Alejandro López Andrada: La tumba del arco iris. Trifaldi, 2013.
Alejandro López Andrada: La esquina del mundo. Trifaldi, 2012.
Tengo dos libros de Alejandro López Andrada sobre mi mesa, junto al
ordenador en que escribo mientras oigo llover. Acabo de leerlos
prácticamente de un tirón, aunque de manera más reposada “La tumba del
arco iris”, primero, porque se trata de un poemario y su condensación obliga
a una lectura atenta, después, porque su delicadeza y su hondura
meditativa me transmiten lentitud y sosiego, y me inducen a relecturas
luminosas. “La esquina del mundo”, con ser un libro en prosa, no es menos
profundo, pues se trata de prosas poéticas que reflejan un mundo
semejante y una pareja belleza, si bien, como cualquier prosa, se permite el
escritor aquí digresiones y extensiones. Sin embargo, el primero precede al
segundo en dos décadas: “La tumba del arco iris” fue galardonado en 1993
con el Premio de Poesía San Juan de la Cruz, pero se editaron tan pocos
ejemplares, en edición no venal, que es ahora, con esta nueva edición de
Trifaldi, cuando de verdad puede llegar a ser conocido. Y de veras que
merece la pena. Porque el López Andrada de hace veinte años había ya
alcanzado la dicha de la posesión de un mundo propio, de un estilo genuino,
de una madurez de voz y de espíritu, y ha atravesado el tiempo
limpiamente hasta llegar a la edición de “La esquina del mundo”, un libro
que conserva sus recurrencias y esas maravillosas metáforas que ardían ya
entonces, alimentadas con la emoción y su mirada contemplativa.
El espíritu poético de Alejandro López Andrada tiene el poder de atravesar la
realidad. No todos los poetas lo consiguen, ni mucho menos. Atravesar la
realidad con un poema implica minarla hasta extraer de su corazón la
esencia de la vida, del alma, y palpar lo inasible. El poeta López Andrada
procede de las dinastías de san Juan de la Cruz, de Claudio Rodríguez, de
Antonio Colinas, por poner tres ejemplos esclarecedores, y se extiende en la
actualidad a poetas de su tierra, Extremadura -donde nació en 1957-, como
Basilio Sánchez, o de Castilla, como Fermín Herrero. Estirpe de poetas –hay
algunos más, por supuesto- que tienden su corazón, como escribe López
Andrada, “en medio de la luz”, “a los pies serenos de la vida”, y que jamás
olvidan que la naturaleza es parte de nuestro espíritu.
Este primer poema de “La tumba del arco iris”, que comienza, repito, así: “A
los pies serenos de la vida, / en medio de la luz, / tiendo mi alma”, es toda
una declaración de principios creadores: el poeta asiste a ese exilio interior
que necesita para que obre desde la nada el misterio de la creación, el
nacimiento de la palabra iluminadora, y así poder alcanzar el mundo
propicio y generador: el de su infancia en medio de una naturaleza sagrada,
primigenia. Lo que hace es despertar el recuerdo de la formación de su
sensibilidad, la casa de la palabra y del espíritu que es la infancia o patria
del corazón. Y su infancia en un entorno rural se alza en las promesas de la
tierra: la casa en la que vivió con sus estancias –la bodega, el patio….-, ya
envueltas por la luz cenital de los fantasmas añorados, por sus penumbras,
por el eco de lo que en la memoria es eternidad: “La eternidad / se filtra por
las ramas / de la higuera / y enhebra un sol de olíbano en mi sangre”, “La
inocencia / de este patio / donde aún resiste el gris de aquellas tardes”. O
esos otros motivos de su formación poética: los pájaros, las plantas, la
presencia absoluta de su padre en el recuerdo.
Elegía por el tiempo y los lugares de la vida, pertenecientes a un tiempo
pasado, que solo la poesía es capaz de despertar: “He llegado a la luz. Soy
la quietud / conmemorando el vuelo de lo efímero”. El alma del poeta,
contemplativa, enhebra los misterios de la naturaleza a su corazón. Estamos
en el terreno de la madre diosa de los pájaros y de los sembrados, de los
árboles y de los caminos de tierra, que al cabo son los símbolos de su
vocación trascendente, signos de la naturaleza que siempre son elevados,
en un vuelo de prosopopeyas, hacia su propio sentir, hacia la pepita
misteriosa de la emoción del hombre. “Noche mía, ¿en qué arboleda gris /
se abrasa / el blanco sueño de los pájaros?”.
Todos los abismos y belleza de su infancia son reclamados por su voz, por la
sensibilidad exquisita de su mirada, y ejemplifican el mundo. La melancolía
se abraza a la muerte y a la resucitación: el hojalatero, las muchachas a las
que amó, el frío, los muertos, el lavadero, las canicas, el silencio y toda
clase de pájaros – vencejos, ruiseñores, petirrojos, rabilargos, aguzanieves,
autillos, alondras, oropéndolas…, con sus nombres evocadores y, sobre
todo, con su ligereza, como símbolos del vuelo que en cada poema
emprende el poeta-, son llamados para que evoquen su condición de poeta
dotado con ese don de la poesía luminosa del que hablaba Claudio
Rodríguez. Pues son la sutileza y la delicadeza las que trae el poeta al
mundo de las palabras. El poeta que busca “el enigma / de un bosque /
deshojado por el aire”.
En la cuarta parte del poemario, “In memoriam”, la ausencia y el recuerdo
del padre obran los más conmovedores poemas. Un desgarro contenido, un
sincero desnudamiento que prenden en el lector con toda su hermosura: “Si
estuvieras aquí, / conocerías / el nombre que le he puesto a los murciélagos,
/ sabrías que en la hondura de mi sangre / hay un panal de avispas que me
aman”.
Alejandro López Andrada está sin duda en este libro investido por la gracia,
por la inspiración. Y no menos por el esfuerzo y un sentido del ritmo poético
que aportan al verso la excelencia de su hechura: endecasílabos,
heptasílabos y pentasílabos dibujan el escenario de su rico mundo interior.
Alejandro López Andrada sabe que el poeta media entre la naturaleza y la
divinidad, entre la naturaleza terrestre y la altura, entre el pasado y la
ensoñación. Es el creador que resucita las pequeñas grandes cosas que de
verdad importan, pues trascienden el microcosmos para simbolizar el
mundo: el vuelo interior y los pájaros, la ternura, la infancia y el padre. Esta
es la herencia que deja: “La luz / que contemplarán mis hijas / cuando una
ortiga azul duerma en mis sienes”.
Por otro lado, Alejandro López Andrada, en su libro de prosas poéticas, “La
esquina del mundo”, continúa sosteniendo su universo inconfundible, sus
referencias y sus símbolos, pero la prosa le permite una extensión de las
ideas y de las reflexiones –aunque pierden, naturalmente, esa maravilla de
la condensación extrema que tienen sus poemas-, y se muestra aquí como
un excepcional creador de atmósferas. Atmósferas de duermevela, de seres
misteriosos que parecen debatirse entre la niebla y la melancolía. A veces,
como señala en su prólogo Antonio Colinas, son textos memoriales, otras
son reflexiones en torno a la realidad más actual, pero siempre conserva su
estilo personal, que ya principiaban sus poemas, del que destacan sobre
todo sus metáforas. Y su voz, entre lo divino y lo humano, tiene aquí como
novedad la presencia no elusiva de lo terrestre, a pie de calle. Su
indignación con los indignados, su empatía con el parado. Sin embargo,
prevalece la mirada contemplativa y reflexiva sobre la infancia perdida,
sobre el recuerdo amoroso del padre, sobre esas ciudades visitadas con los
ojos de poeta que ve metáforas donde los otros ven humedad y ruido:
“Llovía a cántaros y la ciudad era un bosque de grafito”. Como señala
Colinas en su libro “El pensamiento inspirado”, “No se vuelve a vivir lo que
se vivió, pero sí se puede ensoñar lo que se vivió y perdió /…/ De entre la
ruina y la destrucción, podemos volver a salvar los símbolos que, a su vez,
nos salven a nosotros”. López Andrada se ha salvado, es evidente, de
muchas ruinas, quizá semejantes a las que todos los hombres almacenan en
sus vidas, gracias a sus versos que han rescatado sus símbolos esenciales. Y
el de los pájaros sigue siendo uno de los canónicos en su poesía y en su
prosa.
Los pájaros habitan precisamente en uno de los dos únicos poemas que
contiene el libro y con el que quiero terminar, citando algunos de sus
versos:
“Soy el último hombre que habla con los pájaros.
Nadie me entiende, por eso tengo alas
y me sigo escondiendo en el alma de los búhos
o en el sigilo de los petirrojos,
en el corazón violeta de las sombras que aún
regurgita el sol de mi niñez,
donde aún permanece la única verdad.”
Yolanda Izard.