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Y, a la vez que el rumor de las fuentes borboteaba en los jardines, la pluma de don Miguel de Cervantes daba rienda suelta a su fascinante imaginación. No era aquel un hombre de recias y eruditas palabras. Era un ser unido a la fantasía de la realidad, a las apariencias del teatro, lejos de toda instrucción moral a través de sus textos. ¿Quién era él para juzgar, para criticar, para valorar las vidas y obras y de los demás hombres? Él solo se tenía a sí mismo con su imaginario. Esto le llevaba a pasar largas tardes escribiendo en su humilde escritorio. Las mañanas las ocupaba recopilando legajos y papeles en los que encontraba los datos necesarios para trabajar como historiador.

Una tarde, Miguel se encontraba escribiendo cuando tuvo la visita inesperada de su hermana Andrea. Venía como desorientada, perdida, llena de dolor y de angustia. Bóreas, el terrible viento del murmullo social, había estallado en perversos comentarios contra ella y su amante. Miguel recibía su preocupación de una manera intensa, casi como si a él le estuviese sucediendo. No concebía cómo alguien podía hacer sufrir a su bondadosa hermana. ¿Dónde estaban los límites en el acto de criticar y juzgar? ¿Acaso no era dueña de su vida? ¿Era su vida una cuestión pública o solo le incumbía a ella y a su veta de maravedíes? En estas y otras razones se hallaba cuando una tal pastora Marcela apareció por una esquina de su imaginación. Rápidamente se dio cuenta de que era una mujer de armas tomar, libre de espíritu, consecuente con sus decisiones y decidida a vivir una vida de soltería donde ningún hombre gobernara sus ideas.

Muy pronto Miguel se percató de que todo el furor creador que le estaba poseyendo no podría ser detenido. Todos los sentimientos de impotencia, toda la frustración adormecida afloraron de su interior. Escribía y escribía mientras retazos de papeles aparecían por allí y por allá. Daba la sensación de ser una tarde de nieve, una tarde pasional, una tarde liberadora.

Tras la vorágine, quedó dormido, exhausto sobre el brazo dominado por la pluma. Aquella noche, como no podía ser de otra manera, soñó con bellas pastoras, con caballeros de triste figura, pero también con grandes bocas glotonas: hambrientas y sedientas de vidas ajenas.

Tras la noche llegó la calma, amenizada por los pequeños pajarillos que, como de costumbre, iban a beber a las fuentes de los jardines. Los rayos de sol ya le molestaban en la cara cuando despertó. Se sorprendió examinado por los papeles que adornaban el suelo y el escritorio de su aposento. Todo era nuevo, todo era luz. Poco a poco recordó la noche anterior: primero su hermana, después el estallido, por último la vorágine. De esta manera fue como, poco a poco, comenzó a leer y a clasificar los documentos hasta darse cuenta de que todo aquello no cabía en un solo personaje.

Y así, creó a Marcela en primer lugar. Porque quería demostrar mediante vidas de qué otras maneras era posible vivir. Después, con todas las demás posibilidades surgió Dorotea y Luscinda. También Camila, Zoraida, Clara y, por último, Leandra. Pero ninguna pudo contener en su interior toda la fuerza de aquella tarde, todo el poder al que una sola mujer puede llegar. Porque todas ya tuvieron algo de Marcelas, pero ninguna logró superar la frescura que le otorgó a la verdadera su libertad. Irene G. Escudero