zinoviev y Kamenev, por nombrar sólo a los más conocidos, y culminando con el asesinato de Trotsky en México.
Mucho más de lo que, sin duda, preveía el primer dirigente de la Revolución de Octubre, cuando fustigaba en la revista «Bajo la bandera del marxismo» los estragos que causaba nuestra «verdadera burocracia rusa» («soviética, por supuesto», como agregó en un inolvidable paréntesis).
¿Cuál fue la posición entonces de los escritores demo-liberales, amigos de la URSS y compañeros de ruta, como le gustaban llamarse, durante este interminable proceso de corrupción que culminó con la ejecución del mariscal Tujachevsky y de los otros jefes del Ejército Rojo antes de la decapitación del cerebro que lo había creado y que siempre había sido considerado tanto un valiente revolucionario como un espléndido pensador de alcance universal? En el mundo entero, la «intelligentsia» primero estuvo junto a Trotsky para ubicarse finalmente detrás de la burocracia soviética que disponía de tantos elementos de seducción y de propaganda. Porque, como decía Lenin, «la burocracia posee la propiedad privada del Estado».
Pero, igual que los ciempiés, los burócratas tentaculados se mueven con excesiva lentitud. Así, paradójicamente, cuando Trotsky fue nuevamente deportado a Siberia, les fue imposible detener la desbordante ola de simpatía por el héroe de Octubre en todo el viejo imperio de los zares. Y cuando al año siguiente, ya en el exilio de Prinkipo, en la víspera de sus cincuenta años, Trotsky puso punto final a la dramática historia de su vida en un volumen de más de 500 páginas, la admiración por el talentoso autor perseguido no conoció límites de idioma ni de país.
La aceptación unánime de «Mi vida» como un relato político de actualidad en el momento en que estaban de moda las biografías noveladas de personajes de otras épocas constituye, con seguridad, una hazaña en el terreno de las letras modernas. Pronto se descubrirá por la resonancia de su monumental «Historia de la Revolución Rusa», que Trotsky, sin tren blindado ni comisariato alguno, es aún más grande, armado con su extraordinaria pluma de escritor.
Emil Ludwig, que más tarde debía, como capitán de la industria, sacar provecho de sus visitas a Mussolini, Stalin y Roosevelt, trató entonces de tener una entrevista con Trotsky en la isla de Prinkipo. Por otro lado, Carl von Ossietzky, el mártir pacifista, publicaba en su célebre periódico berlinés, «Weltbuhne» las predicciones del invencible exiliado sobre el furor nazi en Alemania y los medios para detenerlo, reunidos en su famoso folleto «¿Y ahora?».
En París, André Malraux2, luego de haber experimentado personalmente la nefasta política del Kremlin en China, abre a Trotsky las puertas de la «Nouvelle Revue Française». También, en EEUU, las grandes revistas como «Forum» y ‘’Atlantic» disputan a los pequeños semanarios como «The Nation» y «The New Republic» la colaboración profética de Trotsky. Sin embargo su señal de alarma no fue escuchada por la mayoría de los obreros de Europa y América, poco a poco domesticados por sus dirigentes de acuerdo a los virajes incesantes de Moscú. Pero, incluso luego de la catástrofe alemana sin combate y el regreso de Trotsky de Copenhague a Francia (había dado en Copenhague una conferencia verdaderamente magistral sobre la revolución de Octubre a los estudiantes socialistas), los escritores no cedieron del todo a la campaña cada vez más venenosa de los burócratas rusos. Incluso el papa de las «juventudes», Romain Rolland3, escribe, un año antes de su viaje triunfal a la URSS, en el momento en que el gobierno francés expulsaba a Trotsky de Barbizon:
«Este será el oprobio eterno de la democracia francesa por haber rechazado el asilo solicitado por Trotsky. Es la vergüenza de Europa que Turquía le dé una lección de honor y dignidad»
Romain Rolland, al igual que un gran número de sus compañeros más próximos, no tardaría en cambiar este mensaje por otro, conforme a Moscú.
Es evidente que Trotsky, fiel a su pariente lejano de La Etica, de la cual gustaba repetir el más sensato de sus aforismos4, no execra ni deplora la baja condición humana de los intelectuales y políticos aburguesados, o surgidos de la burguesía que van y vienen.
Al pasar por el puerto de Anvers, el gran irónico tuvo ya la ocasión de escribir al Premier Vandervelde una hermosa carta en respuesta a la que este último le había enviado, hacía ya una década, en tiempos de la heroica justicia soviética, cuando Vandervelde se dirigió a Rusia para defender a sus correligionarios social demócratas en el proceso por el atentado contra Lenin.
Más tarde, dos años de asilo «socialista» en Noruega, donde Trotsky terminó «La revolución traicionada» y el primer volumen de la magnífica biografía del joven Vladimir Illitch Ulianov, confirman su idea sobre el rol jugado por los socialdemócratas aún cuando se encuentran en mayoría al interior de un gobierno burgués. Porque finalmente, la burocracia soviética llega a entenderse con la de Noruega para expulsar a Trotsky en defensa de la libertad de comercio…
Por fuera de algún que otro poeta, ningún titular del premio Nobel hizo escuchar esta vez su voz de protesta. Pero antes de embarcarse definitivamente hacia México, gracias a la generosidad del presidente Cárdenas, quien jamás se había puesto la etiqueta ni de socialista ni de socializante, Trotsky tuvo un curioso diálogo literario con un ministro noruego que vale la pena transcribir según sus propios recuerdos y su versión:
«Los noruegos están orgullosos de Ibsen, su poeta nacional, con mucha razón. Ibsen fue, hace treinta y cinco años, mi gran admiración. Le consagré uno de mis primeros artículos. En el país del poeta, en una prisión democrática, releí sus dramas. Muchas cosas me parecieron ingenuas y envejecidas. ¿Pero cuántos poetas de antes de la guerra pasaron victoriosamente la prueba del tiempo? Toda la historia anterior a 1914 nos parece hoy un poco simple y provinciana. Sin embargo Ibsen me pareció lleno de frescura nórdica y atrayente. Releo con placer «El enemigo del pueblo». El odio de Ibsen contra la santurronería protestante, la estúpida mediocridad, la hipocresía asentada, se me hizo más comprensible desde que conocí el primer gobierno socialista de la patria del poeta. El ministro de Justicia, cuando me hizo una visita inesperada en Sundby, me replicó:
«Ibsen puede interpretarse de muchas maneras!»
«¡Aunque se interprete de cualquier manera, esto siempre será contra usted! ¡Acuérdese del burgomaestre del Enemigo del Pueblo!».
«¿Usted piensa que soy yo?»
«Tomando en cuenta la mejor hipótesis, señor Ministro, su gobierno tiene todos los defectos de los gobiernos burgueses y ninguna de sus cualidades».
«Hemos cometido una tontería al otorgarle una visa», me dijo sin cumplidos el ministro de Justicia hacia mediados de diciembre.
«¿Y usted se prepara para reparar esta tontería cometiendo un crimen? Seamos sinceros. Usted actúa, según mi criterio, como Noske y Scheidemann actuaron con respecto a Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Usted le abre el camino al fascismo. Si los obreros de Francia y España no lo salvan a usted, usted y sus colegas serán emigrados dentro de unos años, al igual que sus predecesores social demócratas».
Lamentablemente, esta última profecía se cumplió al pie de la letra, porque los socialistas noruegos, como sus correligionarios franceses, españoles y checoslovacos, no habían asimilado la lección alemana de 1933 antes de haberla sufrido en carne propia. Estaban hechos más para seguir la política de zigzag de Stalin que el pensamiento correcto de Trotsky.
Durante este tiempo, como ciertos letrados con facilidad de palabra, estos cobardes social demócratas soñaban vencer el fascismo internacional con discursos nacionalistas. Y para ello, no vacilaban en unirse a los perseguidores del Kremlin, callando sus crímenes en homenaje a la unidad y llegando hasta a hacer causa común con la burocracia rusa, no contra sus verdaderos enemigos capitalistas, sino contra el único adversario indómito que Moscú acusaba entonces de ser un agente de Hitler (…)
La hostilidad contra Trotsky aumentaba con cada derrota de la burocracia rusa, que, con seducción y promesas, había ganado a los novelistas más conocidos para ser los portavoces de sus consignas. Apenas se puede mencionar entre las excepciones anteriores al pacto nazi-soviético, el caso extraordinario de Silone5, quien hizo pública una «Carta a Moscú» en la que renunciaba a la traducción y a la edición de sus libros en la URSS al precio de una obediencia servil. Pero los más conocidos siguieron el ejemplo de Barbusse6, ocultando la verdad o deformándola para someterse a la consigna de la mano tendida hacia el Papa… y el puño hacia Trotsky.
No me ha sido posible observar un ánimo semejante al del entorno de ciertos dirigentes obreros, particularmente aquel de México7, quien a su regreso de la URSS, con la bendición de sus colegas de París y Nueva York, dirigió la campaña insidiosa contra Trotsky en el mismo país que le diera asilo. Este «Licenciado y Doctor Universitario» (así, en mayúsculas, como se hacía llamar en el órgano mensual de la CTM, además de «Maestro de la nueva generación» y «Eminente filósofo», etc., etc.) enviaba al mismo tiempo una «Carta abierta a Jesucristo». Y, para que no falte nada, hacía publicar en una página entera su efigie auténtica de pensador cinematográfico.
Trotsky tenía muchos motivos para despreciar a este tipo de intelectual y dirigente obrero encargado de preservar «el lazo espontáneo y casi biológico con el gobierno mexicano», según la opinión misma del ambicioso ventrílocuo. Lo hizo, efectivamente, en un panfleto formidable. A pesar de todo esto, cuando tuve el privilegio de visitar a Trotsky, en la casa de Frida Kahlo, en Coyoacán, lejos de hablarme mal de él, elogió calurosamente a John Dewey, quien, a la cabeza de la Comisión de Investigación de los procesos de Moscú, con sede en Nueva York, había declarado a Trotsky inocente de todos los crímenes que le atribuían sus detractores, a ambos lados del Atlántico. Recuerdo particularmente la satisfacción con la que me relató el trabajo minucioso que había hecho el gran pensador americano para verificar una a una todas las citas de Lenin contenidas en su «Historia de la Revolución Rusa». Trotsky no había indicado el origen preciso de esas citas, por razones de espacio, de estética y de buena fe. Según su opinión, el viejo Dewey, a pesar de sus ochenta años, fue el más activo y eficaz de los miembros de la Comisión que lo interrogaron en México. Trotsky estaba muy agradecido a ese «liberal raro y honesto» pero sin sentirse, no obstante, su adversario ideológico. Fue para destacar mejor la actitud excepcional del filósofo que me hizo saber las vacilaciones y los ardides de los otros escritores del Norte con respecto a él. Informado por Rivera que uno de ellos era amigo mío8, Trotsky tuvo la delicadeza de explicarme sin acritud el transcurso de los dos encuentros que le había concedido para concluir en un francés tan preciso como categórico:
«C´est un Zola raté, votre ami. C´est un Zola raté». (Es un Zola fracasado, vuestro amigo. Es un Zola fracasado) (NdeT.)
En casi todas nuestras conversaciones, Trotsky hablaba del rol que le incumbía a los escritores en la lucha por un mundo mejor. Estaba convencido que la nueva guerra mundial, inevitable desde su punto de vista, acabaría con la bohemia humeante de los cafés. Por mi parte, no creía necesario observar que los novelistas rusos más conscientes del siglo pasado, Turgueniev, Dostoievsky, Tolstoi no habían salido precisamente de allí. Sobre el último de estos grandes espíritus, guardo fresca en mi memoria la idea del mismo Trotsky, en su incomparable «Vida de Lenin», mostrando las funciones opuestas cumplidas por las ideas tolstonianas en las diferentes capas de la sociedad (una idea tan original como esta fue desarrollada por Stefan Zweig en una breve introducción al pensamiento de Tolstoi, en donde reconocía cómo el ilustre conde anti revolucionario abrió el camino a Lenin y Trotsky). Pero, a propósito de Turgueniev, me permití mostrar a Natalia Sedova un artículo mío que habían publicado en La Nación de Buenos Aires, no por un gesto de amabilidad hacia ella, que había tenido en su juventud la misma admiración que Lenin, sino por que mostraba una intuición genial del inmenso novelista ruso en una carta en francés a Madame Viardot. Trotsky, luego de haber leído el texto de mi cita, no disimuló su asombro ante estas frases del autor de «Aguas Primaverales»:
«Mientras que los tiempos de crisis y de transición en que vivimos, todas las obras artísticas o literarias a lo sumo solo representan las opiniones, los sentimientos individuales, las reflexiones confusas y contradictorias, el eclecticismo de sus autores; la vida se ha esparcido, ya no hay un gran movimiento general, exceptuando quizá al de la industria que, considerada desde el punto de vista de la sumisión progresiva de los elementos de la naturaleza al genio del hombre, podrá convertirse quizá en la liberadora, en la regeneradora del género humano. También, en mi opinión, los máximos poetas contemporáneos son los americanos que van a abrir el canal de Panamá y hablan de establecer un telégrafo eléctrico a través del océano. Una vez consumada la revolución social – viva la nueva literatura…»
Por extraño o extraordinario que esto pueda parecer en relación con los lugares comunes difundidos por la prensa universal, que sigue viendo a Trotsky como el héroe de la Revolución de Octubre únicamente, yo puedo asegurar con toda certeza, y no para hacerme el original como ciertos periodistas, que el viejo exiliado tan joven de espíritu, vivía más en el presente y en el futuro de la revolución que en su pasado glorioso, sobre todo después de terminar su gran obra histórica.
Con respecto a las representativas opiniones de los escritores modernos europeos y americanos acerca de las causas de la degeneración de los rusos en contacto con la justicia termidoriana, Trotsky sabía todo lo que valía la pena no ser ignorado. Así recuerdo que tuvo la gentileza de ofrecerme el último volumen de la serie novelesca publicada entonces por Jules Romains9. Apreciaba el don de narrador del famoso escritor francés, pero un detalle absurdo en el retrato de Lenin en París lo había conducido a desconfiar de su perspicacia psicológica. Pensaba escribir un artículo al respecto, pero creo que no llegó a realizar su intención, a menos que se limitase a algunas líneas en la última parte de la biografía del dirigente ruso. Al formular oportunamente esta crítica, Trotsky había advertido a mucha gente sobre el dualismo que disimulaba Jules Romains y que el público terminó de descubrir luego de «Los Siete Misterios». (Sin embargo dijo algo en su destacado artículo sobre Jean Malaquais, escrito antes de que este autor reciba el premio Goncourt por su novela «Les Javanais».)
Lo escuché hacer a Trotsky de viva voz el retrato más lúcido y más lapidario del intelectual que persigue el heroísmo, una presa en la gran cacería del mundo moderno, a propósito del anteúltimo giro de Malraux. Parece que su confianza se dirigía hacia los jóvenes escritores norteamericanos. Los más responsables entre ellos habían ya roto todo lazo con la burocracia rusa, renunciando a sus favores. Los otros, y también los lacayos menos escrupulosos, terminarían por saltar del furgón stalinista en el próximo giro.
Trotsky logró asistir desde lo alto de su gran torre a la vergonzosa desbandada de los intelectuales antifascistas luego de la firma del pacto de amistad de Stalin y Hitler que, no sin anticipación, ya había anunciado. La grave desviación teórica y la indisimulable desesperación se tradujeron entre los más fanáticos en una especie de rencor secreto contra el solitario de Coyoacán. Sobre todo en México en donde aparecía en castellano una pequeña revista de un gran alcance histórico significativamente llamada «Clave», que desenmascaraba a los autóctonos actores de la trágica farsa internacional. Fue así como sobrevino el primer intento de asesinato con ametralladora dirigido por un pintor excesivo y fanfarrón, en el que uno de los guardias de Trotsky murió víctima de su deber. Felizmente, los sicarios de Stalin fracasaron esa vez en su gran empresa. Pero el «padre genial» de los «ingenieros de almas», siguiendo la táctica del Caballo de Troya pregonada por su portavoz búlgaro, tenía ya a su disposición otro vengador en Coyoacán, contrabandista de su profesión. Y, tres meses después del primer atentado, Trotsky cayó en su propio escritorio por el golpe criminal de una piqueta. El corresponsal de Cristo en México se apresuró a lavarse las manos como Pilatos. Los diarios de Moscú y los que estaban a sus órdenes, en Rusia y fuera de ella, dieron la información en seis líneas injuriosas. Pero el presidente Cárdenas tuvo el mérito de hacer justicia sobre los instigadores más próximos del crimen. El pintor de ayer que se había escondido, fue arrestado y sus cómplices materiales y morales que estaban siempre al servicio de algo o de alguien se volvieron contra Cárdenas con el mismo impudor con el que antes habían adulado a Roosevelt (esos periodistas prestos para cualquier tarea que ganaron su pan los últimos años insultando a Trotsky, ahora confiaban en el antiimperialismo que aún ayer acomodaban dándole a Roosevelt la barba de Whitman10).
Yo recordaba por otro lado las palabras de Marx a Engels lamentando la muerte del joven poeta Georg Weerth11 en La Habana en 1863: «Conocemos el rol que juega la necedad en las revoluciones y cómo ella es explotada por los sinvergüenzas». La de los rusos, que es el eslabón más frágil de todos, aunque no el menos importante en la cadena internacional, no escapó a la adulación cortesana de los mediocres.
En cuanto a los duques de la literatura que están también en el exilio, muchos han preferido ubicarse más allá del bien y del mal. Con el pretexto de que Trotsky, en el lugar de Stalin hubiera caído en los mismos excesos, reducen su método crítico a una simple cuestión personal, ajena a su elevado punto de vista. «Si la nariz de Cleopatra…» arguyen los más profundos de ellos con su superficial erudición. Y uno de ellos, Feuchtwanger, el autor del equívoco «El Judío Suss»12 escribió literalmente: «Si Alcibíades se valió de los persas, ¿por qué Trotsky no se valdría de los fascistas?».
Para no salir del terreno de la literatura, el hecho concreto que, desde la muerte brutal de Gorky, el mundo ya no escuchó más otra voz rusa en literatura, no parece significar nada para esos sustitutos voluntarios. Al contrario, llegan así a justificar el odio mortal de Stalin por Trotsky. La lucha titánica del último sobreviviente de una generación revolucionaria que había conmocionado al mundo al pelearse solo contra una burguesía capaz de aliarse a los tiranos más sanguinarios para salvar sus dividendos, no tenía valor suficiente a los ojos de semejantes filisteos.
Así se pudo preparar el crimen entre la indiferencia de unos y la cobardía de otros, sin más obstáculos que algunas protestas provocadas por el tumulto de la bajeza organizada en centro demagógico de propaganda.
El cambio de frente operado en política internacional con la firma del pacto nazi-soviético precipitó claramente la crisis definitiva del mundo burgués y de sus beneficiarios de todo género; esta no ha sido la causa. Es el fango el que arrastra el fango.
Cuando Alemania invadió Polonia y el Ejército Rojo, por su lado, entró para ocupar la parte oriental del país vencido, Trotsky escribió uno de sus mejores ensayos polémicos con el título de «La URSS en guerra», el que, con su frío análisis, desconcertó no sólo a sus adversarios sino también a algunos de sus seguidores. En este artículo, Trotsky se comprometía a tratar aparte la cuestión de la interrelación existente entre la clase obrera y su dirección. No llegó a escribirlo; pero, siguiendo su costumbre, dijo al pasar lo fundamental en ese mismo artículo. Dos años antes, ya había expresado en su carta a «Partisan Review»: «La verdadera crisis de la civilización es, ante todo, la crisis de su dirección revolucionaria». Y en algunas notas póstumas sobre la tragedia española13 esbozó una vez más este tema en forma práctica. Sin duda, Trotsky tenía mucho más para agregar, al margen de la derrota francesa, porque nadie mejor que él asumía la responsabilidad de ser el intérprete de la clase obrera, frente al abismo al que la había conducido la política de Stalin y de los «grandes demócratas». Por esta razón, desde la llegada de Hitler al poder – y él fue el primero en explicar con profundidad el «nacional socialismo» – el maestro se superaba en cada estudio que salía de su pluma, afinando como un artista la pintura exacta de la realidad internacional. Con gran razón el historiador alemán Arthur Rosenberg14 señala en Trotsky al «máximo escritor político de nuestro tiempo». Efectivamente, lo ha sido, desde 1905, el año en el que expuso su audaz teoría de la «revolución permanente», confirmada de hecho en los primeros puestos de combate en 1917 y aceptada oficialmente en la URSS hasta la muerte de Lenin. El hecho de que Trotsky la haya defendido, día tras día, siempre con peligro de muerte, a pesar de que algunos de sus viejos camaradas se cubrieran de ignominia capitulando a la burocracia soviética, y que otros, venidos más tarde, desertaran hacia un más allá metafísico, no hace más que confirmar la unidad perfecta de su acción y de su pensamiento.
En verdad, Trotsky jamás perdió el poder, porque aún lo seguían -aunque con cierto retroceso- dentro de Rusia. Durante los últimos años, la política de Stalin giró alrededor del «trotskismo», tantas veces liquidado y siempre vivo.
Los escritores que han admirado, en secreto o abiertamente, el genio literario de Trotsky no han sabido -salvo raras excepciones-ver en el gran exilado más que un símbolo algunas veces contrario a su muy inútil tarea de mediadores oscilantes como péndulos, pegados a la oreja de un ministro amigo. Un ejemplo típico nos lo ha ofrecido el temeroso embajador de la burguesía francesa en Berlín, cuando le dijo a Hitler, en las vísperas de la segunda guerra mundial: «Pero Stalin juega un juego doble. El verdadero vencedor será Trotsky». A lo que Hitler no pudo menos que responder, como si lo tuviera adquirido: «Lo sé». Diálogo inaudito, registrado literalmente en el Libro Amarillo del gobierno Daladier, que Romain Rolland acaba de llamar «mi Premier», y que Trotsky comentó con una sola frase, con su acostumbrada precisión: «A estos señores les gusta dar el nombre de una persona al espectro de la revolución».
Nadie, efectivamente, ha estudiado la revolución en los países «democráticos» en estos últimos años, en donde no se hablaba de ella sino de Trotsky, quien la encarnaba a través de su vida y de su obra, como ningún otro hombre de su tiempo.
No son estas páginas el lugar en donde analizar el arsenal de las ideas desarrolladas por Trotsky en más de veinte volúmenes, sin contar sus innumerables folletos, en el mismo momento en que era perseguido por el mismo enemigo implacable que se había infiltrado entre los suyos y sus colaboradores más próximos. Para el estilo, traté de hacer un artículo en Repertorio Americano para el 60 aniversario del nacimiento del maestro. Va a aparecer próximamente, totalmente reformado, en mi libro De Heine a Trotsky. Por el momento, la síntesis definitiva no es posible.
El poeta Marcel Martinet concluyó sus recuerdos de Trotsky en París15 evocando un breve relato titulado «La familia Declerc», que el joven revolucionario había escrito a comienzos de la primera guerra, en Sevres, para mostrar hasta qué punto Trotsky era «capaz de sentir y de expresar el dolor de los hombres y de las mujeres agobiados por la guerra imperialista». Siguiendo su ejemplo, voy a terminar estas notas con una simple alusión al breve artículo escrito por Trotsky para ese pobre chico judío de Polonia llamado Grynszpan, quien, desesperado, mató en París a un funcionario nazi16. Como todos los grandes ensayos, desde «La lucha de clases en Francia»17 hasta «El pensamiento vivo de Marx», pasando por «Su moral y la nuestra», esta rápida nota marginal revela el auténtico sentimiento de Trotsky frente a la vida.
El día en que una nueva juventud soviética -libre de la tiranía stalinista que le fuera impuesta a sus padres al precio de purgas interminables y depuraciones de «trotskistas»- descubra en su propio idioma la herencia espiritual que Trotsky les dejó en el exilio para impulsar hacia adelante la Revolución de Octubre, su nombre ocupará el mismo lugar en Rusia que ocupa Lenin en la historia del mundo, a pesar de todos los autores de éxito que ayudaron a la GPU en su campaña infame de falsificaciones y asesinatos.
NOTAS:
1. Samuel Glusberg, conocido como Enrique Espinoza (1898-1987), nacido en Kirschiner, Rusia, radicado en Argentina en 1905, vivió la mayor parte de su vida en Chile, en donde particularmente editó la revista Babel. Visitó a Trotsky del cual soñaba escribir su biografía. Su círculo, en el que se destacaba el anarquista Laín Diez, fue un centro de vida intelectual en América Latina. El presente artículo, llamado «Los escritores frente a Trotsky, Notas para un ensayo» apareció en un número especial de Babel, años 20, vol. 2, enero – abril de 1941, en homenaje a Trotsky en el que colaboraron igualmente Luis Franco, Carlos Montenegro, James T. Farrell, Dwight Macdonald y Edmund Wilson.
2. El escritor francés André Malraux, viajó en 1923 hacia Indochina. Fue testigo presencial de la política de colaboración de clases llevada adelante por la Comintern y reflejó su visión crítica de los hechos en su obra «La condición humana».
3. Romain Rolland (1866-1944), novelista, dramaturgo y musicólgo francés. Fue Premio Nobel en 1915. Con su libro «Au dessus de la mêlée», durante la Primera Guerra Mundial atrajo a la intelectualidad pacifista. Después de la guerra se tranformó en la figura más representativa de la intelectualidad democrática de izquierda.
4. Alusión a Spinoza y a su aforismo: «Ni reír, ni llorar, comprender»
5. Silone, Inazio. Novelista italiano. En su juventud fue miembro del Partido Socialista. Más tarde viajó a la URSS, inclinándose al comunismo, con el que rompió en 1930.
6. Barbusse, Henri. Novelista francés nacido en 1873, murió en Moscú en 1935. Fue el inspirador del grupo Clarté.
7. Alusión al secretario general de la Central de Trabajadores Mexicanos, Vicente Lombardo Toledano.
8. Se trata de Waldo Frank (1889-1967), antiguo compañero de ruta, que rechazó unirse a la Comisión porque estimaba que su composición no daba garantías de objetividad.
9. Seudónimo de Louis Farigoule, novelista, poeta, dramaturgo y ensayista francés. Cofundador de la «escuela unanimista», basada en las tesis de que cada hombre debe ser interpretado no en su mera individualidad sino en función de un grupo social.
10. Se trata del poeta libertario Walt Whitman (1819-1895), inmortalizado con su larga barba blanca.
11. Georg Weerth (1822-1856), escritor y periodista, ligado a Heine, Freiligrath, Lasalle, en los años 30, había colaborado en 1848 con la Neue Rheinische Zeitung, en donde se había ligado a Marx y Engels. Después de la derrota de la revolución en Europa, se había lanzado a los negocios sin renunciar a sus ideas políticas y murió en La Habana por la fiebre amarilla.
12. Lion Feuchtwanger (1884-1958) había «atestiguado» sobre la validez, a sus ojos, de las «declaraciones» de los acusados de Moscú.
13. «Clase, Partido y Dirección», notas inconclusas publicadas después de su muerte, cf. La Revolución Española, p. 555-570.
14. Arthur Rosenberg (1889-1943), profesor de historia antigua, viejo dirigente del KPD y de una de sus tendencias «de izquierda».
15. Marcel Martinet (1887-1944), escritor revolucionario amigo de Trotsky desde la guerra. Luego de conocerlo en París, escribió sus recuerdos sobre Trotsky durante la guerra en «Los Humildes» Nº 5/6 de mayo – junio de 1934.
16. El joven judío polaco Herschl Grynszpan (1922-194?), sublevado por la violencia antisemita en la Alemania hitleriana, mató a tiros al canciller von Rath, de la embajada alemana en París, el 7 de noviembre de 1938. El artículo en cuestión había aparecido en castellano en Clave Nº 6 del 1 de marzo de 1939.
17. Enrique Espinoza alude sin duda a ¿Adónde va Francia? Recogido de artículos del período 1934-1936 editado en 1936.