Aunque no me conocían ni me esperaban, cuando llegué no tuve que insistir mucho: los vecinos del lugar querían contarme la historia con una cierta urgencia que se les notaba en la ansiedad de la voz. Sólo después advertí que temían llegar a olvidarla de un momento a otro. Varias veces me preguntaron quién era, querían saber si era un policía, y cuando les decía que no, parecían, aunque sólo por un breve momento, bastante desconcertados. El deseo de que un día volviese o que alguien la encontrara y la trajera también les hacía creer que algunos agentes de policía continuaban en el caso y la seguían buscando. Luego, ya después de haber escuchado mi negativa, y como si de repente se dieran cuenta que eso no era tan importante, continuaban su historia. Insistían en que tomara apuntes, como si temieran que yo también fuera a olvidar lo que iban a contarme. Solo después mientras rescribía los apuntes de lo que me habían contado me di cuenta de las contradicciones y de las grandes lagunas que había en su relato. Si bien es cierto que eso podía deberse siquiera en parte a que, siempre, se estaban interrumpiendo unos a otros. No quiero aburrirte indicándote cada una de las interrupciones o contradicciones, aunque creo que serán lo bastante obvias.
Sólo ahora entiendo que, sin saberlo, lo que buscaban era un archivista, alguien que registrara lo ocurrido ya que así, pensaban, quedaría algún testimonio de su existencia, de su historia. Sólo ahora sé que tenían razón. Si te estás preguntando por qué no lo hacían ellos mismos, porque no escribían cada uno su historia, la única respuesta que se me ocurre es que necesitaban alguien de afuera, alguien que no la hubiese conocido, para que fuera capaz de traducirla a un informe, a un récord. La misma inquietud de ellos es la que ahora me lleva a mí, a escribir esto, para que su presencia perviva de algún modo. Porque aunque estoy seguro de la imagen de su rostro…, a veces, de noche, cuando cierro los ojos, siento, sólo por un instante que no voy a poder volver a reconstruirla en mi imaginación, que su imagen poco a poco se va desvaneciendo detrás del recuerdo que dejan las palabras.
Los dueños del café al que llegué, Joshua y su esposa María, me invitaron a sentarme en una de las mesitas cuadradas frente a varias otras en la que los viejos juegan al parchís todas las tardes para matar el tiempo. No sé cómo se corrió por todo el barrio la voz de que yo había llegado, pero poco a poco el lugar se fue llenando de mujeres, niños y hombres de todas las edades. Todos escuchaban con atención al dueño del bar, muy pendientes de corregirlo cuando les parecía que se equivocaba o que omitía algo.
Así fue que la gente me contó, que a pesar de su edad –que según algunos debía de estar rayando los treinta, y según otros que rayaba los cuarenta— cuando llegó por primera vez al vecindario, ella, aún no se había impregnado del olor de un hombre. Las empleadas del negocio en el que trabajaría más tarde me contaron que cuando llegó se sentó en aquel banco de madera que se encuentra, hasta hoy, en la entrada del negocio. Ahí, sentada en ese banco de brazos labrados con las caras de animales monstruosos y socarrones, en el que sólo el almohadillado azul y terracota de la base y del respaldo brindaba alguna comodidad, esperó, no se sabe cuántas horas. Lo extraño es que los dos buldogs que siempre, aún hoy, advierten con sus ladridos al propietario de la llegada de los clientes para luego, una vez hecho su trabajo, recibir la recompensa, ese día no ladraron. Se sentaron a un lado y esperaron con ella. Fue por eso que nadie descubrió su presencia hasta que ya había oscurecido. Alguien, ya nadie recordaba quién, —aunque varias de las mujeres empezaron a discutir entre ellas, algunas diciendo que había sido un cliente y otras asegurando que no, que había sido una de las antiguas que trabajaban en el lugar— le habían preguntado si no estaba incómoda, si necesitaba o esperaba a alguien. Yo me imagino que su respuesta fue una leve sonrisa o que, tal vez, habló por primera vez. Mas por lo que me dijeron fue como si de repente hubiese cobrado vida, como si sólo entonces hubiese podido llevar a cabo una decisión tomada ya hacía tiempo. Recogió su bolso negro, se levantó, fue al despacho y allí le pidió al encargado, —un tal Jesús—- que la dejara empezar a trabajar esa misma noche.
Al llegar a este punto del relato Jesús, con unos cuantos empujones y algún gruñido pudo separar a la gente y hacerse camino hasta llegar a mí. Entonces, de pronto, como si entendiese que sólo Jesús podía seguir contándome la historia, Joshua se hizo a un lado y le dejó su asiento, para que él continuara. Después de sentarse a mi lado comenzó a explicarme por qué aquello le había sorprendido. Por lo general, las mujeres que llegaban a su establecimiento venían recomendadas por otras mujeres, o él ya las conocía, o bien porque eran del barrio o bien por asuntos de negocios. Sin embargo, a ésta nunca nadie la había visto antes. Él, entonces, le preguntó cuál era su nombre, a lo cual ella contestó que no tenía ninguno. Parece ser que por un breve momento los sorprendió, y ya no sólo a las empleadas del lugar, sino también a los clientes, que a esas horas empezaban a llegar, y como les dio curiosidad, comenzaron a hacer un círculo alrededor de ella. Algunos se sentaron en el suelo, mientras que otros se apoyaron en el marco de la puerta del despacho, o contra la pared. Por último, hubo uno que incluso trató de sentarse en el escritorio, cosa que enfureció tanto a Jesus que lo echó del establecimiento.
Jesús me confesó que al principio él no entendía por qué se estaba armando semejante barullo. Más bien, pensó él, la muchacha no era muy inteligente, por no decir que era tonta; si no quería dar su nombre para que la familia no se enterara, pues muy bien, pero que hiciera como las demás y se inventara uno. Después de dar algunos gritos y poner orden, parece que Jesús le volvió a repetir la pregunta, aun cuando sabía que iba a obtener la misma respuesta. El mismo le tuvo que sugerir que se inventara un nombre. Ella, parece que lo miró algo confundida, sin entender la importancia de un nombre. Entonces él, le volvió a insistir en que dijera alguno, cualquiera, no importaba cuál, total para lo que se requería no importaba mucho, pero de todos modos, sí se necesitaba uno. Esa, aunque probablemente nunca nadie lo había pensando antes, era una de las reglas del lugar. Pero ella continuó en su silencio. Su actitud terminó por desesperarlo, y Jesús comenzó a decir nombres, María, Jesusa, Pilar… y sabe Dios cuántos otros, pero ella no manifestó ninguna preferencia, lo que lo irritó todavía más. Y ya algo más que molesto le dijo que quién se creía que era, que aquí, ella, igual que el resto, no era nadie. Ella le sacó el lápiz de las manos y escribió lo que sería, desde entonces, su nombre.
Esa misma noche escogió su cuarto, el más pequeño; en cierto modo, si no fuera por la situación, se diría el más humilde. Las paredes estaban desnudas de cualquier ornamento o decoración. Sólo había allí una cama doble ya vieja, una mesita de noche con un cajón desfondado, y una ventana pequeña y medio tapada por unas rejas blancas. Aquella fue, desde entonces, la habitación de Nadie.
En un principio se creyó que su éxito se debía a la novedad. También, en secreto, se le reconocía su hermosura, aun cuando nadie sabía qué era lo que la hacía tan hermosa. Por lo que me dirían más tarde, todas sus facciones, sus ademanes, las formas de su cuerpo eran muy comunes, aunque, a decir verdad, los hombres al intentar describirla, todavía hoy, se quedan algo perplejos. Cuando se les pregunta por su edad, algunos dicen que tenía alrededor de veinte años, otros treinta mientras otros aseguran que debía de tener cerca de cincuenta. Mientras que algunos aun se regocijan recordando su silueta estrecha y delicada, y sus pequeños senos de adolescente, otros se deleitan en describir los excesos de su cuerpo. Por eso, tal vez, fue que algunos empezaron a decir que practicaba la brujería, si bien eso no fue un obstáculo para que su fama creciera por toda la ciudad. Al contrario, tal vez fue eso mismo, probablemente, lo que ayudó a que su popularidad aumentara. Las colas frente al establecimiento empezaron a crecer. Los hombres y según las malas lenguas, tambien algunas mujeres, venían de diferentes partes de la ciudad, hasta de las más lejanas, y esperaban horas para hacer el amor con Nadie.
Todo esto, por supuesto, con el tiempo terminó por traer algunos problemas. Por lo que me cuentan, algunos vecinos comenzaron a protestar por la bulla y el escándalo que hacían los hombres en la espera, que los gritos de los borrachos seguían hasta las tantas de la madrugada, que los niños no debían estar expuestos a aquello… Y sin embargo, los comerciantes nunca habían visto tanta prosperidad como entonces. Los beneficios del hambre y la sed que Nadie producía les habían asegurado una vejez sin muchas preocupaciones.
Mientras tanto, el barrio se llenó de pastores, reverendos, ministros y predicadores de todas las denominaciones posibles. Habían encontrado su paraíso infernal. Las iglesias y los templos, ya prominentes con anterioridad, brotaron como hongos por todo el vecindario. Por supuesto, como ya te podrás imaginar, era por la noche cuando el barrio cobraba vida. Se abrieron discotecas con el nombre de ella, que se llenaban todas las noches con clientes que no habían podido entrar en su cuarto. Los bares, las bodegas y las tiendas se llenaban de gente deseando apagar su sed, los predicadores se ponían en todas las esquinas y hablaban sin parar, mientras que los músicos de todo tipo –trompetistas, congueros, guitarristas, flautistas y violinistas– les hacían la competencia. Pronto, los vendedores ambulantes se sumaron a ellos, vendiendo desde chocolatinas hasta condones. Nadie estaba ausente de todo esto.
Y así siguió por un par de años hasta que un día, no se sabe quién, comenzó el rumor de que Nadie se iba del barrio. Aquí todos empezaron a discutir, acusando a uno u a otro. Aunque la verdad es que no se sabía a ciencia cierta quién había sido el que lo había empezado. Con todo, se propagó tan rápido que los tomó a todos por sorpresa. Nadie se iba del vecindario. La gente empezó a desesperar. Por el modo en que me contaron lo ocurrido, ya todos habían sospechado que, tarde o temprano, eso iba a tener que suceder –siempre se había murmurado entre ellos que Nadie se iría un día. No obstante, cuando alguien anunció su partida, en el ambiente se comenzó a sentir la tensión. Las colas se hicieron más largas de lo normal, el alcohol se comenzó a vender en mayores cantidades, y aunque varios, desde Jesús hasta el jefe de la policía, intentaron desmentir las habladurías, alguien seguía propagándolas y la desesperación crecía. Algunos comenzaron a romper los cristales de los carros y las casas, otros a pegarles a los ministros, curas y pastores, otros aun a robar en las tiendas. El consumo de drogas aumentó. Como respuesta, los ministros, curas y pastores añadieron más adjetivos intimidatorios a sus sermones, los comerciantes vompraron armas para defenderse, los viejos del barrio intentaron patrullar las calles a pie o en carro. De nada sirvió. Los suicidios se hicieron más frecuentes, el método preferido, por alguna razón desconocida, era lanzarse desde los techos de los edificios con los brazos abiertos. Los asesinatos aumentaron de tal manera que las funerarias terminaron compitiendo entre sí, ofreciendo rebajas de dos por el precio de uno. Y todo, por miedo a no llegar a saciarse.
Después de todo, el desenlace lo produjo algo tan banal y tan simple como una cámara fotográfica. Lo único que Nadie les había pedido a sus seguidores era que nunca la fotografiaran. Jesús me asegura que Nadie creía que las fotografías robaban un trozo del alma. El resto de la gente lo negó. Jesús había leído en algún lado que algunas religiones extrañas creen eso y le pareció que quedaría bien decirlo y así le daría más importancia al asunto. La verdad es que Nadie nunca les había dicho la razón de ese pedido, aunque todos sospechaban el por qué. Un día un muchacho intentó pasar la vigilancia impuesta por Jesús desde la llegada de Nadie, con una cámara diminuta en el forro de su chaqueta, pero lo detectaron antes de que pudiera entrar. Esto hizo que los rumores se agrandaran y un veintiocho de julio, una noche asfixiante, después de una de esas tormentas de verano que en lugar de reducir la humedad y el calor, parece aumentarlos, alguien, no pude averiguar nunca quién, dijo que Nadie se había marchado. El barrio en pleno enloqueció. Los comerciantes cerraron sus tiendas temprano, y ni los pastores ni los músicos se atrevieron dejar sus casas. Los hombres y las mujeres del barrio de Catamarca se reunieron en el portal del establecimiento donde Nadie trabajaba para tratar de saber qué había ocurrido: si la policía la había arrestado, como algunos murmuraban, o si se había ido por su propia voluntad como aseguraban otros, o si como los más optimistas querían creer, estaba escondida en algún lugar del edificio. Aquí algunas de las mujeres interrumpieron, riéndose de Jesús, y asegurando que nada de eso importaba, que lo que los empujaba no era el deseo de saber lo que había ocurrido como decían ahora, sino el deseo incontrolable de entrar. La gente quería abrirse paso hasta llegar a ese cuarto y verlo, aunque sólo fuese por un instante, y esa necesidad los empujó de tal modo que forzaron el portal, luego la entrada del piso y por último, la puerta del cuarto donde esperaban encontrar a Nadie. Tal vez fuese el temor de perderla por completo, tal vez ese maldito calor húmedo de los veranos de esta ciudad, o, simplemente el no saber qué otra cosa se podía hacer, pero todos se quedaron contemplando, atónitos, el vacío.
Jesús ya se había llevado las pocas cosas que habían quedado en el cuarto de Nadie. No crean, por algo a Jesús no le enfadó su partida: aun hoy en día Nadie continúa dándole beneficios. Además de su negocio habitual, ahora ha abierto un pequeño puesto, en lo que solía ser su oficina, en el que vende los diferentes objetos que Nadie tocó y que, según él, sacó antes de la llegada del gentío –sábanas, alfombras, trocitos de madera, de ladrillos, ropa, etc… Yo le compré un aguamanil blanco y negro que tiene pintada la cabeza de la Medusa. Jesús me aseguró confidencialmente que era el único objeto que verdaderamente le había pertenecido a Nadie. Lo había traído con ella, en aquel bolso negro, y por las mañanas se lavaba con el agua que recogía en él de la fuente que se encuentra detrás del edificio. Es el aguamanil que aun tengo en mi dormitorio, encima de la mesita de noche que también le compré a Jesús.
Después, cuando la gente salió del trance, se fueron sin hacer ninguna bulla, como decepcionados. Entonces Jesús clausuró el cuarto. Desde entonces ha intentado rehabilitarlo varias veces para poder cobrar la entrada a turistas y a curiosos. La mera sugerencia, sin embargo, se ha tomado en todo el barrio casi como una blasfemia y Jesús no se ha atrevido a llevar el plan a cabo
Pero no creas, aunque es cierto que cuando se les menciona a Nadie aún se puede sentir algo de nerviosismo en el ambiente, después de su partida, no hubo grandes sucesos. A la mañana siguiente ya todo había vuelto a la normalidad. Las mujeres se levantaron temprano para hacer el desayuno y mandar los niños a la escuela, los hombres se fueron a trabajar, menos los jubilados y los desempleados que se fueron al café a tomar algo y a jugar alguna partida de parchís. Fue allí donde me los encontré y supe por ellos que había llegado demasiado tarde para el encuentro.