Selección del poemario inédito Sobre las fábricas
I
Las ciudades
se vuelven piernas sin huesos,
barcos de luz artificial,
hoteles de vidrio que flotan
(¿existe algún edificio que no sepa volar?)
no piensan en nuestra transición,
en los pies viejos y trabajadores,
en el viento goteante de las madrugadas
(¿las fábricas asumen su propia fórmula?)
pasean las crisis de las generaciones,
cautivan el revuelo del nacimiento,
regresan la tierra a sus aguas
(¿es la muerte la que tiñe de negro las carreteras?).
La ciudades son cartas arrugadas
que se enfrían en los bolsillos de sus extranjeros.
II
El ataúd resuelve todos
nuestros problemas:
de pronto los coño e’ madres
son santos,
los bastardos consiguen padres,
las viudas se enamoran otra vez de
sus pobres, difuntos maridos,
los criminales consiguen a Dios
piden perdón, permiso, préstamos
para ser hombres nuevos,
las putas se hacen vírgenes
y las vírgenes son canonizadas,
las enfermedades consiguen apellidos
vuelven al hombre importante
lo hacen Nobel,
dejan el orfanato, se mudan al pulmón
más prestigioso de la tabaquería,
los asesinos pagan sus asesinatos,
los profesores de pronto son queridos,
incluso cotizados por sus estudiantes,
los artistas comienzan a vender obras,
los reyes nos derraman sangre azul,
los pueblos perdonan
a sus presidentes difuntos,
los hacen marca: gorra, franela, llavero,
figurilla de altar, centro de vela,
estrella de ataúd.
III
Escribí sobre enfermedad, dolor,
y religión
porque de eso se habla cuando creemos
la muerte cercana
presencia fría, incolora,
con ojos de polilla abierta
que se mantiene erguida y sin zapatos
esperando que la reconozcamos real
y es que el extranjero
sufre su primera muerte en el exilio
se deja el espíritu en aquel hospital
en el que se nació
y el cuerpo, como envoltorio de plástico,
camina buscando una nueva
cuna, caliente, que esta vez
tenga ruedas.
IV
Olvidé cómo alimentarme
no quiero guisar en la cocina de esta casa,
no me pertenece, no reconozco esas manchas de grasa,
mi mano no se atreve a entrar en el guante negro y viejo
que guinda del horno,
la nevera es compartida con desconocidos,
tengo que enjuagar todo lo que ensucio,
me siento sucia,
mi estómago vacío aprendió a cosechar plegarias,
Gracias, señor, por estos alimentos,
no puedo hacer ruido, no puedo usar las servilletas de tela,
mi cuerpo no digiere lo que tocan las sartenes,
cuando compro una botella de vino
se la toman otros, tengo que esconder mis cambures
en el cuarto, los chocolates, el café,
qué me queda, sino ser un olvido legal en mi propia casa.
V
Soy este vecino
de mi cuerpo,
que viene de visita
y me baña,
me afeita,
saca restos de comida entre mis dientes,
convierte mi silencio
en una ceremonia.
Un vecino que habla
como si nada malo
pasara.
Limpia, limpia,
borra un pasado confiscado.
VI
¿y en quién
estoy muriendo ahora?
Aún no sé
en cuántos cuerpos
he podido enterrar mi nombre.
VII
La ebriedad ya no facilita nada
el vino deshidrata, la cerveza engorda,
el whisky es muy caro
para unas manos tan jóvenes que solo
reconocen el peso de un caballo loco;
todavía lo recuerdo:
mi hermano le pedía a mi padre
que lo montara en su espalda, ¡caballito, caballito!,
y él respondía: caballo está viejo y cansado.
Yo nunca pedí que me elevaran
que me llevaran en la espalda o que corrieran
conmigo en brazos,
siempre fui discreta, quizás
demasiado discreta.
VIII
La madre llega de visita.
Hay que compartir la cama
de nuevo,
porque ella necesita sostener
a esa bebé,
ella no puede pasar la noche
sin ondear ese primer llanto
que le perteneció.
La madre llega de visita.
Hay que compartir la nevera
de nuevo,
porque ella te donó sangre
te alimentó en una burbuja de piel
que nunca quiso explotar
que aún busca cada noche detrás del ombligo.
La madre llega de visita.
Hay que compartir la poceta
de nuevo,
porque ella tiene que limpiar su vagina
en el mismo hueco que su hija
porque aún necesita esa agua sucia
que le recuerde: no son la misma mujer.