“Conocer es movimiento en el crepúsculo” (Jay Wright)
¿Cómo hacerlo posible:
evitar que la noche deje de acariciarnos
con su suave silencio de negrura,
franca, aterciopelada?
Por más que nos encante el punteo de astros
en la ferviente bóveda del cielo
y el desdibujamiento de las sombras del día
en su piélago oscuro;
por más que todo sea tan nítido en la noche, tan falso en la mañana;
se habrá de doblegar, esa claridad negra, esa claridad pura,
al neblinoso tráfago de un alba nueva y viva,
de eléctrica inquietud,
de insanos movimientos,
del mecánico mundo.
¡Pues nos traspasa el tiempo, en el que nos ahogamos
desde que aparecimos en su río implacable,
desde que comprendimos que somos porque estamos
en permanente huída, y parar es morir!
¿Cómo volver los remos,
cómo remar dos veces en la misma carrera?
¡Volver sería gozar, y nos está prohibido!
Hay espejos, que ni siquiera miden ese tiempo de ausencias.
Nos reflejan en la costrosa herrumbre que dejan en nosotros
los días y los años, solo eso;
y ni siquiera afirman en sus lunas de azogue
el testimonio de este tiempo gélido
que nos va atravesando, nos va hiriendo de muerte:
un cuchillo de vientos y huracanes,
que se ensancha aquí dentro, destrozándolo todo,
la granada más fiera y más cruel
que nunca se ha podido inventar. ¿Y por qué?
Es el tiempo que somos, sin el que nada somos.
Nos da aliento y su aire es aire que sofoca;
terral que quema y viene del más profundo infierno.
¿Cómo torcer la ola, cómo aventar el viento,
cómo desjarretar y retorcer
el mecanismo de un solo sentido, ese unívoco avance
del mundo, el animal, la planta y el planeta?
Tan solo la locura que escribe en estos versos
nos permite pensar el disparate,
desear lo imposible
(melancolía ansiosa y fracaso absoluto):
que por fin no envenene de nuevo, a cada noche,
la claridad del día.