En el relato de historia-ficción «El Rascacielos», el profesor de la Rhode Island School of Desing David Macaulay narra la compra del Empire State Building por el Príncipe Ali Smith. Con minuciosa precisión el autor da fe del desmantelamiento y traslado del edificio camino del desierto de Arabia donde el magnate del petróleo lo recompondrá piso a piso. Tan sólo el mástil de amarre por razones de patrimonio cultural se quedará en Manhattan, con él se montará un monumento sobre el solar de lo que antes del rascacielos fue el emplazamiento del Hotel Waldorf-Astoria. Así mismo, narra cómo el Reina del Desierto, con la sustancia del rascacielos en sus bodegas, chocó contra el iceberg que el magnate tenía anclado al sur de la costa de Arabia para suministrar agua a su sediento desierto.
Este extraordinario relato que despertó interés por su minuciosidad en la descripción técnica de los procesos de desmantelado y por su calidad literaria no fue nunca valorado como prodigiosa metáfora que adelantaba los designios que, no tardando, habría de seguir lo que conocemos como “el quehacer del arte”.
Durante siglos, la mirada de los hombres y sus inquietudes intelectuales sobre la poesía o el arte, ese alumbrar la oscuridad con lo naciente, fueron solapándose y con ello crearon un lecho medianamente sólido donde las generaciones posteriores armaron sus arte-factos conforme al pensamiento de su tiempo. Pero, llegó el comandante y mandó a parar: Poder y dinero, conscientes, el primero del potencial liberador que la producción artística tiene, y el segundo de la rentabilidad que a buen seguro ofrecería una frenética sustitución de modelos con apariencia de flujos de pensamiento, se pusieron a maquinar –cosa antigua ya– los mecanismos para embridar la libertad.
El poder, conocedor de la mala imagen que daba la declaración de arte degenerado o la quema de cuadros, decidió, con mucho acierto para sus intereses, crear espacios de cultura y fondos de ayuda abiertos, aparentemente, a todo tipo de proyectos culturales. En cada uno de esos espacios estableció un “ingeniero cultural” que habría de supervisar la calidad técnica y la bondad intelectual de los proyectos. Es decir, lo que en los modelos estalinistas o fascistas hacían los comisarios culturales: el control del arte; establecido ahora de una manera más sutil y con apariencia de impecable imparcialidad. La confirmación de lo que digo es sencilla: en ningún establecimiento expositivo dependiente de la administración, en el periodo posterior a la dictadura franquista, se ha visto material artístico contundentemente crítico con los “patrones” del edificio. Sí, leves manifestaciones de desacuerdo que rinden fantásticas plusvalías de imagen a los “democráticos” y abiertos amos de las riendas.
El dinero –business is business– va que chuta con el patrón de lo cambiante. Los modelos estéticos, que en otros tiempos se modificaban con los discursos teóricos, se superponen ahora con la frecuencia de las prendas de vestir. Hay modelos pictóricos de primavera, intelectualmente más vaporosos que los de otoño; los otoñales suelen ser más terrosos, más húmedos. En verano medra mejor lo multidisciplinar, acaso porque siempre ha sido más playero; y las pocas manifestaciones pictóricas que se producen en esta temporada siempre tienen ese regusto cromático que tiende al color pistacho…, y, como en el vestir, quien no va a la moda no es nadie.
Poder y dinero son aquí, como en el relato de Macaulay, los jeques ocurrentes que decidieron trasladar el edificio de la cultura desde el lugar de pensamiento donde rendía luz hasta los arenales estériles de su sometimiento…, qué más les da a ellos la falta de agua. Su barco, el Sota de Bastos no naufragó.
Los ciudadanos contemplan ahora en los parques temáticos las reliquias culturales del tiempo antiguo, y las creaciones de temporada en las salas de exposiciones de cercanía. En las rotondas de las ciudades, hasta en las más pequeñas, unos y otros, han dispuesto trampantojos que calman las ansias de emoción estética de los viandantes: una especie de desfibriladores espirituales de emergencia. Una sociedad justa con equipamientos a la altura de las necesidades de un público exigente.
Escribo este texto tras contemplar en el taller de Armando Arenillas sus últimos trabajos, motivado por ellos. Impone la imagen desoladora de un hombre culto y honesto en su hacer, levantando el mapa de ruina, recomponiendo los desollones de las paredes tronzadas que dejó este terrible traslado del arte desde los territorios útiles de lo sólido hasta la nadería insustancial de lo fofo. El arte como testimonio del atropello alzando habitaciones con los cascotes, con la gravilla, con el polvo mismo de la nube que apenas si nos deja ver el paisaje de soledad donde anidamos con esas cuatro cosas que creemos nuestras. Los pulsos de un color contenido, los diminutos veneros de sombra que bullen en los pliegues del papel que la lluvia cuajó en los lienzos de mortero están en este estudio haciendo muro, los unos al lado de los otros. Ya queda menos para que esta arquitectura de taller –la obra apilada– sea cobijo del hombre, para que en el silencio de pigmento y cascajo eche raíces otra vez la ciudad de la palabra respirada, razonada y limpia.
Veo en el estudio su obra con una luz cenital que se descuelga desde un ventanal que es todo cielo. La luz vertical dramatiza los aglomerados y enciende los vestigios de color hasta convertirlos en pomada sanadora de mi mirada fatigada. Busco en los ojos del autor sus manantiales, sus graveras, el pozo de su arcilla, sus musgos…, sospecho que está construyendo los abrigos que son su obra con lo poco que un hombre solo puede abarcar entre sus manos. Apenas si dejaron material cuando zarparon camino de ningún sitio. Tampoco los que vieron cómo secaban las fuentes antes de marchar movieron un dedo. Nadie pidió responsabilidades a los que dejaron hacer, y nadie señala con el dedo a los que aún se dejan hacer, que son muchos en los dos montones de silencio.
Junto a los tapiales húmedos los hombres: en la obra gráfica que acaricié sobre las mesas puede ver congelada la mirada de anónimos espectadores que quizá sean los que vieron partir en el Sota de Bastos todo aquello por lo que habían luchado. Sólo el empecinamiento del autor en seguir trabajando, a sabiendas de que la topografía que revelan sus obras difícilmente conseguirá desviar la mirada de ese público entregado a los becerros de purpurina, me reconforta. Acaso no todo esté perdido.
José Noriega, 29 de agosto del 2014