Hace trece años que no uso reloj. Lo dejé de utilizar en Purmamarca un día de Nochebuena. Sucedió en aquel tiempo en que acostumbraba a creer que la vida siempre está en otra parte y, sin destino alguno al que arribar, deambulaba por la quebrada de Humahuaca como podía haberlo hecho por cualquier otro lugar. El conductor del ómnibus me había relatado que existía allí un cerro de siete colores y, aún a sabiendas de que no llegaría hasta el día siguiente un nuevo ómnibus en el que partir, decidí descender a la tierra granate que cubría la plaza principal. El cerro de siete colores asomaba al final de una calle, irreal como lo son tantas cosas a la luz del crepúsculo. Avancé hacia él y, tras dejar atrás las últimas casas que también parecían de tierra, me senté sobre un leve montículo para contemplarlo. Sin que apenas me percatase, varios niños se fueron acomodando junto a mí, en silencio primero, con risas tintineantes después. Les pregunté sus nombres. Ellos me preguntaron por qué era tan blanca, por qué mis cabellos eran amarillos. Los dibujé posando divertidos en mi cuaderno, arranqué después las páginas y les regalé sus retratos. Entre varios me dibujaron a mí. Uno de los niños llevaba un reloj trazado a bolígrafo sobre la muñeca. Yo había lucido a menudo ese tipo de relojes en mi infancia y le pregunté qué tal funcionaba el suyo. Siempre se atrasa, respondió. Me quité el mío, encogí varios tramos la cadena de la pulsera y se lo entregué. Quédatelo, es un obsequio de Nochebuena. Sus ojos brillaron con la última luz del día e, instantes después, el cerro de los siete colores se apagó y con él la quebrada entera. Todos los niños del pueblo me acompañaron a buscar posada. Es fácil pensar que deliberadamente me condujeron a la que regentaba el barbero. Era un hombre amigable que me mostró la habitación limpia y encalada, la mesa servida de empanadas, locro, humitas y postres con miel de caña para compartir con su familia y, por último, la sala que hacía las veces de peluquería. Su insistencia por cortarme el cabello fue tan inesperada como insistente y accedí. A medida que los mechones iban cayendo lánguidos al suelo, los niños los recogían y los guardaban en sus bolsillos. Una vez que cada uno de ellos hubo obtenido su tesoro de hilos rubios, el barbero concluyó su trabajo. Me complace pensar que, a cambio de aquellos cabellos, los niños de Purmamarca me regalaron este cuento y aquel retrato, el último en el que aparezco llevando un reloj.