(amarillo ámbar)
En el mosquito universal fosilizado en ámbar; aquel
que picó al rinoceronte indio y lo volvió Unicornio, que
en el párpado del cocodrilo nubio vio crear el Nilo, que
regresó a él posado en la Gran Vaca Salvaje
y la vio amamantar faraones con leche glauca; aquel
que desovó en el cauce del río Aqueloo y lo volvió Océano,
que pitó en los oídos de Europa para entretenerla
cuando se acercaba el engañoso toro, que
bebió la sangre del perro cínico en el tinajón de Atenas
y tendencioso la inoculó en la cava de Darío; aquel
que se rompió las mandíbulas en el Caballo de Troya, que
tras sangrar ratas en la cueva donde Eneas desvirgó a Dido,
recuperado alcanzó las mamas de la gran loba; aquel
que mordió los ijares al caballo de Atila
y se extasió con el olor de la hierba quemada, que
a tal olor subrogado había picado antes
las sienes del escriba que perpetró el fuego
en la gran biblioteca de Alejandro; aquel
que saltó del perro de Lázaro al lucero de Babieca, que
cayó al río en el éxtasis musical de Hamelín, que
imbuido por la fuerza de la zambullida mágica,
a lomos de Rocinante quiso re-conocer América
pasando por Barataria, Atlántida, Utopía; aquel
que fascinado por la escamada piel de los ofidios
acechó en el manzano paradisíaco,
esperó en el ojo azul de la culebra shakesperiana
que el monstruo emergiera del escueto lago
para catar la grasa subdérmica de su estirpe, que
estuvo cazando ácaros en la serpiente emplumada,
pretendiendo su sangre fría mientras ésta tallaba
el cero de los mayas, su pétreo calendario; aquel
que picó a Palomo y le transmitió la fiebre de Marengo, que
en La Habana volvió a probar la sangre del esclavo
y fatigado se encaramó en un camello de circo
para llegar a Nueva York y desgravar al fin
en la superficie helada de Los Grandes Lagos; aquel
que tras la visión alucinada de una veloz ardilla
se posó en un pino de Oregón y cayó preso
en su dorada secreción para testar la gracia…
En ese mosquito universal,
breve arañazo negro en la pureza de la resina fósil,
el culto dio riendas a su curiosidad: Lo investigó.
Liberó sus patas gráciles, sus alas prodigiosas.
Y como Pigmalión, sobó su cuerpo hasta vivificarlo.
Lo sigue, lo ama, tomó color en su envoltura fabulosa.
Espera que regrese a salvo de antílopes y grajos postmodernos
para confiar de nuevo su legado
al amarillo ámbar.
Invulnerable talón
Al nacer, también a mí
me sumergieron mis padres en un río
suspendido únicamente del talón.
Aquel río ––incesante fluir de nociones––
arrastraba la gravedad de un Ganges.
Los más ilustres cadáveres, desde Sócrates a Marx,
que formaban fondo y plancton,
en su caudal sermoneaban a la vez que fornicaban
con las ninfas milicianas, engañosas
celadoras de las tablillas, aún albas,
de un anacrónico, periférico y grosero
plagio de Thot.
En los rabiones de aquel habanero río,
ocurrida la bautismal inmersión,
creé costra aristotélica, cartesiana,
marxista ––aunque también orwelliana––
y jansenista y calvinista y jacobina…
Sólo el talón quedó libre del iluminado baño,
sólo el sucio talón se mantuvo
opaco para el amor.
Desde entonces,
la luz que inflama mi costra cae diaria,
meridiana sobre la mente y el cuerpo
con la única excepción de su talón.
En el lúcido jolgorio, mis enzimas y neuronas
se agitan sobreexcitadas como en trance razonable.
Toda mi geografía, con la salvedad indicada,
se va reduciendo a mapa.
Mi ánima fulgurante pretende nombrarlo todo,
especula finamente, pero no puede explicarse
por qué el calcañar negrusco
con aparente gangrena
se mantiene soberano.
En el pardo talón llevo las señales más amables.
––Entre ellas la amistad;
esa variación sabrosa sobre el tema del amor
que como éste se ensancha
y carga sonoridades alejada de lo diáfano––
Ahí, donde parezco más débil,
donde los fotones sobrios reculan desorientados,
donde la imagen cual flecha inocula su veneno
tengo mi mejor escudo.
Soy especialmente débil enfundado en la razón.
Ungido para el equívoco en el primigenio baño,
gracias a la humana sustentación de mis padres
sólo soy invulnerable en el talón.
Poesía
…y el hombre pensó:
–– todo lo que alcance a nombrar será mío.
Y puso un nombre a cada cosa, fuera tangible o no,
siempre que se pudiera tocar con el deseo,
se pudiera acotar entre los sueños.
Pero ciertas entidades resultaban inasibles
aun bajo el corsé de las definiciones.
Y pensó el hombre:
–– a todo eso que no puedo asir ni siquiera con un nombre
lo llamaré Dios. No me importa pertenecerle,
ofrecerle incluso lo que pude reducir a palabra,
si me apropio el centro de todo lo corpóreo,
si soy finalmente aceptado en el seno
de todo lo incorpóreo que me excluye.
Pensaba el hombre, por ejemplo,
que bien vendría formar parte de la mirada del tigre,
que sería excitante asimismo
catar el desamparo de la hoja que cae.
Y nombró a Dios.
Y puso a su nombre todo lo nombrado.
Y lo tentó con grandes sacrificios.
Y se declaró su hijo.
Pero Dios, que sabe dónde radica su poder,
se mostró esquivo,
nunca quiso negociar con lo intangible.
Entonces pensó el hombre:
–– todo lo que alcance a nombrar será mío, incluso Dios,
si aprendo a levitar sobre los nombres.
Y apareciste tú.