La estudiante de arquitectura Paula Bozalongo (Granada, 1991) ha merecido el XXIX Premio de Poesía Hiperión con su primera obra, Diciembre y nos besamos. Además del importante reconocimiento literario, esta última edición del premio nos recu665-bozalongotxikierda que, para explicar el bagaje intelectual del arquitecto, no podemos olvidar su formación humanística, sus lecturas y referentes culturales. Son esenciales, en este sentido, las citas que abren el libro, pues revelan dos claves de su poética: la atención a lo cercano, a lo concreto (Prefiero que me guste la gente/ a amar a la humanidad, Wislawa Szymborska); y la búsqueda de una voz poética serena, íntima y colectiva a un tiempo (Lentament, la nostra vida/ va entrant en els meus poemes./ Dintre d’ells t’esperarà, Joan Margarit).

El volumen comprende 26 composiciones que se distribuyen en dos estancias. A modo de antesala, hallamos un poema-pórtico en el que, desde una habitación vacía, la voz lírica anuncia su “duelo en el cristal” con un sencillo propósito delimitado temporalmente: “para que no te olvides/ de quererme en invierno”.

Como insinúa el propio título, Diciembre y nos besamos es un poemario de hibernación y de descubrimiento. Entramos primero en una oscura estancia donde algunos “números reales” esperan el olvido, agazapados, “a la izquierda del tiempo”: el poder transformador de la emoción reinventa la lógica interna del tiempo y del espacio, como hiciera Ángel González en su poesía.

El inicio rescata la experiencia del caos, los simbólicos ciclones que arrasan ciudades, y la difícil renuncia a los escombros que quedan tras la catástrofe:

Todos están de acuerdo en que vuelva el desastre.

 Yo no quise quedarme sin todo lo que tengo

para empezar de cero.

 Cero de todo es nada.

(“A la izquierda del tiempo” vv. 21-24)

Bajo el desamparo, late el miedo a “vivir muerta de frío” entre recuerdos domésticos que estallan en el eco de un llavero que cae en el salón. El sentimiento de distancia queda encarnado en la “fría escultura de Bernini” y en una luz cegadora que no ayuda a “encontrar los libros,/ los vestidos de fiesta/ que había en el armario”. La búsqueda del amor “en el tráfico lento de los días de lluvia” se diluye en el encuentro de dos “anfibios de ciudad”, cuyo rastro se pierde con las aguas de un nuevo deshielo, porque “es posible otra vez perder lo que perdimos”. Son versos que transmiten el grito ensordecedor de la casa ausente, el ruido del llanto en la tormenta, o la decepción en un disparo que destroza los sueños cuando “el futuro se queja de no ser quien creía”.

De las habitaciones cerradas nos traslada a las ruinas de la posguerra en Sarajevo, donde los hombres intentan defenderse del recuerdo de la muerte “pintando las fachadas de azules estridentes,/de fucsias desbordados” y jugando insólitas partidas de ajedrez en las baldosas:

Pero todo está aquí,

la destrucción me mira en Sarajevo,

luego sigue jugando al ajedrez.

(“Sarajevo”, vv. 19-21)

Así, una “sombra inevitable” se cierne sobre esta primera estancia habitada por la incertidumbre y por un negro “sin matices ni escalas ni brillo ni contrastes”; el negro del pasado al que nunca volveremos y del que no podemos desasirnos:

Todas las decisiones que tomamos un día

siguen acumuladas como escombros

o porciones etéreas

que escalan y se alzan

igual que enredaderas

que nunca se separan de nosotros.

(“La sombra inevitable”, vv. 1-6)

El recuerdo doliente es tangible, se palpa en las cicatrices que ansían una única respuesta esperanzada:

Prefiero que el olvido se lleve las preguntas

y traiga una certeza:

que nunca lo peor es lo más importante.

(“Cicatriz”, vv. 1-3, 11-13)

La indefinida melancolía se precisa a través de formas y estructuras, metáforas arquitectónicas que perfilan el sentido del desorden. El poema “Geometría” traza una estampa cubista. Las siluetas de los amados se convierten en bellos triángulos, trapecios, círculos y elipses que acompañan, pero no revelan: “me faltan dimensiones/ para explicar el mundo”, concluye la voz lírica.

El inicio de la segunda parte del libro se ilumina con el poema “Una luz sobre el mar”, un faro que une “el miedo y la llegada”. La calma vence al fin a esa prisa que “nunca prometió ventaja”, y van desvelándose sucesivos descubrimientos poéticos y vitales que invitan a salir, lentamente, de la hibernación. Desde el sentimiento de libertad juvenil vivido en Central Park (“cómo vas a temer a las alturas/ si nosotros nacimos para tocar el cielo”) hasta la conciencia sobre la historia colectiva de Berlín (“las balas han hundido/ su recuerdo en la piedra/ a la entrada del Altes”). Los pasos de la voz lírica transitan líneas paralelas que se cruzan, aguardando llegar a ser un círculo, con el presagio de un “futuro que arde”.

Como en la casa lírica de Luis Rosales, van encendiéndose, progresivamente,  estancias en forma de poemas: “Ana y los hombres buenos” es la irrenunciable caricia familiar que sobrevive, día tras día, a la muerte; “El hombre que no quiso ser destino” rehúye, con dificultades, la tiranía del azar; “La mujer se hizo cueva”, contemplada por turistas que ignoran su historia milenaria, dueña de recovecos y refugios, descubre que “no hay mujeres sin luz/ ni casas sin ventanas”.

La introspección da paso al deseo de ser “distinta cada tarde”, a la curiosidad y a la observación de ciudades y de espacios habitados, y también a vivir serenamente con la huella intermitente del error: “Imagina el abrazo que no has dado,/ no hay noches sin mañana”. La tristeza fría y lluviosa, el derribo y el olor de despedida impregnan un poemario de juventud, cuya madurez se asoma en un diciembre amoroso sobre el que planea, sutilmente, la ironía y la violencia:

 En Corea del Norte ya se ha acabado el año.

 Diciembre, y nos besamos.

[…]

 El último cartucho de pólvora festiva

ya ha explotado, preferirán a ratos

no haber vivido nunca un fin de año

cargado de artificios,

ahora todas las noches

les parecen oscuras.

(“Diciembre y nos besamos”, vv. 1-2, 10-16)

Con Diciembre y nos besamos Paula Bozalongo esboza el plano de una casa encendida sobre una “ciudad de servilletas,/ volátil, imprecisa/ como todos los suelos”, en la que esperamos siga proyectando sus firmes trazos y versos.

Es invierno y hace frío.

Pero  tal vez este poemario nos ayude a «caminar/ felices sobre el miedo”.

Inmaculada Rodríguez-Moranta

Universidad Rovira y Virgili