El listín de teléfonos es el libro que mayor número de personajes confina entre sus páginas y sólo aquellos lectores más ávidos son capaces de entrever, entre la espesura de nombres y números, su infinidad de veladas historias. En los tomos crasos y plisados del listín de la ciudad de Londres figuraban doce señores Fezzwig, veintiún Cratchit, treinta y siete Marley y tres señores Scrooge. Tiempo antes de que su nombre apareciese también en él, la señora Scrooge atragantó la maleta con sus mejores ropajes, una polvera que nunca antes había usado, un frasco dulzón de perfume y, desatendiendo las metódicas celebraciones familiares, adquirió un billete de tren que la llevara hasta la capital. Era entonces aún la señorita Peabody, empleada de la compañía telefónica, devota de Dickens, de rostro anodino aunque agradable y que había procurado durante años la búsqueda de un varón con el que matrimoniar sin llegar a lograrlo. Solitaria sin vocación, se había ido tornando avara, secreta y retraída hasta el punto de que su alma fría no se templaba ni en los días más afables del verano y, menos aún, en la Navidad. Sobre el paisaje nacarado de escarcha el tren trazaba la bisectriz de todos los días y, sin embargo, tras las ventanillas los viajeros mostraban rostros diferentes, vívidamente alegres, portadores de paquetes con agasajos o con viandas. Era Nochebuena. La señorita Peabody, al contrario de los otros, no retornaba a casa sino que se ausentaba sabedora de que quizás, si todo ocurría como había deseado, no tendría que volver. Con las manos posadas sobre la maleta como dos pájaros invernales, permaneció inmóvil, dedicada sólo a sus pensamientos, hasta que el tren entró en la estación Victoria. Encrespada por el bullicio jubiloso del andén, salió rauda a la calle y se encaminó hacia la más próxima de las tres direcciones que había determinado visitar. Las avenidas estaban engalanadas pomposamente y los escaparates de las tiendas rebosaban mercaderías inútiles. Se detuvo ante uno de ellos y contempló con desagrado como, tras la vidriera, la dependienta candorosa envolvía en papel de regalo un inmenso paquete. Prosiguió después despaciosamente hasta una de las calles menos transitadas de Belgravia y buscó el número donde habitaba el primer señor Scrooge. Era una casa de ladrillo marchito con las ventanas repintadas de rojo. Albergaba varios apartamentos en dos pisos y, porfiada, la señorita Peabody llamó a la puerta donde el listín telefónico señalaba la residencia de un hombre cuyo apellido ella anhelaba conseguir. Abrió un joven de aspecto desaliñado, como si acabase de despertar, y divertido por los argumentos de la austera señorita, la invitó a pasar. Charlie Scrooge era alumno, si bien poco aplicado, del Imperial College y, alentado por la segunda taza hirviente de té, aceptó contraer matrimonio con la señorita Peabody una vez que el curso hubiese terminado y bajo la condición insuperable de que el asunto no trascendiera a su padre, alto funcionario de la Corona en colonias. El joven bromeó después sobre los pormenores de la ceremonia y, para desasosiego de la futura novia, ensalzó a continuación con voz inocente las bondades de la Nochebuena, le deseó que tuviese una feliz Navidad y se dispuso a asearse para acudir a la opípara celebración que cada año tenía lugar en el hogar de sus abuelos. Cuando la señorita Peabody salió a la calle el cielo le pareció más plomizo de lo acostumbrado, empolvó sus mejillas en un gesto de coquetería que le era ajeno y se dirigió hacia el domicilio del segundo señor Scrooge en Lupus Street. Con sorpresa constató que el número que figuraba en el listín no se correspondía con vivienda alguna sino que lo ocupaba una tienducha, semejante a las que despachan periódicos, laureada por un cartelón deslucido donde se leía “Scrooge, Casa de Empréstitos”. Al entrar, la puerta zarandeó un colgante de campanillas que sonó discorde, como una risa fingida. Tras el mostrador se erguía un hombre de su misma edad, apuesto aún, con la nariz afilada y los cabellos crespos, que dijo ser él mismo cuando la señorita preguntó por el señor Scrooge. Principió la conversación con temas banales y, cuando agotados éstos el prestamista quiso saber en qué podía ayudarla, ella no relató contrariedades financieras como acostumbraban los otros visitantes del local, sino que expuso sucinta la razón de su presencia. Estaba pronta a concluir cuando las campanillas repicaron de nuevo anunciando la llegada de una mujer con cuatro criaturas ruidosas y dos pavos con aspecto de cena bajo el brazo. Eran la esposa y los hijos del señor Scrooge quien, alborozado, saltó al otro lado del mostrador para abrazarlos, desatendiendo así la peculiar propuesta de la señorita Peabody. Alzó la maleta y se marchó malhumorada al descubrir tan disparatadas muestras de alegría en el propietario de un negocio requerido de austeridad. Su última expectativa, el tercer señor Scrooge, vivía en Bloomsbury, en un edificio de portón verde en Doughty Street. La caminata fue larga y fastidiosa, con voces demasiado agudas cantando villancicos en las esquinas, el olor sofocante de las castañas, la algarabía de las gentes pobres y todos los campanarios repitiendo monótonos su festiva llamada. Apenas era el mediodía y la niebla gélida y refulgente punzaba los rostros de los transeúntes sin lograr enfermarlos de tristeza. Un cortejo fúnebre salía de la casa cuando la señorita Peabody llegó al lugar. Nadie acompañaba al ataúd excepto el funerario y el sepulturero que lo cargaban desganados sin flores ni adornos. Algunos vecinos presenciaban la escena arremolinados en la acera opuesta y la señorita se llegó hasta ellos para averiguar la identidad del difunto. Era un viejo usurero -respondió estridente una mujer- vivió solo y solo ha muerto, no se ha visto nunca un entierro tan mísero y, por si fuese poco, en Nochebuena. John Scrooge había fallecido en la madrugada y, sin herederos ni amigos, hubiera sido el único en asistir a su propio funeral si no fuese porque la señorita Peabody, movida por un ápice de conmiseración, decidió unirse a tan escueto cortejo. Tras el ceremonial en el cementerio, se apresuró para tomar el tren de las tres. Casi había oscurecido y en muchas ventanas titilaban luces que, al rasgar la neblina, conferían a la ciudad un aspecto áureo e irreal. En un acto de contrición, compró confites para sus sobrinos, deseó felices Pascuas a varios desconocidos y, no sólo llegó a tiempo de atender la cena familiar, sino que durante la misma curvó los labios repetidas veces esbozando una sonrisa. Unos días después, cargada con la misma maleta, regresó a Londres y realizó los trámites oportunos para la adquisición de la casa de Doughty Street que había pertenecido al misántropo señor Scrooge. Solicitó después a la compañía telefónica el traslado a un puesto en la ciudad y gestionó ella misma la inclusión en el listín telefónico de su nueva dirección y su nuevo nombre. Puesto que nadie habría de reivindicarlo, adoptó el apellido del anterior propietario del inmueble, y los habitantes del vecindario pronto concluyeron que alguna parentela, próxima o lejana, la unía con el finado pues su carácter y sus hábitos no distaban en demasía de los de aquel. Desde entonces, Eleonora Scrooge figuró felizmente al final de la página trescientos setenta y dos del listín de teléfonos en Londres y de este modo vivió venturosa, austera y despreciadora de la Nochebuena durante muchos años más.