En una entrevista que le hizo Miguel Ángel Zapata, Heberto Padilla, inducido a pronunciarse sobre Quevedo y Góngora, dijo:
“Yo he leído mucho a Góngora, todos nosotros hemos leído mucho a Góngora, pero pienso que Góngora es un gran error en la literatura de nuestra lengua; no él mismo, como nunca ocurre con un poeta que busca y estrena nuevas formas, sino Góngora en el sentido del gongorismo, de su maestría, o de la dirección que marca su poesía. Creo que en Góngora comienza la decadencia de la poesía hispana. Yo no considero que un enmascaramiento permanente de la realidad sea la poesía, no lo creo, y por lo tanto creo que el gongorismo es un error que vamos a pagar por muchos años y durante mucho tiempo. Esto es muy desagradable, muy petulante de mi parte decirlo, pero no me queda más remedio que hacerlo. Quevedo es un gran poeta que yo prefiero. Entendámonos, hay poemas de Góngora extraordinarios; a mí lo que no me gusta de Góngora es la Generación del 27, es decir, sus discípulos, aquellos que hacen de Góngora un método, y que convierten ese método en una degradación del idioma castellano.”
––¿Todos los del 27?, preguntó Zapata.
––Sí, todos los del 27, Alberti, Aleixandre, etc…, respondió Heberto.
––¿Aleixandre en todas sus etapas? Repreguntó, quizás extrañado, el poeta peruano. A lo que contestó el cubano:
“A mí no me interesa Aleixandre para nada. Me parece que si la poesía española va a ser Aleixandre o Alberti, entonces se puede prescindir de esa poesía, como ocurre que está prescindiendo el mundo de ella. Yo no sé si a los hispanos les interesará saber que la poesía española no interesa en ninguna parte del mundo. Hemos leído la poesía traducida de Brecht, de Stevens, de Eliot, de los poetas franceses, pero ¿quiénes traducen a los poetas españoles, a los hispanos?; muy poca gente en el mundo, y cuando los traducen, lo hacen con miseración. Esto lo creo yo, y lamento tener que decirlo.”
Comienzo con estas palabras de Heberto Padilla, poeta, hombre culto y lúcido que tenía un agudo sentido crítico, confesando al mismo tiempo que cuando las leí por primera vez, hace ya algunos años, las consideré imprecisas y exageradas. Y en algún sentido me lo siguen pareciendo; sin embargo, el tiempo, esa extensión inmisericorde que todo lo mueve, ha ido acercándome al vate pinareño en lo tocante a cómo tasa la Generación del 27, de la cual ahora mismo sólo me interesa hondamente Guillén, y me siguen sorprendiendo algunas genialidades de Lorca.
No comparto lo dicho por Padilla sobre Góngora, a quien considero uno de los más grandes poetas de nuestra lengua, aunque intuyo lo que quiso y tal vez no pudo explicar en su complejidad, exigido por el formato rápido e informal de la entrevista, que imagino realizada y grabada en vivo. Góngora no fue un error de la poesía en castellano, claro que no, fue una magnífica muestra de su apogeo último. Pero es cierto que tras él (“todo lo que llega a su apogeo comienza a declinar”, dijo Abd Allàh) nuestra poesía inició un declive que aún perdura. ¿Por qué…? Con ganas y espacio podría extenderme para explicar las razones que sospecho están detrás de esto: las históricas, las sociológicas, las culturales y las literarias que son consecuencia de las anteriores. No descarto ensayarlo algún día, pero ahora voy a limitarme a exponer algunas de las causas de tipo cultural, y entre ellas, precisamente las que en apariencia son más contingentes, y, sin embargo, resultan cardinales.
La cultura occidental mediterránea, amén su gran mestizaje y la influencia que ejerce sobre ella lo oriental (persa y árabe, semita) está sustentada sobre la preponderancia de lo público sobre lo privado; es el resultado de muchos siglos de dialéctica ejercida en el ágora, el foro, la plaza; de muchos siglos de algarabía y chismorreo, de dimes y diretes; de fértil superación de los espacios privados, si hablamos de la posibilidad de intercambiar productos e ideas, pero también de viciosa invasión de los mismos, si hablamos de la creación de un ámbito idóneo para que prosperen el arte de la discordia y la envidia, tanto en su versión más atlética, como en la más ruin y corrosiva.
Ya a principios del siglo XVII fueron públicas y célebres las diferencias que existían entre algunas de las principales figuras de la literatura española: Cervantes/ Lope y Quevedo/ Góngora fueron los pares de más nombradía. Estas diferencias, que por supuesto no tenían exclusivas bases literarias, sino más bien intentaban marcar lindes claros en cuanto a capacidad de obtener mecenazgo y público, o sea, dinero y gloria, en algunas ocasiones se trataban veladamente, pero en otras eran aireadas de forma visceral, enfermiza, llevadas a extremos de difícil comprensión; tenían una gran capacidad para generar bandos que acrecentaban exponencialmente las filias y las fobias, y, a su través, hacían difícil, si no imposible, cualquier intento de reconciliación o acercamiento de posturas.
La poesía española, más aún, la poesía en castellano a un lado y otro del Atlántico, no se ha librado desde entonces de este penoso síndrome. La obra de Góngora pudo ser ciertamente un hito en la bifurcación definitiva que marcó nuestro posterior continuo poético. No sólo influyó en la poesía hispana de su época, sino también en la de toda Europa. Su influencia, crecedera y creciente, llegó hasta el siglo pasado y estuvo a la cabeza de los debates sobre las vanguardias, la poesía pura, el hermetismo y el neobarroco. A partir de Góngora, nuestra poesía parece obligarse a tomar partido entre acicalar al cisne o torcerle el cuello. Tras esta banal cuestión hubo casi siempre un mero impulso formal, impulso que también existió, cómo no, en la obra del genial cordobés, pero acompañando en este caso a una enorme capacidad para la imagen poética, y a un pensamiento profundo, finísimo, que es, desde mi punto de vista, el verdadero motor de su obra, sea cual sea su más aparente estandarte.
Decía que no nos hemos librado de nuestro interesado y dañino sectarismo poético desde el XVII hasta ahora; ejercido éste desde movimientos, manifiestos, revistas, periódicos, cátedras, editoriales, premios literarios, ect. Ahí están, por ejemplo, la dura disputa pública sostenida entre Iriarte y Forner en el siglo XVIII, la no menos agria entre Quintanistas y Moratinistas a principios del XIX… Nada cambió llegados al XX, todo lo contrario, porque tanto el Novecentismo como la Generación del 27 padecieron igual mal. Este último movimiento alcanzó el colmo de lo sectario y excluyente. Bergamín, dueño una finísima ironía, dijo (no es literal) que lo único que le faltaba al grupo para reflejar su verdadero sentido, era completar su nombre viniéndose a llamar Generación del 27, S.A. Sí, se trataba de una empresa multinacional, pues influyó mucho en todo el mundo hispanohablante, que cerraba puertas a quienes no comulgaban con su credo y en consecuencia no trabajaban por la religión que de él se desprendía. Es cierto que los países de América Latina no se libraron de estos pecados, pues como dice el refrán, hijo de gato caza ratones. Ahí están, por ejemplo, movimientos con vitola de endogámicos, como Los Contemporáneos en México, o grupos cerrados que se crearon alrededor de revistas como Orígenes en Cuba o Sur en Argentina; pero España demostró ser un verdadero ejemplo de cómo se podía hurtar a la poesía castellana su enorme capacidad para lo diverso, embudándola en una dirección no bien conjuntada en su fondo, ni tampoco en su forma, pero excluyente y totalitaria en cuanto a la nómina de sus actores; trazada a la medida de un grupo de poetas, intelectuales y empresarios, complacientes amigos los unos de los otros, que no siempre eran los mejores, pero sí los únicos que se promovían con cuidado esmero. Y no es que fueran éstos ajenos a los celos mutuos, ni que tuvieran igual talento entre ellos, ni siquiera que, como ya dije, manejaran similares sustancia y forma poéticas; sencillamente eran los dueños del balón y del campo, los únicos que jugaban a la vista de todos y marcaban goles. Goles que ahora el tiempo justiprecia, pero que en su momento coparon las ovaciones, dificultando el aprecio a la importante obra de algunos jugadores sin ficha.
El siglo XX español está cargado de intentos parecidos. Cada tendencia o grupo (se sucedieron muchas) pretendió controlar la charca, ya fuera para acicalar o torcerle el cuello a la fatigada y fatigante ave. Ultraísmo, Poesía Social, Postismo, Generación de los 50, Novísimos, Poesía de la Experiencia, Poesía del Silencio, Poesía de la Conciencia y un largo etcétera; algunos de ellos, movimientos con vocación excluyente que trataron de acallar a sus “contrarios” en la medida que les fue posible, y al margen de los cuales tenían poco que hacer, más allá de levantar su obra en silencio, los poetas que no calzaban en sus Tablas. Especial mención merece la llamada Poesía de la Experiencia, que avalada por un radical cambio sociopolítico acontecido en el país, logró emerger con fuerza en los ochenta y levantar un emporio tiránico en los noventa que aún mantiene en buena medida. Sus miembros, como sucediera cincuenta años antes con la Generación del 27, S.A., lograron posicionarse en todos los estamentos útiles a sus ambiciones, y desde ellos ejercieron, ejercen un espurio reinado que lastra a la poesía en castellano por abajo y por arriba, obstruyendo las arterias de su tradición y secando las venas que deben irrigar su porvenir. No digo que no haya entre ellos buenos poetas, no es éste un texto de franca crítica literaria; digo que muchos hicieron y hacen todo lo posible para silenciar las voces que no vibran en su frecuencia, a las que tildan de desafinadas o anacrónicas según el caso, ayudando de esa manera a levantar entre los escasos lectores un gusto poético afín, incapaz de encontrar puertas para acceder a obras con otros cimientos, otras ventanas. Miren cómo lo explica Gabriel Cortiñas en el prólogo a una antología que reúne a varios jóvenes poetas españoles que ya se rebelan frente a la referida tiranía:
“Recapitulemos: en las últimas décadas del siglo XX tuvo lugar en España el debate del que hablábamos, entre la poesía de la experiencia, que propiciaba una enunciación directa y llana de la realidad (como si hubiera una única forma de nombrar), y la poesía del silencio, más ligada al trabajo con la propia materia del lenguaje. El primer grupo logró consolidarse en el campo cultural, lo que relegó al trabajo menos invisible o marginal ––según el caso–– tanto a los poetas del silencio como a todos los que no comulgaran con aquel normalismo. En el intento de buscar una respuesta a la pregunta que formulábamos al principio (¿por qué no conocemos nada de poesía española actual?) podríamos llegar a pensar que los espacios en los que la poesía se hace visible habían sido ocupados por escrituras tan conservadoras que generó un doble movimiento: hacia adentro, cierta invisibilidad de todo aquello que no comulgara con el paradigma estético imperante, y hacia afuera, el natural corrimiento de la mirada hacia aquello último ––conocido extramuros–– que había tenido algo para decir…”
Miren cómo parece implorar su quiebra, Mercedes Cebrián, una de las poetas antologadas:
Oremos para que algo sueco o noruego
nos ocurra, se pose sobre el suelo y haga
brotar una segunda voz.
Sí, en los últimos cuatrocientos años, la poesía en castellano sufrió numerosos intentos de poda sectaria desde su centro, muchos de los cuales para su mal prosperaron. No han bastado para contrapesar este fenómeno los movimientos vanguardistas surgidos en América, como el modernismo, el indigenismo, el sencillismo, el nadaísmo, etc, casi siempre sujetos a similares taras. Tampoco han servido de suficiente contrapeso las enormes figuras que, como verdaderas ínsulas extrañas, han elevado nuestra poesía al nivel que merece una lengua con enorme y riquísima tradición, hablada por una décima parte de la humanidad. Hablo de poetas como Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, César Vallejo, José Lezama Lima y Octavio Paz, por ejemplo, que con obras de importancia capital, hayan estado ellos mismos más o menos vinculados a los movimientos hegemónicos que afectaron a sus respectivas generaciones, lograron momentos cumbres para la poesía hispana; no suficientes, sin embargo, desde mi punto de vista, para frenar su crónico declive. Es cierto, como dijo Padilla a Zapata, que no se traduce la poesía en castellano en la misma medida que otras que debían ser sus homólogas, o incluso sus subalternas, si nos atenemos estrictamente a la potencia de su tradición y al número de personas que hablan sus lenguas-madre. Es cierto que, con honrosas excepciones, en el mundo no interesa igual la poesía escrita en castellano que la escrita en inglés, en francés, o incluso en otros idiomas europeos hablados solamente en sus países de origen.
Pero el fenómeno descrito para la “Zona Centro” de nuestra poesía, tiene sus curiosas variaciones cuando desembarca en provincia. No las experimenté directamente en La Habana, pues aunque escribí poesía en los últimos años que viví en mi ciudad natal, no penetré en ella los ámbitos donde se cocían su ponderación y difusión. Sin embargo, experimento esas variaciones en Castilla, donde vivo y trabajo hace más de cuatro lustros, período en el que he escrito la mayor parte de mi obra y he publicado algunos poemarios. La actual Castilla hace mucho tiempo que es una provincia en lo referido a la actividad hegemónica de la poesía en castellano. No operan desde aquí los más conocidos doctores, amanuenses, mercaderes, notarios o registradores, aunque lo siguen haciendo grandes poetas, sobre todo si donde pusimos Castilla, ponemos ahora Castilla y León, dichosa prolongación para la poesía, porque es León tierra muy fértil en este sentido. Vaya mi especial reconocimiento a Antonio Gamoneda, en mi opinión, el mejor de los poetas vivos en nuestra lengua, perenne evadido de los turbulentos episodios de interesado gregarismo que mencioné antes, pues no lo ubico claramente en ningún movimiento estilístico, sometido a ninguna curia o claque poéticas.
En Castilla y León, o viceversa, resuena el eco de todos los movimientos que se dan en nuestra lengua. También en esta provincia lingüística se padeció y padece la tiranía de las tendencias poéticas hegemónicas más o menos excluyentes. Algunos de sus miembros, que no son necesariamente sus promotores o principales centuriones, nacieron aquí o aquí se avecindaron durante algún tiempo. Obviando los nombres más célebres que se afiliaron a movimientos ya históricos y lejanos en el tiempo, aquí viven y escriben, o vivieron y escribieron, muchos poetas que, según la crítica al uso, están o estuvieron adscritos a determinados grupos de más reciente constitución. Es el caso de Antonio Colinas, Miguel Casado, Olvido García Valdés y Juan Carlos Mestre, por ejemplo. Pero también hubo y hay poetas nada dóciles ante las tentaciones asociativas, que suelen preceder a las gregarias, cuyas obras son difíciles de encuadrar en tendencia alguna. Las hubo y las hay de muy diferentes generaciones y estilos. Son los casos del desaparecido Francisco Pino, del ya mencionado Antonio Gamoneda, de Jesús Hilario Tundidor, Antonio Piedra y Fernando del Val, por ejemplo.
Claro, Castilla y León, como toda provincia que se precia, genera sus propias escuelitas, tiene sus propios vicios, sus propios tiranuelos provincianos. Llama la atención cómo todavía resuenan aquí los ecos del 98. En una región que en lo social, cultural y económico, felizmente se empina para trascender la impronta de su postración tras la definitiva quiebra del imperio (cuánto me alegro de ello, porque aquí gravita mi cultura, viven mis hijos y quizás lo hagan mis nietos) todavía existe cierta propensión al abatimiento, algunas veces resuelto, si hablamos de poesía, mediante un ruralismo latente, combinado con un mal entendido quidismo que subyuga e inhibe. La cultura tiene una inercia enorme. Es así. El castellano, que según Ortega, “siente una secreta vergüenza cuando se sorprende complaciéndose en algo”, en alguna medida se aferra todavía a ese español que, en palabras del propio filósofo, “lleva dentro, como un hombre muerto, un hombre que pudo nacer y no nació”. En poesía esto tiene ventajas y desventajas. La búsqueda constante de la quintaesencia con una muy sopesada emotividad es algo positivo, pero cuando tal búsqueda llega a niveles que inmovilizan y atentan contra la línea de flotación de la imagen, se convierte en perniciosa, sobre todo si se pretende imponer a toda obra coetánea como única vía hacia la verdad poética.
Jiménez Lozano, uno de los intelectuales más penetrantes de Castilla, hablando de la variante carmelita de “la estancia española”, refiriéndose a lo que elude la celda teresiana, escribió: “Estos barroquismos ––como los estilísticos de la escritura–– son siempre caros y cortesanos, pero además son efectivamente imposibles de adaptar a lo verdadero, y la pobreza es siempre verdadera”. El mismo autor que sabe y escribe que la verdad no es más que una leyenda, que “la belleza es cosa de este mundo, y es papista”, sucumbe a la fascinante imagen de la santa y mística habitación, que alberga la igualmente santa y mística inhibición, porque atisba en ella una “belleza ausente” que “apunta a un sueño”. Este sugerente discurso, que trasciende el marco de la experiencia mística, y parece inducirnos a una extensión de sus valores de contención sensorial a todos los órdenes de la vida, todavía encuentra en Castilla muchas almas comprensivas y compasivas… Y está muy bien. Es difícil evitar la potencia sugestiva de esta imagen de santa renuncia. Yo mismo confieso que me interesa y ayuda, que poseo un alma cada vez más proclive a su influjo, pero con límites, y siempre en mi condición de pasivo esteta, no de activo poeta, pues me resisto a cederla mansamente al Sumo Guardián del Cero.
También llama la atención cómo ese ruralismo quidista y remolón que aún late en la trastienda de Castilla, y por ende en algunos de sus poetas, encuentra puntos de contacto con la poesía oriental, en especial con la japonesa, gozándose sin cautelas en ello. Claro, se trata del culto a la inacción, a la comedida percepción de una realidad física subyugante, y a su también comedida descripción. El ya citado Ortega, que caló como nadie al castellano deprimido de principios del XX, apuntó: “No se debe olvidar que las razas occidentales, tomadas en conjunto, se caracterizan frente a la humanidad del Oriente por un rasgo común de entusiasmo vital”. No se debe olvidar, pero todavía algunos lo olvidan, peor aún, pretenden que lo hagan los demás poetas en activo para lograr el salvoconducto hacia la escueta geografía de una corrección pautada y pactada.
Entonces, si vemos que la poesía quidista y rural castellana quiere ser al haiku, lo que la estancia carmelita al tatami nipón, tal vez valga la pena esbozar una caricatura de ambos mundos psicológicos, exagerando sus rasgos más notables para arrojar claridad sobre la conveniencia o impostura de tal quimera. Veamos. El japonés no tiene que esforzarse en lo absoluto para no hacer, porque la inacción es lo “natural” en él, es su máxima ontológica. Pudiera pasar media vida sin salir de un espacio minimalista, enfrentado y abierto a la abundante naturaleza, sin desquiciarse por ello, participándola en plenitud desde la simple observación. Sin embargo, el castellano no hace con la intención de ajustarse, reprimirse, castigarse incluso. Su natural (occidental hasta donde lo permite el cristianismo católico) es obrante, y cuando diseña una celda como la teresiana, debe cerrarla a cal y canto frente a las tentaciones del paisaje humano y natural, para apoyar el refreno de su inclinación interior más íntima. La escasez militante de esta poesía castellana, cuando no es mera esgrima formal, es fruto de la represión psicológica, mientras que la del haiku deviene de una psicología reposada y relajada, con base en una pasividad de orden metafísico. El haiku fluye tranquilamente, donde la escasez castellana, que no se conforma siquiera con el aforismo, salta continuos obstáculos, que como tentadores cuajarones retórico-discursivos, dificultan y amargan su misión. Claro, dirán algunos, de eso se trata, debemos vencer esos obstáculos. Totalmente de acuerdo. Pero cuidado con la siega radical, no nos cortemos las piernas primero, para rebanarnos después hasta quedar reducidos a mero gesto. Porque una cosa es la escasez y otra muy distinta la exactitud. Ya mencioné a Jorge Guillén, dueño de una precisión envidiable, para mí uno de los poetas más necesarios de nuestra lengua, quien no soltó jamás la plomada y el nivel que se dejó Herrera en Valladolid, y con ellos aplomó grandes meridianos, niveló grandes horizontes sin renunciar a una imagen vibrante. La precisión, bienvenida; la inhibición vacua, académica y represora, no; sobre todo si se convierte en un arma en manos de los guardas provincianos, prestos a “limpiar” el escenario de “molestas transgresiones”, trabajando así, como también lo hacen los movimientos más hispano-céntricos, por una reducción interesada y penosa de nuestra poesía… Sí, en provincias también llueve sobre mojado.
Pitágoras dijo bien claro a sus discípulos. “No orinéis cara al sol, [pero] no cantéis, sino acompañados de la lira”. Lezama nos advirtió: “Todo fervor autodestructivo es frívolo”. Con el gran poeta habanero, “siempre me gusta recordar que sabor, sabiduría, sal, saltar, danzar eran para los griegos una sola palabra.” El estipendio de la abstención reprimida es la nada. El de la ruindad se expide en los ojos del olvido.
Jorge Tamargo