BOLSILLOS

―Estoy muy contenta con los dos que me ha confeccionado.
―Me alegra mucho, señora Menéndez Moreno.
―Sí, pero no son suficientes, necesito dos más.
El hombre, buen mozo, erguido, canoso, sin anteojos se levantó del usado sillón giratorio de cuero negro, se desplazó por el lado izquierdo de su escritorio, se acercó a ella y con voz amable le dijo:
―Estimada señora Menéndez Moreno, las condiciones actuales no se prestan para realizar dos más.
Ella, sin desprenderse del bolso verde pálido y una vez que se acomodó en el sillón de lujo estirando su vestido fucsia descotado y cruzando con gran delicadeza y provocación sus largas y finas piernas que acompañó de un chirrido penetrante del tacón izquierdo, lo miró pestañeando más de lo usual y le explicó con tono y gestos afectados
―En cuanto usted me autorizó a utilizarlos, inmediatamente clasifiqué los objetos de mi bolso y los distribuí entre los dos bolsillos con cierto temor… ―hizo una pausa y agregó: ―Como puede constatar nuevamente, no se deforman. Al contrario, el pequeño abultamiento destaca la innovación y elegancia del diseño. ¿Qué opina? ―preguntó, irguiendo el torso y meciéndose lentamente de izquierda a derecha, y sin esperar comentario alguno, continuó: ―¡Estupendo!, ¿verdad? No escarbo más en mi bolso. Los cigarrillos, el encendedor, la boquilla, llaves, pañuelo, eye-liner, parfums tienen ya su lugar. ―Amenguando su tono frívolo, prosiguió: ―Pero actualmente, ya me resultan pequeños y tengo que recurrir nuevamente al bolso que había destinado solamente a la billetera.
Sin perder la calma y retomando su asiento, el atractivo canoso, repuso:
―Hemos logrado confeccionar dos, a pesar de nuestros serias dudas. Sin embargo, debo reconocer que fue un éxito. Afortunadamente… ¡Pero no lo repetiremos!

El sol templado comenzaba a rozar las ya estiradas mejillas de doña Menéndez Moreno.
― ¿Recuerda el primer día que lo vine a ver? ―preguntó doña Menéndez en tono amable y casi natural, añadiendo ―Hace exactamente trescientos sesenta y dos días… Se negó de inmediato a realizarlos, pero en su fuero interno…, la tentación… En todo caso, debido quizás a mi insistencia o a lo que fuere, lo intentó. ―Obsequiosa continúa: ―Resultó y hoy está más que satisfecho de su excelente reputación… Sus colegas ponderan la maestría en el impecable corte que hace resaltar el nuevo estilo chic, pero sobre todo, la originalidad en el tejido elegido ―y señalándose con el índice izquierdo adornado de un rubí discreto recalcó: ― ¡Ah! Y no olvide que fue mi iniciativa y que yo asumí todos los riesgos.
―Cierto es, señora Menéndez Moreno. Pero por extraño que le parezca, rechacé toda nueva clientela ―contestó sobriamente.
María Eugenia Menéndez Moreno acostumbrada a ver sus deseos hechos realidad y a que sus amigas y las amigas de sus amigas la admiraran por su ingeniosidad y extravagancia, no podía aceptar tal rechazo. Sabía que esos bolsillos despertaban tanto la admiración como la envidia en aquel mundillo y que solamente ese talentoso era capaz de confeccionar tales maravillas, de manera que retomó su tono afectado adornándolo ahora de soberbia:
―Le pido solamente dos. Como los anteriores. Necesito dos más, no más de dos para terminar de clasificar las cosas. Todo el mundo se sorprende de los bolsillos coquetos, creativos, integrados armoniosamente en mi indumentaria de diseño que manifiestan mi look, mi personalidad, que me dan libertad de movimiento…
Mientras hacía ostentación de su todo, los rayos insistentes de sol se fijaron sobre su piel y antes de que el hombre la interrumpiera, María Eugenia le pidió que corriera un poco la cortina. El hombre ignoró el ruego, entrelazó las manos sobre el escritorio, se inclinó ante ella y con severidad y alzando la voz, le explicó:

―¡No tiene más materia prima, señora Menéndez Moreno Gálvez! Hemos extirpado cuatro planchas de piel de sus nalgas. Las hemos pegado de dos en dos y las hemos aplicado tal como usted lo deseaba sobre los tejidos del exterior de cada antebrazo. Hemos agrapado tres costados dejando la parte superior abierta. El injerto no presentó rechazo, y la cicatrización de su carne viva se hizo sin complicaciones, ―e irritado continuó: ―además, su estado de salud, señora María Eugenia Menéndez Moreno Gálvez, no admite ninguna otra intervención. ¡Ya no puede ser donadora de piel!
María Eugenia no podía comprender que el cirujano rechazara una nueva intervención por falta de tejido. “Hay que buscar un nuevo donador”, pensó y creyó poder sugerirlo. Pero el cirujano hablaba con tanta convicción y exasperación que era imposible interrumpirlo. Por otra parte, a medida que avanzaba en los detalles del injerto, de la extirpación, del grosor de la piel, del peligro de la pigmentación anormal, de las suturas para la curación de la zona fuente, de la necesidad de la granulación rápida, el miedo se apoderaba de su altanería. El sol apretaba cada vez más, su respiración se aceleraba y gotas de transpiración comenzaban a rodar por su boca carmín. El desencanto dejaba paso al horror, pero la humillación anunciada frente a las amigas y a las amigas de sus amigas no se asomó.
Fijó la mirada en su interlocutor para asegurarse de su atención y con voz firme le recordó el pasado, el presente e incluso los cortos momentos de ternura que se habían deslizados en sus vidas tan ordenadas. Sus exigencias y chantajes se aceleraron hasta explotar acompañados de golpes de puños sobre los reposabrazos del sillón. Temblaba de orgullo y furia y su cuerpo comenzó a quemar de sol cuando una voz bondadosa cerca de la mejilla empapada, pronunció su nombre: Yolann-daa, Yolannn-daaa. Entreabrió los ojos y en cuanto vio el vaso de agua y la sonrisa de su marido, descubrió su condición de postrada febril por algún mal pasajero.

Alice Velázquez-Bellot