Yolanda Izard
Este libro de relatos breves, Aquí yacen dragones, está poseído por el delirio de su autor, y ello en el mejor sentido del término: el del poder de la creación de nuevos mundos no hollados, el de la autonomía de nuestra imaginación con respecto a lo común, la medianía y los tópicos, el de la capacidad de la ficción para hacer soportable lo insoportable y de mostrar esas parcelas de la realidad que no se someten al conocimiento. Porque Fernando León de Aranoa –guionista y director de cine ganador de trece premios Goya, narrador encomiable- sabe que es preciso uncir la realidad a nuestra más quimérica fantasía para que no nos atrape el vacío. Nada hay, por consiguiente, en este libro que suene a convencional, aburrido o banal. A la vuelta de la esquina nos esperan las palabras moribundas para que las rescatemos, los relojes que se empeñan en ser olvidados, las cosas que se quieren perder, los asesinos precavidos que matan por la espalda, los hombres que tienen dos corazones, uno para el amor y otro para el odio, las variaciones en nuestro aspecto físico según la situación en que nos encontremos, las distintas cualidades del silencio, los turistas que carecen de dignidad como pueblo, entre otros muchos temas. Hay cuentos tristes, o llenos de ternura o de humor. Los hay serios, divertidos, absurdos o reflexivos. Algunos guardan sorpresas finales, los más sorprenden desde el inicio. Pero todos ellos son alimentados por la misma carga de ingenio: la facilidad para extraer de nuestro entorno correspondencias sutiles con seres o actos inesperados entre jugosas personificaciones, desviaciones o uniones de extrañas realidades. Y la delicadeza. No hay exabruptos, ni sátira sardónica, ni se va a degüello, ni pierde los papeles. Su lenguaje es de una sutileza y una serenidad encomiables, y sus asuntos. El impacto, la fulguración sobre la lectura proceden, pues, de cómo la contención se desliza sobre una historia que lleva a rastras todas las potencialidades de una realidad oculta. León de Aranoa, como su breve relato, “Los que caminan despacio”, hace la digestión lenta del camino con los pies, del paisaje con los ojos. “Como los viejos, que no es que no sepan adónde van: es que no quieren llegar”. Es decir, asume que no hay más límite que el que le marque su deseo, pues su capacidad imaginativa no parece conocer ningún tipo de fronteras, y siempre guardada en un frasco tan pequeño como sencillo. Ligero, pero no simple. Desnudo, pero no banal. Perspicaz, pero no retórico. Hay un hombre que se despertó sabio, como otros se despiertan tarde, cansados, o con dolor en las articulaciones, y cuya sabiduría es tanta que no puede soportarla. Y hay libros que eligen
a sus lectores. Hay una mujer a la que “le gustaban las cosas pequeñas. Le enseñaban el bosque, pero ella se detenía en la brizna de hierba pequeña, a sus pies. Del mar, formidable, le interesó más que nada el abanico de espuma blanca que dejaba la marea en retirada entre sus piernas. De la montaña, la senda como cordel en zigzag que le llevó hasta ella.” Hay un intenso lirismo en su prosa, una mirada poética también; y una sensible hechura en este poeta de lo pequeño, de la delicadeza, del gesto sereno y exquisito. Hay poesía.Parafraseando el célebre poema de Paul Verlaine –“Il pleure dans mon coeur / comme il pleut sûr la ville” que se apoyaba en el verso de Rimbaud “Il pleut doucement sur la ville”- pero llevándolo más lejos, hasta el lugar donde solo él habita, escribe en “El indudable dramatismo de la lluvia”: En los entierros de la ficción siempre llueve. Llueve en los callejones sórdidos, donde los borrachos dirimen sus diferencias a botellazos. Llueve indefectiblemente tras las violaciones/ …/. Llueve cuando los personajes se entristecen y miran por las ventanas /…/. Si los meteorólogos lo advirtieran, quizá basarían sus predicciones en el ánimo de las personas.” León de Aranoa enseña a mirar a través de un cristal que solo él posee y que tiene conexiones con atajos a otros universos que viven en este, haciendo que nos deslicemos suavemente por la pendiente de las palabras, a las que nos hay que temer: “Son pequeños milagros y como tales obran, si acertamos a articularlas en el momento exacto, no siempre es fácil. Elimine lo superfluo, dedique el tiempo a aquello que merece la pena: sea egoísta, /…/ le queda a usted toda la vida por delante.”
Este es su Diagnóstico final, el consejo más útil que un escritor precavido y sabio puede dar a cualquier lector, a cualquier hombre. Para otras reflexiones útiles acerca de lo que somos sin saberlo, convendrá que se lea el resto del libro. No tiene desperdicio.
Yolanda Izard