Tal vez no haya esfuerzo más gratificante que el que se invierte en aprender aquello que a uno le place. (p. 47)
En esta última década el debate en torno a la volatilidad del soporte literario ha mariposeado incansablemente en tertulias, aulas, libros, prensa, redes sociales y programas radiofónicos y televisivos. Cuando se han superado ya los problemas surgidos en la prehistoria del libro electrónico −el eReader de 1999−, la polémica se ha ramificado en otros asuntos: la gestión de los derechos de autor, la resolución de las pantallas, el desarrollo de la interactividad, los canales de difusión y de venta o la reconfiguración de los modelos de negocio para las empresas editoriales. En octubre de 2008 El País anunciaba en un titular “El libro digital ganará al papel en 10 años”. Y en abril de 2014 Pez de Plata ha reeditado en un ejemplar exquisito Las confesiones de un bibliófago de Jorge Ordaz (Barcelona, 1946), autor de Prima donna (1986, finalista del premio Herralde), La Perla de Oriente (1993, finalista del premio Nadal), Perdido Edén (1998), El cazador de dinosaurios (2009), El fuego y las cenizas (2011, Premio de la Crítica de Asturias) y Diabolicón (2013).
Y quizás éste es el mejor momento para leer o releer una novela de 1989, donde la pasión por los libros se centra, especialmente, en su dimensión material. Ordaz nos introduce en la adoración fetichista por los insospechados placeres que proporciona el tacto del papel, la esmerada encuadernación, los matices del olor de un volumen joven o fatigado. Nos sumerge en las sensaciones que despierta el perfume de la tinta aún fresca, y expresa delicadamente el insustituible deleite de recorrer, con las yemas de los dedos, los grabados, relieves, orlas e hilos de este objeto artístico. Pero sobre todo, nos invita a un banquete, a una narración voluptuosa sobre el sabor. Sí, sobre el sabor de los libros.
Del biblioclasta al bibliófilo, del bibliófilo al bibliómano, del bibliómano al bibliófago. Así podría resumirse el camino personal que recorre el anónimo protagonista, un liberal oriundo de Barcelona que vive la época del absolutismo fernandino. Desde la atalaya de su madurez, se dispone a poner por escrito el origen y desarrollo de su íntima, extraña y vehemente perversidad:
Empezaré por el principio: a mí no me gustaban los libros; es más, puedo decir que los odiaba. A lo largo de mi infancia y gran parte de mi adolescencia, los libros no constituyeron para mí sino meros objetos susceptibles de ser desencuadernados. Mi único contacto con estos ‘destilados de la civilización humana’ –como alguien ha dicho−, era para arrancarles las tapas y deshojarlos con indisimulada fruición (p. 15).
Confesiones de un bibliófago es una novela de formación que narra en primera persona, con una prosa erudita y gustosa, salpicada de un humor británico, la azarosa historia de un personaje que, ya en la edad adulta, sigue interrogándose sobre el motivo de su infantil fobia. Una fobia que no duda en atribuir a la pasión lectora de su madre, que durante los meses de gestación del hijo, adquirió la costumbre de leer durante toda la jornada, apoyando cómodamente el volumen, “a modo de facistol, sobre su prominente vientre”, mientras él iba “creciendo como podía en su seno, sintiendo cada vez más el peso agobiante de la cultura y, en especial, de la llamada cultura impresa” (p. 16)
Ante ese impulso destructor, sus padres emplearon la mejor de las estrategias: dejar fuera de su alcance todo volumen. De este modo se despertó en el niño una natural curiosidad hacia esos objetos que le habían sido vetados. Así, el pequeño biblioclasta fue apaciguándose hasta que, al quedar huérfano a los 14 años, fue acogido por su tío Hipólito, un hombre culto que pasaba sus días trabajando en su fastuosa biblioteca. Nuestro protagonista descubre entonces, con extraordinario asombro, que existían señores que no se conformaban con comprar, leer y guardar libros, sino que se dedicaban “a cuidarlos y a mimarlos, gastándose, llegado el caso, verdaderas fortunas, y sintiendo por ellos una suerte de pasión irrefrenable que les convertía en sus incondicionales reverenciadores” (p. 23)
Gracias a que su tutor le permite, tras unos meses de formación, asistir a las veladas literarias que celebraba los martes en su casa, el lector puede conocer a una galería de contertulios, tan excéntricos como fascinantes, y descubrir cómo el protagonista aprendió a conocer y a querer a los libros, a reconocer las tipografías (bodoni, didots, estefanos, elzevires), a apreciar «las encuadernaciones “pajariles” de Derôme, con su proliferación de volutas, cenefas, roleos, pinjantes, florones y –cómo no− de graciosos pajarillos» (p. 31), y también a escuchar todo tipo de anécdotas y relatos sobre hurtos, asesinatos, muertes repentinas, pérdidas aciagas y maravillosos hallazgos: “mil y una peripecias en torno a la búsqueda y posesión de los libros; grandezas y miserias, en fin, de la bibliofilia y de sus cultivadores» (p. 32).
Aparece don Bartolomé, para quien “la encuadernación no era un mero adorno o lujo superfluo, sino absoluta necesidad por la que el libro consigue su nombre y se hace digno de él” (p. 25); junto a él, el tímido y memorioso don Pascual Grassi, un hombre casi ciego, que se aproximaba a los libros hasta tocarlos con la nariz (“decíase que los reconocía más por el tacto que por la vista”, p. 26) y llevaba a cuestas la desgracia de haber perdido la oportunidad de hacerse con un ejemplar de la Ópera de Llull, impresa en Estrasburgo por Lazarus Zetzner en el siglo XVI, “sólo porque quien se la ofreció no le merecía confianza”. También nos presenta a Don Prudencio Casulleras, el canónigo de tez espectral, acostumbrado a hurgar en los pergaminos vetustos, en los manuscritos en vitela, en los antiguos códices en piel de venado; y Constantí, el más enigmático de todos ellos, en cuya biblioteca menudeaban las ediciones virgilianas, pues su máxima aspiración “era poder llegar a conseguir tantos virgilios como días del año, a fin de poder dedicar entonces una jornada cabal al disfrute de cada una de las ediciones del Mantuano” (p. 29).
Durante este viaje iniciático, el joven recae en la Sociedad Filosófica y, en 1824, con motivo de las turbulencias políticas acaecidas en España, se ve obligado a exiliarse en Inglaterra. En la sociedad londinense logra abrirse paso a través de varios oficios: de catalogador de libros de un cirujano a ayudante de Salvá, el librero valenciano. Estos empleos le proporcionan suficientes ingresos para lograr instalar su propio taller de encuadernación, para su uso y disfrute particular. El personaje desea fervientemente poner en práctica, con la ayuda de un maestro veterano, todo el bagaje teórico que ha adquirido durante su adolescencia y juventud. Su gran ilusión no era otra que “convertir un libro modestamente salido de la imprenta en un valioso e imperecedero objeto de arte”. En este punto de su vida, su incipiente bibliofilia deriva en la bibliomanía. Confiesa que ya era consciente de que, en aquellos días, vivía exclusivamente de y para los libros:
De hecho, los adoraba y gozaba inmensamente contemplándolos, acariciándolos o cambiándolos de “ropaje”. Sentía una profunda, compulsiva y mesmerizante atracción hacia ellos y, dejábame arrastrar gustosamente sucumbiendo fatalmente a sus encantos, cual inexperto nauta hechizado por embaidores y suasibles cantos de sirenas (p. 49).
Dicha pasión y pericia en el arte de la encuadernación le lleva a trabajar, en la clandestinidad y con condiciones muy estrictas, para un selecto club de amantes de los libros más raros y mejor editados: The Bookeater’s Club, El Club de los comedores de libros, que le revela una nueva perspectiva:
Probado es que el frenesí por los libros apenas conoce límites (…) Las búsquedas obstinadas y perseverantes, las incesantes compras y adquisiciones, las pesquisas constantes e indesmayables, constituyen el eje y centro de la actividad del bibliómano, ese ser abocado a ser víctima de aquello que más aprecia. A diferencia del bibliófilo, el bibliómano no posee los libros, sino que se ve poseído por ellos (…) No escoge los libros, los amasa. (p. 59)
Tras realizar para esta sociedad exquisitos encargos, se le permitirá asistir, como invitado especial, a una de las sesiones de este extraño club, de larga tradición, – fundado en 1789-, que mantenía una innegociable cláusula por la que se excluía la entrada a mujeres, clérigos y escoceses. Por otro parte, solo podían ingresar como socios aquéllos que superaran unas difíciles pruebas que demostraran que el aspirante merecía ser aceptado en el elitista The Bookeater’s Club, cuyo emblema era un cuchillo y un tenedor cruzados sobre un libro abierto, y que se amparaba en una rotunda consigna: “All in a book is palatable”.
El protagonista pronto sucumbe a esa pasión compartida –furtivamente- con otra nómina de estrafalarios personajes. Y va creciendo aún más en él la atracción no ya por el conocimiento que la letra impresa transmite, sino por otros detalles y matices intuidos, pero nunca antes explorados totalmente. En esas reuniones experimentará, deslumbrado, que:
los libros nuevos o recién impresos suelen ser tiernos o jugosos, pero algo insípidos, que los antiguos son por lo general más sabrosos –sobre todo los pergaminos a la romana−, pero en cambio pecan de correosos y resecos, por manera que precisan casi siempre, de previo reblandecimiento, cuando no de adobos suavizadores; que los ejemplares muy fatigados tienden a la flaccidez, y es aconsejable degustarlos à la faisandé, y que no hay mayor disfrute que el hecho irrepetible de comerse una copia única (p. 70).
El protagonista consigue superar las pruebas gracias a su amplio conocimiento del mundo del libro, pero también a su pericia en la preparación de un delicioso y sencillo menú de hojas de respeto y puntas de tela sajona sazonadas con aceite de trementina. Tratará, evidentemente, de justificar su bibliofagia con argumentaciones librescas: “el amor a los libros es la causa última por la que éstos pueden ser comidos” (p. 75), afirma, y se apoyará en la autoridad de Francis Bacon, quien se lamentaba a menudo de que “muchos libros son probados, pero pocos masticados y digeridos” (p. 78)
El ritual para probar esos deliciosos manjares debía seguir un orden gradual, de modo que los cinco sentidos se aplicaran lenta e intensamente a explotar tan insólito placer: la vista para contemplar la encuadernación y para admirar con parsimonia los tipos de letra y los delicados ornatos; el tacto, para discurrir sobre la calidad y la naturaleza de la textura del papel; el olfato para deleitarse en el aroma del cuero, de la tinta, e incluso hasta en los rancios olores de libros vetustos; el oído, que le brindaba el murmullo de cientos de hojas deslizándose entre los dedos y el sonido opaco de las tapas al cerrar el volumen con un golpe seco. Estos iniciales deleites preparaban y abrían el apetito a cada uno de los comensales para el goce completo y último: “el reconocimiento palatal, la degustación y el saboreo sutil de todos y cada uno de los distintos elementos del libro” (p. 79)
Les invitamos, pues, a conocer estas confidencias venidas de un siglo pretérito, con la promesa de que no les defraudará la confesión del último e insólito deseo de su protagonista. Un deseo que se desvela en la última página de un libro que, en el primer cuarto del siglo XXI, homenajea −desde la ironía− a bibliófilos y a bibliómanos, para recordarnos, tal vez, que el amor por el libro está unido al amor por el objeto artístico. Así, mientras Ordaz nos permite degustar una y otra vez –con la imaginación− algunos artefactos literarios verdaderamente irresistibles, nos permitimos preguntarle, querido lector: ¿qué libro anhelaría catar, saborear o devorar secretamente? Bon appetit!
Inmaculada Rodríguez-Moranta
Universidad Rovira y Virgili