Narval, Pablo. Cartas para inventarnos. San José, Costa Rica: Editorial Universidad Estatal a Distancia, 2014. Precio: $3,7
Ronald Campos
Con Cartas para inventarnos, el poeta costarricense Pablo Narval abre su camino literario a sus 32 años, ofreciendo al lector una voz lírica en que impera el amor y el erotismo como fuerzas universales de reunión no solo física y espiritualmente con la amada, sino también con lo misterioso del universo, un misterio a que Narval convoca desde el epígrafe inicial del poemario citando al poeta francés Jean-Claude Renard: “En el instante de mi amor,/ lejos de mis cenizas y de mi ansia/ se extiende en mí y me rodea un ancho reino mineral/ de seres transparentes, de hierba pura…/ de espesos frutos cuya leyenda me transfigura”. Así, en sus veintitrés poemas, o más bien cartas, Narval expresa desde la perspectiva trascendentalista costarricense ―como afirma la también poeta trascendentalista Lucía Alfaro en el prólogo― “ese romanticismo que hasta hoy lo ha caracterizado, romanticismo que tantos han intentado matar desde finales del siglo XIX” (xi).
En estas cartas se escuchan ecos de otros poetas que han nutrido la actividad creadora de Narval. En “Oda a tu bufanda”, por ejemplo, comienza a oírse la sencillez posmodernista de Neruda; de ahí que al lado de aquella “boina gris y el corazón en calma” del “Poema 6” Narval cuelgue “en el respaldar/ herido de mi cama […] ese pretexto de la lana/ que me diste para amarte” (6), que “a veces se esconde/ por debajo de mi almohada,/ solo para hacerme sentir/ que duermo en un instante de bufanda” (5). En medio de este lenguaje sensorial y sensual, se manifiesta la idealización de la mujer amada y amante: “La mujer que quiero está en ti,/ la que he buscado está en ti,/ saber que somos iguales/ a la estrella profunda que vive en el trigo,/ pero disparejos para los meses no besados” (49-50).
Entremezclados con los versos de mayor uso en la poesía moderna, Narval opta por los hexasílabos, octosílabos, decasílabos y dodecasílabos para proponer un ritmo personal que conduzca, con una melodía popular, cálida e íntima, al lector hacia el escenario evocado por la mayoría de los textos: la habitación, donde se encuentra esa fotografía: “Verte en la foto/ es otra forma de amar,/ le da a mi cuarto/ toda el alma intacta de las cosas./ En ella el viento/ tiene una envidia de amarte en tu cabello,/ y un acercamiento/ casi fingido para besarte” (1); la habitación donde el tiempo íntimo y cíclico abole el devenir trágico y existencial: “Duérmete ahora,/ con el desliz de mi tacto/ en el país sin tiempo de mi pecho” (39); la habitación que motiva la contemplación del cuerpo desnudo de la amante: “Tú eres para mí lo que eres para el ángel:/ la longitud morena de mi vida,/ el trazo viajero de un reloj/ cerrando mis ojos./ En tu dormitorio/ recogiste al niño/ que sangraba en mis heridas,/ y pude ver que el amor/ es un sueño de Dios/ extraviado en tu mirada” (42).
Es en este espacio íntimo donde suceden los deseos de abrazar: “Humedeciendo el territorio/ donde caen las manos cansadas,/ y también las ociosas,/ por el difícil callejón/ que es besarse siempre sin contentos” (7), por retener “en la investidura perdida de tu boca” (27); de besar: “Pero aún no has besado/ esta sombra que soy/ más allá de tus labios” (15); de recordar: “Si ella estuviera aquí/ desatada en la altura,/ si estuviera a mi lado/ construyendo minutos con mis manos,/ solo con un rizo de su sombra/ cayendo numerosos sobre mi nombre” (21). La presencia tanto onírica como física de la amada se representa en varios poemas por la sinécdoque del “cabello”: metonimia del cuerpo erótico-erotizado y símbolo de la intimidad, pero también del paso del tiempo, la pérdida de ese ser y su añoranza: “Tu cabellera aparece y desaparece/ como un lento río” (29).
En el plano del erotismo, son notorias la intensidad lúdica, por ejemplo, en “El toreador”: “A media luna/ se abre mi corazón de torero,/ y no puedo evitar la faena/ que tú me das en cada noche […] Detrás de mi oreja tu beso/ a la mitad del fuego/ y en mi espalda a la mitad del frío/ tu saliva:/ estocada ante mi vida” (33-4); la exaltación del cuerpo femenino en “Sencillo laberinto”: “Me entregas tus caderas tan solas,/ que se van yendo como el aire/ acariciado de una mujer” (23); y la invitación a la complicidad en medio de la ciudad y la noche: “No,/ no nos miremos aquí,/ en esta estación/ tan escondida del olvido./ Démosle a nuestra piel/ el viaje de los tactos” (35); esa invitación que, “Cuando me acaricias/ me vuelvo del tamaño de tus manos,/ me vuelvo cómplice de tu tiempo” (37), solo puede terminar en una “Devoración nocturna”. La vivencia íntima de la regeneración del ser, el tiempo y cosmos a través del erotismo es tal, que llega a evocar el simbolismo cíclico de la tumba vegetal: esa muerte que en el ser amado-amante se transmuta en vida: “Sé que algún día/ la naturaleza arderá/ con su recia llama verde/ ya sola entre tu boca” (11).
El amor como fuerza cósmica y sincronía de los seres con lo trascendental da espacio también a revelaciones cotidianas, puesto que lo misterioso se devela en lo circunstancial que puede ser desde un abrazo: “El mundo es un cuerpo/ que nos abraza/ y nos hace tímidos/ desgarradores de universo. […] El mundo necesita los cuerpos,/ los necesita volando./ Ellos son la materia exquisita donde algún dios/ se llena de deber y escalofrío” (7-8); una constipación: “Quedarme contigo/ ―tal vez un poco resfriado―/ porque al abrazarnos desnudos/ siempre participa un poco de frío” (8); el juego a escondidas que recuerda la inocencia y la entrega de los niños a los asombros espontáneos y naturales: “Amor mío, escóndete,/ yo cuento hasta diez y te busco,/ pero no te buscaré/ por tu huidiza cabellera/ sino por tu sangre/ de noche indivisible” (12); el abordaje de un autobús: “Porque los buses no esperan a los besos/ y solo son pasajes abiertos al destino” (36); el encontrarse ante el espacio vasto: “Quiero que seas/ esa sílaba de polen/ que cae secretamente desde la tierra,/ hasta el diminuto/ amanecer de mi costado” (19); inclusive, la simple compra de folios ha de convertirse en “La forma indescifrable” en una especie de arte poética, pues dichas hojas de papel se le muestran de repente al sujeto lírico como esas “orillas” donde “se inventan las palabras,/ ahí está la certeza de la sangre,/ la persistencia del hombre/ fugándose hacia el centro/ deshabitado del ángel” (3). En “Apología de un delito”, se refuerza esta arte poética con la definición de cuanto es un poeta: “Es que soy infinito hasta tu sombra./ Esto te lo digo porque el poeta/ es una interminable huida/ que nace desde su boca” (25).
En fin, amor y erotismo se (con)funden en Cartas para inventarnos del poeta costarricense Pablo Narval, con el fin de ofrecer una poesía con un ritmo particular, una lírica que tensa lo tradicional y lo moderno, escrita desde la perspectiva trascendentalista que permite al sujeto lírico trascender la contingencia y presentarle al lector esos instantes mostradores y epifánicos de la imaginación y ensoñación poéticas.
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