Por Adalber Salas Hernández
A Enza García Arreaza
A la memoria de Wilson Bentley
Tu pregunta – tu respuesta.
Tu canto, ¿qué sabe él?
Inmerso en nieve,
imerniee,
i-i-e.
Paul Celan
Cuando uno descubre la nieve, ya es demasiado tarde. Ya ella está frente a nosotros, ineludible, irrefutable. Nos levantamos de la cama y nos entregamos al aire frío de la habitación, esa pregunta incómoda que el nuevo día le impone a nuestra piel. Abrimos la ventana de la habitación y nos encontramos ante esa blancura, como quien atiende al mínimo estruendo de un milagro.
En cierto sentido, la nieve siempre es un asombro. Incluso cuando hay que tomar una pala y quitarla de la puerta de nuestra casa para poder salir. Incluso, sí, cuando cae tanta, que no sabemos qué hay unos pocos metros más allá de nosotros. Es lo blanco, insistente y afilado; lo blanco que nos habla, no de la transparencia, sino del encandilamiento. De cómo las cosas dejan de ser ellas mismas una vez que las cubre su capa inquietante.
Es el asombro de abrir los ojos en un mundo distinto al que conocíamos. Similar, sin duda, pero a la vez vagamente irreconocible. Como si la realidad se hubiera desdoblado súbitamente, como si consintiera en mostrarnos su negativo.
Algo de esta sorpresa está contenida en el relato Heard in the Dark 1, de Beckett, en cuya primera página se lee: “By the time you open your eyes your feet have disappeared and the skirts of your greatcoat come to rest on the surface of the snow. The dark scene seems lit from below. You see yourself at that last outset leaning against the door with closed eyes waiting for the word from you to go. You? To be gone. Then the snowlit scene.”[1] Para el momento en que lanzamos nuestra mirada sobre el mundo, la nieve ya está allí. Ya cubre parte de nosotros. En esta suerte de retrato hay más que un difuso tú detenido, helándose: hay, sobre todo, un escritor a la espera de una palabra, de una señal para partir. Alguien que escucha los minutos caer como sílabas pálidas, llenándolo todo.
La escena –como la llama Beckett– está iluminada desde abajo, snowlit, encendida de nieve. Esa luz se estira y se diluye, poco a poco, hasta desaparecer. Es una luz que quizás se parezca a la espera de ese sujeto envuelto en su abrigo, quieto, apoyado contra una puerta cerrada, imaginando una palabra que no termina de llegar. Eso: la luz es una extensión del acto mismo de aguardar.
Esa palabra siempre posible, infinitamente diferida, es la que quisiéramos adivinar en lo blanco, en la hoja cuya superficie lisa nos fuerza a permanecer en un mismo lugar. Pero no sabemos si realmente está allí, o es sólo una sospecha. Apenas podemos ver la puerta, rectangular, tocarla con precaución, palpar sus grietas, sus líneas desordenadas, que no llevan a ningún lugar. Como ese que habla en “Con la ignorancia de la nieve”, de José Emilio Pacheco, poema perteneciente a Islas a la deriva:
Miro caer la nieve. Estoy en medio
de la nieve que cae iluminada
por una luz del otro mundo.
La nieve existe porque su descenso
deja su huella en mi, lo cubre todo
con su seda apagada.
Entre el aire de nieve me encamino
hacia la noche de Toronto, inmensa
llanura, lividez desamparada.
Abro otra puerta. No hay misterio: entiendo
que el mundo comenzó por ser de nieve.
En lo hondo de la nieve las estrellas
se dirían de nieve iluminada
y próxima a caer: apocalipsis
silencioso y voraz como la nieve.[2]
No hay misterio: esta afirmación radical condensa todo lo desconcertante que hay en la nieve. No es un enigma, no oculta nada, simplemente es. He allí el escándalo de su existencia. Ni siquiera hay un secreto en el fulgor distraído que la acompaña: va con ella porque es su habla, lo que tiene que decirnos, el mensaje vacío que nos entrega: no hay un más allá, el otro mundo es esta luz modesta que sólo existe para nuestra espera –una espera que no requiere nada de nosotros.
Sí, el mundo comenzó por ser de nieve. Y cada vez que ésta cae, llenando las aceras, colgando de los árboles, cubriendo los edificios, ese mismo mundo es precipitado hacia su final. En este apocalipsis no hay juicios ni condenas, no hay trascendencia alguna. Es un fin donde todo recupera el sopor que había perdido, la capacidad de soñar con nada. Un fin donde todo recomienza, blanco sobre blanco, página sin esperanzas.
***
Nací en el trópico. Esto es una suerte por muchas razones, pero la principal es el sol, ese sol omnímodo y omnívoro, irregular y soberano, extraño a los relojes y las medianías. Un sol que sólo sabe de sí y de su tránsito por el cielo. Ese resplandor y ese calor, tan ajenos a cualquier verano, están impresos en cada memoria, en cada voz, en los movimientos que me quedan en el cuerpo. Luz que hace palpable la existencia, que la valida, que celebra su terquedad y su estar allí, sin excusas.
Aunque la Cordillera de los Andes penetra en Venezuela como una vena blanca y extraviada, nunca he alcanzado a visitar sus cumbres. Por ello, la nieve siempre tuvo para mí un carácter ficcional –tan irrevocable que, incluso viviendo en países donde esa blancura es un hecho habitual, como Canadá o Estados Unidos, no por ello dejó de resultarme un hecho del todo inexplicable, un suceso que era pura perplejidad. Es una cosa que simplemente no existe. Aun cuando la tengo entre las manos, algo en mí se rebela contra ese tacto. Algo en mí tiene la certeza de estar tocando y viendo una imposibilidad.
La nieve, para una mano madurada en el trópico, es la suma de lo inasible. No puede ser practicada, es una entidad sin propiedades reales, dependiente de los libros, el cine, los atlas, la historia de países que tal vez nunca existieron. Este encuentro con lo incierto es lo que vertebra un curioso poema que Eugenio Montejo tituló Islandia, incluido en el volumen Algunas palabras:
Islandia y lo lejos que nos queda,
con sus brumas heladas y sus fiordos
donde se hablan dialectos de hielo.
Islandia tan próxima del polo,
purificada por las noches
en que amamantan las ballenas.
Islandia dibujada en mi cuaderno,
la ilusión y la pena (o viceversa).
¿Habrá algo más fatal que este deseo
de irme a Islandia y recitar sus sagas,
de recorrer sus nieblas?
Es este sol de mi país
que tanto quema
el que me hace soñar con sus inviernos.
Esta contradicción ecuatorial
de buscar una nieve
que preserve en el fondo su calor,
que no borre las hojas de los cedros.
Nunca iré a Islandia. Está muy lejos.
A muchos grados bajo cero.
Voy a plegar el mapa para acercarla.
Voy a cubrir sus fiordos con bosques de palmeras.[3]
Islandia remota, bautizada por la distancia que nos separa de ella. Islandia imposible, fantástica, instalada en medio de las aguas heladas de un mapa. Podemos pasar los dedos por esa superficie lisa e imaginarla fría, o trazar el recorrido que llevaría hasta allá, las revelaciones congeladas que aguardan un toque como nuestro para despertar. Qué arduo sería aprender esos dialectos de hielo, pero qué necesario: si uno no puede hablar el mismo lenguaje de los vientos y los fiordos, nunca podrá comprender esa nieve.
El poema de Montejo está fascinado por su propio, fatal deseo en suspenso –como yo, cada vez que pienso en la nieve o la encuentro en la calle. Lo que llama contradicción ecuatorial me condiciona en sentidos que apenas he descubierto hace poco. Ese sol, bajo el cual crecí, es lo que me ha hecho pensar en esas blancuras como algo distante. No importa cuánto pliegue el mapa, cuántas palmeras siembre sobre los hielos, la nieve que está ante mí pertenecerá siempre a un país lejano, que piso sin pisar, que miro sin ver, que quizás nunca ha existido.
***
Schnee, niege, snow, neve: cualquier forma de llamar a la nieve que yo sea capaz de leer me resulta ininteligible, en el fondo. Y en mi lengua materna, nieve es la única palabra que me resulta completamente extranjera.
***
Observar cómo cae la nieve es un oficio inquietante. Obliga a una introspección que no nos devuelve a nosotros mismos, que no nos cohesiona, sino que nos disuelve. Como si fuéramos víctimas de un impulso, un deseo inexplicable de disgregarnos como los copos que le siguen el juego a los caprichos de la gravedad. Pensamos, sin duda, pero cada pensamiento se disgrega, se disipa, se pone a bailar con esa música queda que orquesta la blancura.
Hay un poema de Eduardo Chirinos llamado Trece inviernos con nieve, perteneciente al poemario Humo de incendios lejanos, donde el acto de ver la nieve produce una suerte de desdoblamiento. El texto escenifica el encuentro entre el sujeto hablante y un otro, un hombre ajeno que lo visita, que tiene mano de nieve –como dice el apartado [1]– y que lo confronta consigo mismo, con su propia escritura. Como si todos esos copos y esa miríada de pensamientos sueltos se hubieran condensado en un mismo cuerpo dotado de voz. Este visitante invernal es el doble del autor mismo –de ahí que en cada fragmento sus voces se confundan.
Todo el diálogo gira en torno a la obra de Chirinos. Ejecuta el examen anatómico de su poética. Y luego de desnudarla, de recorrer su adentro, la juzga. El visitante es un heraldo no sólo de la nieve, sino de la página vacía, y en nombre de ambas cuestiona lo que Chirinos ha escrito, lo evalúa, y dicta sentencia. Así, en el apartado [3]:
te cuesta trabajo no ser sentimental cedes fácilmente a
los recuerdos pero ésa no es la música debes concentrarte
un poco más mira el vacío de la página su densa y luminosa
blancura devorando sombras así cantaba mi abuela en su
patio caía la nieve blanco sobre blanco como un paisaje
de john cage como la sucia ventana de malevich escucha
su canción su insoportable silencio de cristales rotos[4]
Implacable, el visitante nevado habla por el silencio que soporta cada palabra que escribimos. Palabras que no tienen sombra porque la claridad de la página se las ha comido. Poner el oído allí, en esa nada densa y luminosa, es aprender a escuchar lo que no habla, lo que de hecho desarticula toda voz. Es buscar el grado cero del poema, la mudez que nada denota, que nada anuncia. Esa canción que se ha quedado en la trastienda de la memoria, palideciendo, y que paradójicamente significa la total ausencia de sonidos.
Vemos caer la nieve afuera como si se tratara de un hecho que sucede en nuestro interior. Como si esa caída pudiese abolir, con toda su música indistinguible, la barrera entre intimidad y exterioridad que tanto nos esforzamos por mantener. Vemos las vueltas de los copos en el aire como el recuerdo palpable de algo más, algo que nos pertenece o nos ha pertenecido alguna vez.
***
Los copos cayendo, de pronto suspendidos en el aire, como si hubieran olvidado qué estaban haciendo.
***
El fulgor de la nieve nunca deja de persistir: esta allí cuando ésta se ha ensuciado, cuando las pisadas, las colillas de cigarrillo, la basura y el orine de los perros la han ennegrecido. Incluso cuando empieza a derretirse, cuando apenas está en las calles, aun entonces queda algo de esa luminiscencia, su misterio doméstico sigue allí, obstinado en permanecer. Luz que no deja de declarar: aquí hay un poco de lo que había al principio del mundo –y un atisbo de su última boca cerrada.
En On Poetry, Glyn Maxwell dice, refiriéndose a la hoja en blanco: “Regard the space, that ice plain, that dizzying light. That past, that future. Already it isn’t nothing. At the very least, it’s your enemy, and that’s an awful lot. Poets work with two materials, one’s black and one’s white.”[5] La planicie yerma de la página, la estepa luminosa y hostil sobre la que escribimos, está a medio camino entre el futuro y el pasado. Es una especie de nunc stans, un ahora detenido, a medio camino hacia ninguna parte. Como dice Maxwell, hay que observarla: allí están los tiempos idos y por venir –pero confundidos, habría que agregar, o mejor: anulados. Lo que escribamos entonces no pertenecerá, en ese primer instante, a ninguna historia.
Ahora bien, es intrigante que Maxwell llame a la blancura enemiga de quien escribe. Sin embargo, si nos detenemos a pensarlo es bastante certera su afirmación. ¿O acaso podemos asegurar que el insoportable silencio de cristales rotos que nombra Chirinos es inocuo, o que aquel apocalipsis silencioso y voraz de Pacheco no nos hace sentir amenazados? Somos seres del habla: en ella somos gestados, en ella nacemos, por ella morimos. No sabemos bien qué es el silencio. Por eso lo blanco de la página nos amenaza, por eso ver la nieve nos inquieta: en ellos adivinamos nuestro reverso.
La escritura poética tiene que abrirse paso en esa masa blanca, dejando su rastro, su colección de huellas insomnes. Tiene que luchar contra ella cuerpo a cuerpo. Y a la postre, asimilarla, aprovecharla. Los poetas trabajan la blancura delineándola a golpes de sílabas. Es la enemiga del poeta, pero también es la condición misma de su existencia. Le enseña que nada de lo que pueda hacer alcanzará la perfección, porque cada palabra pertenecerá a la mudez de la que habrá salido. Y es que, en el fondo, todas las palabras escritas nombran la blancura que duerme bajo ellas. Todas las palabras dicen nieve.
***
En el apartado [6] de su poema, Chirinos escribe:
el tiempo se ha detenido no hay relojes no hay tampoco
calendarios qué más puedo decir no te preocupes soy yo
quien se traga los silencios quien hace las preguntas hace
años empezaste un poema no pudiste pasar del primer
verso en lima la niebla hace lo suyo destroza cualquier
página borra implacable las cenizas su blancura es ilusoria
la promesa del poema acabado la miseria del poema perfecto
Tal vez un texto inconcluso sea también un texto salvado. Exento de poseer un sentido, del deber de significar. Un verso suspendido es un mundo en potencia.
***
Los objetos enterrados a medias por la nieve. Como esos poemas de vocablos escasos, que permiten sospechar tras ellos una historia universal de lo desconocido.
***
La nieve demanda una suerte de ascetismo. Durante buena parte del año, recoge en secreto el silencio del mundo. Lo escamotea, lo hurta, lo esconde bajo su lengua. Luego nos lo insinúa, nos lo ofrece discretamente. Pero no podemos aceptar este don ligeramente: primero es necesario aprender a merecerlo, hacerse a la forma de esa mudez que, paradójicamente, nos llama. Es imprescindible volverse anacoreta, aunque sea por un segundo, aunque uno esté rodeado de gente. La nieve pareciera ser la forma palpable de aquella hesequía que perseguían los monjes del oriente cristiano, esa condición de calma perfecta.
No existe una teoría de la nieve. Tampoco cree en caminos –es decir, no tiene métodos. Cubre de quietud cada espacio en el que cae, lo uniforma, lo desplaza de sí, lo extraña. Como en el jardín de Noche y nieve, poema de José Emilio Pacheco también incluido en Islas a la deriva:
Me asomé a la ventana y en lugar de jardín hallé la noche enteramente constelada de nieve
La nieve hace tangible el silencio y es el desplome de la luz y se apaga
La nieve no quiere decir nada: Es sólo una pregunta que deja caer millones de signos de interrogación sobre el mundo.
No solamente hace tangible el silencio: la nevada también hace palpable la incertidumbre misma de estar vivos. Ver súbitamente borrado, o casi, el entorno que usualmente nos resulta tan familiar, es como hojear las páginas de la propia biografía para descubrir que polillas somnolientas la han estado devorando. Podemos ver cómo caen millones de signos de interrogación: algo en nosotros se eclipsa. Accedemos a un no saber que aquieta las certezas que nos conforman –y las disipa, breves geometrías blancas, en el viento.
***
La nieve es iconoclasta.
***
En el invierno de la página, las frases corren el riesgo de morir de hipotermia. Quedar inmovilizadas por esa materia blanca, imprecisa, irrespirable que las rodea. Y entonces agonizar, aplastadas por las bajísimas temperaturas: dejar de significar más de una cosa, replegar sus muchos sentidos hasta volverse unidades sencillas, unívocas, pobres. La lengua pierde vida en la medida en que pierde su ductilidad semántica. Por ello los vocablos del poema deben moverse, nunca parar, de modo que puedan mantener el calor en sus miembros –y el flujo semántico discurriendo, multiplicándose. De lo contrario, les sucede lo que a esas criaturas descritas por Thoreau en A Winter Walk, atrapadas por una nevada recién sucedida: “In winter, nature is a cabinet of curiosities, full of dried specimens, in their natural order and position.”[6]
El lenguaje del poema tiene el deber de desplazarse –y de desplazarnos con él, llevarnos de un lugar familiar a otro, desconocido. Ese gabinete de curiosidades, esa suerte de wunderkrammer que esboza Thoreau es exactamente lo opuesto a la errancia significante que se impone y nos impone el poema. No puede permitirse ser naturaleza muerta, anquilosarse, osificarse. Debe combatir cualquier aproximación taxidérmica a la lengua. E incluso –o mejor dicho: sobre todo– debe combatir contra sí mismo, contra la poética de la cual forma parte. Un texto no es sólo la encarnación de una determinada poética, sino un cuestionamiento lanzado sobre todos los poemas precedentes dentro de ese mismo conjunto. Esto es algo que entiende muy bien el personaje interlocutor del sujeto-escritor en Trece inviernos con nieve. En el apartado [8], Chirinos elabora una suerte de inventario crítico de su obra:
es inútil le dije no entiendo por eso he venido a visitarte
a decirte que nunca te llamarás horacio que nunca fuiste
herrero en la cubierta del arca nunca equilibrista en bayard
street esta noche he venido a escuchar el alfabeto del agua
su triste canción de ruiseñores estás diciendo que soy
un impostor no me dijo es inútil nunca entenderás nada
Todas esas “identidades” se refieren a títulos de poemarios anteriores del autor: Cuadernos de Horacio Morell, Canciones del herrero del arca, El Equilibrista de Bayard Street, Abecedario del agua y No tengo ruiseñores en el dedo. El visitante obliga al sujeto hablante a confrontar su propia poética, suspendiendo por ese momento la validez que hayan podido tener sus palabras. Pero no para llamarlo impostor, como teme el personaje autor, sino para recalcar cómo sus poemas nunca le pertenecieron, en primer lugar. Nunca fue idéntico a su escritura, ni podía serlo sin abolirla. El poeta, pareciera decir el visitante, tiene el deber de ser distinto de sí mismo cada vez que produce un nuevo texto, de modo que lo escrito pueda partir, vagar, pertenecer a muchos otros y a nadie.
***
La nieve no envuelve los sonidos: los asfixia.
***
Algunos de quienes nacimos sin la nieve, sin su compañía insistente y su extraña vigilia, la hemos vuelto una instancia emocional. La nieve, entonces, es una pasión, no el objeto de una pasión. Algo sucede en nuestra vida canicular y de improviso se hace la nevada, no a nuestro alrededor, sino en nosotros: allí se acumula, se sedimenta. Como sucede en el poema de Montejo Hombres sin nieve, que podemos hallar en Trópico absoluto:
Aquí el invierno nace de heladas subjetivas
lleno de ráfagas salvajes;
depende de una mujer que amamos y se aleja,
de sus cartas que no vendrán pero se aguardan;
nos azota de pronto en largas avenidas
cuando nos queman sus hielos impalpables.
Aquí el invierno puede llegar a cualquier hora,
no exige leños, frazadas, abrigos,
no despoja los árboles,
y sin embargo cómo sabe caer bajo cero,
cómo nos hacen tiritar sus témpanos amargos.[7]
Pocos objetos concretos alcanzan tal nivel de abstracción, son tan propensos a ser internalizados. La nieve, de hecho, lo impone. Llevamos el invierno como una región más de nuestra subjetividad, dispuesta a aparecer según la situación, no regida por las operaciones climáticas del mundo exterior. Nuestra cara interna es golpeada entonces por el viento helado, por el blanco cruel de la ausencia.
Esta misma dinámica de lo intermitente rige, a su modo, la relación de la escritura con la hoja vacía. En esa estepa impasible de improviso brota un río, un caudal de tinta, un verbo que fluye –pero que de inmediato se oculta de nuevo bajo la blancura, sólo para surgir nuevamente un poco más allá, significando ya otra cosa. Como el agua que aparece sin avisar en A Winter Walk de Thoreau: “Occasionally we wade through fields of snow, under whose depths the river is lost for many rods, to appear again to the right or left, where we least expected.” Igualmente, los versos del poema –incluso cuando está regido por la métrica– se cortan y nos dejan a nuestra suerte en medio de la página, mirando esa ausencia, imaginando las palabras que vendrán. Éstas vuelven a aparecer poco después, pero en una región distinta de esa planicie.
El deber del lector es permanecer atento, espiando la próxima aparición de la corriente verbal. Pero no solamente él: también el escritor, que en un primer momento no sabe, enfrentado a la blancura asmática de la hoja, dónde irá cada palabra:
no estás atento debes concentrarte un poco más escucha
la maleza despuntando en la nieve el temblor silencioso
de las hojas la mancha que arruina el pentagrama vacío
te regalo esa imagen la mancha que arruina el pentagrama
vacío ¿quieres escuchar el poema que pediste?
Trece inviernos con nieve nos regala, a su modo, un viaje por los pasadizos y sótanos de la poética de Chirinos. Al modo de un río subterráneo, recorre los textos que lo han precedido y expone qué ha significado escribirlos, así como qué significa el acto mismo de escribir poesía. Este apartado, el [9], nos obliga a abandonar nuestro lugar de lectores para situarnos en el puesto del poeta. Solamente así podemos entender su labor, su escucha obstinada en medio de este desierto blanco, intentando descubrir dónde brota el sonido, dónde esta música quieta se vuelve movimiento.
Al final, el texto es casi una injusticia, una mancha que quiebra la uniformidad de la nieve, la univocidad del silencio. El oficio del poeta, pues, consiste en esto: en manchar, en recorrer la nieve para dejar en ella su rastro olvidadizo.
***
El ritual inútil e imprescindible de voltear a ver las pisadas que hemos dejado en la nieve. ¿Qué escrutamos allí?
Cada silencio es único. No hay santo y seña que nos permita pasar de uno a otro impunemente.
***
La nieve es indetenible, imposible de persuadir. Siempre termina por borrar los signos dejados sobre ella, justo como la página atenta contra la escritura impresa en ella, intentando devorarla. No en vano escriba Thoreau en su ya mencionado ensayo: “The snow levels all things, and infolds them deeper on the bosom of nature.” Es necesario atenderlo: la nieve no hace desaparecer las cosas; antes bien, las fuerza a un repliegue que las hace distintas de sí mismas. En esas profundidades, en el seno de la naturaleza, las cosas aprenden a reconocer su reverso callado, aprenden a verse en aquello que las destruye.
Este conocimiento es el que imparte el silencio de la nieve, que no se deja traducir por nadie. Es la consciencia íntima de la propia desaparición, de cómo uno se tornará borradura, diseminación, mientras que la blancura volverá sucesivamente, siempre idéntica a sí misma. Como dice Insistencia, poema de Pacheco que también podemos encontrar en Islas a la deriva:
Una vez más hablemos de la nieve. Digamos:
su virtud cardinal es el silencio.
Sabe nacer con impecable suavidad en la noche
y al despertar la vemos adueñada
de la tierra y los árboles.
¿Adónde irá la nieve que hoy te rodea?
La nieve que interminablemente circunda
la casa y la ciudad volverá al aire,
será agua, nube y luego otra vez nieve.
Tú no tienes sus virtudes mutantes
y te irás, morirás, serás tierra.
Serás polvo en que baje a apagarse la nieve.
¿A dónde irá la nieve? ¿A qué lugar pertenece? ¿Cuál es su nacionalidad? No irá a ningún lugar: la nieve siempre está allí, persistiendo bajo otras formas, esperando para condensarse nuevamente en ese blanco cegador y ciego que nos obliga brutalmente a la introspección. Practicando en todo momento esa virtud que la define, discreta como un monje. Una virtud que nos inculca sin que lo pidamos, sin que nos demos cuenta, pero que nos deja comprender un poco más de por qué escribimos.
***
Escribir es caminar en blanco. Dejar marcas casi invisibles, perecederas, amenazadas por su entorno –como nosotros. Escribir es hacerse bruscamente consciente de todo lo precario en nosotros, todo lo frágil y fugaz.
Escribir, así, para combatir la blancura, para entenderla, para hermanarnos con ella, que es nuestro negativo y nuestra desaparición. Todo ello a la vez. Escribir para entender el brillo violento de la página –y para atenuarlo, también.
[1] Heard in the Dark 1. Relato de Samuel Beckett. En The Complete Short Prose, 1929-1989. Nueva York, Grove Press, 1995.
[2] José Emilio Pacheco. Tarde o temprano (Poemas 1958-2009). México, Fondo de Cultura Económica, 2005.
[3] Eugenio Montejo. Alfabeto del mundo. México, Fondo de Cultura Económica, 2005.
[4] De Eduardo Chirinos. Humo de incendios lejanos. México, Aldus, 2009.
[5] Glyn Maxwell. On Poetry. Cambridge, Harvard University Press, 2013.
[6] Henry David Thoreau. Collected Essays and Poems. Nueva York, The Library of America, 2001.
[7] También en Eugenio Montejo. Alfabeto del mundo. México, Fondo de Cultura Económica, 2005.
1 comment
Grushenka says:
May 24, 2014
Gracias, puro esplendor.
No me conoces. Somos hermanos de nieve y no de leche. Bendita Enza que recibe tus favores.
Mis Islandias son las de Borges, pero agradezco que cites los mapas de Montejo.