El sentimiento de la vista (Miguel Casado, Tusquets, 2015)
Ha escrito Miguel Casado un libro sobre la intemperie o precariedad de ser en el tiempo, desde una acendrada austeridad de estilo o, si prefieren, desde una desnuda intensidad. Lo ha hecho con laconismo preciso, escueto y sobrio, donde las estampas ocasionales como simple presencia parecen querer tener significación fenomenológica o la tienen en un mundo disémico, anfibológico: el agua, la noche, el insomnio, la oscuridad, la mirada…toman bajo esa luz otro sentido. Nada nuevo que no alumbre la famosa tumba de Paestum, aunque allí el nadador se arrojaba al agua con decisión desde las columnas de Hércules. Mucha elegía trae la poesía española en sus albardas en los últimos años como para sorprendernos un nuevo tristear. Lo innovador es la concisa y parca poética pongiana de Miguel Casado; desnuda y minuciosa, recortada con dolor, incluso con cierta pusilanimidad de ánimo, si se me permite, que se asoma al pretil de la poesía de la edad y la elegía. Lo hace sin resistencia ante cuanto fluye, cuando durar o sentirse superviviente cansa incluso, y no se guarda ya ilusión o esperanza ante lo trascendente y lo inmanente, sino aceptación o desencanto en algún caso. Estamos ante la poética confesa de hombre extenuado y aferrado a la poesía junto al pensamiento, vivida desde la precariedad desanimada del autorretrato frágil, del hombre flaco y ya mayor. El insomnio existencial ha crecido y el olvido del ser repiquetea, como la fuente nocturna su heideggeriano ¿por qué hay algo más bien que nada?… sólo pérdidas, nos muestra. Un momento de nuestra poesía incapaz de renunciar a Heidegger, maestros y discípulos, que tanta presencia desde los ámbitos reúnen pensamiento y poesía (pensamiento poético), para contarnos que vamos a morir. A sufrir por la duración y la presencia. Yo, que prefiero a Jorge Manrique a Heidegger y a María Zambrano, puestos a pensar y saber decirlo desde el poema (soy un medieval), soy defensor de que la poesía deba ser también una terapia contra el dolor, una salvación, o expresión de lo complejo de ser en su multiplicidad de facetas. No solo ahondamiento fenomenológico, que está muy bien, cuando se hace con originalidad como Miguel Casado. Pero quizá el exceso de elegía y desencanto de ciertos sectores intelectuales occidentales estén arrinconando el poema en un mismo escalón, aunque el estadio sea grande. La inmersión en el dolor, veteado con algunos guiños sociales, se ha hecho monotemática en los últimos años y en algunas promociones, frente al mundo de a la alegría por el dolor, a la superación y no su ensimismamiento o enquistamiento. Una herencia del dado algunos buenos frutos desde Gamoneda- Valente-Sánchez Robayna (con convincente excusa histórica en algún caso -el leonés-), hasta este libro de Miguel Casado, junto a todos aquellos otros que de una manera más circunstancial o como hiperestesia desde jóvenes (Benítez Reyes), lo han venido haciendo antes de cuanto llamamos poesía de la edad. Los nombres de lo elegíaco y pensativo son abundantes en lo intergeneracional: Trapiello, Eloy Sánchez Rosillo, David Pujante, Chantal Maillard, Luis Alberto de Cuenca, Miguel Dòrs, García Valdés, Javier Rodríguez Marcos, Vicente Valero, Miguel Casado, García Montero, Juan Lamillar y aquí lo dejo sin rellenar seis o siete párrafos más…lo extraño sería encontrar un poeta festivo o enamorado como Lope de Vega. Bromas aparte Miguel Casado, desde esta perspectiva elegíaca, pensativa y donde tristea como pocos, propone con talento un tono, un decir diferente, diferenciado en español. Y ese es sin duda uno de sus méritos, pues saber decir desde el verso es la verdad del poema, y así me parece que ocurre con este difícil, y aparentemente libro llano.
El sentimiento de la vista no deja de ser una mirada sobre el mundo desde la melancolía replegada (angustiosamente demorada), contenida, desnuda de ornato, para enfocar ese interregno entre el yo y el objeto, entre el yo y la pérdida. Una mirada en la espera, remansada, pero hondamente conmocionada tras el peplo de la palabra: la vida se va en los ojos, nos dice con hiperestesia el contemplativo. Mirar y sentir las cosas duele (sentir la mirada), aunque sean lo que son en su opacidad interpretada para quien es transportado por el tiempo, arrojado a él en un deseo de religar lo que la inteligencia ha dispersado o des-significado contextualmente y ya no puede volver a ser sino memoria, circunstancia, objeto, herida o fragmento. Sin salvación, pero con memoria y presente heridos, su poética del malestar se hace insomnio donde todo se desambla o puede tener otro ensamblaje, o todo el sinsentido de la abstracción y del absurdo. La conmoción como debilitamiento en esa falta de teleología salvo ese quietismo impotente, que encuentra el verso como refugio, o la mesa apartada del café, ya no las luminosas. O como el fin de la certeza o de imponer(se) otra certeza liberadora, cuando no hay impulso (ni para saltar como en Paestum), sino pliegue, repliegue, retaguardia, edad…O la falta de fuerza para generar en todo caso algunas líneas más allá de las ocasionales de identidad (amor), o políticas (aparecen como guiño sucinto y secundario, pero sentido, como ocurrió también en García Montero), pues lo importante es la propia conmoción. O ese dique imposible al tiempo o el río que nos lleva. Cuánta agua hay en esa extrañeza de estar todavía aquí, aún aquí, con todo cumplido en lo fundamental, y empezando a ser mera duración sin resistencia: Nos protegemos/ con la pared para seguir hablando (y por supuesto aparece en varias ocasiones la figura del mendigo, con cuanto viene desde Juan Ramón en este sentido. Sin su jardín, claro está…). Miguel Casado es explícito: íbamos sintiendo/ árida nuestra resistencia. Hay pues un silencio de la palabra parecido a la resignación, pues vivir empieza a parecerse a sobrevivir. Y un insomnio que escucha gotear el agua de una fuente (de una nevera etc en otros, pues el tema es como el del vaso de agua), en ese silencio, pero sobre todo, desde un silencio/ parecido a la impotencia. No el de Paolo Valesio y el de escuchar el silencio, sino el de contemplar el silencio, sentirlo o recorrerlo extenuado por el viaje, vaciado, sin mí.
En efecto, Miguel Casado ha escrito un libro diferente asido a un tono(es el traductor de Francis Ponge, recuerden al respecto). Un poemario monotemático en la práctica sobre tiempo y muerte, para mayores de 55 años, con seis rombos. Fernando Pessoa, como es sabido, desaconsejaba alguna de sus lecturas por excesivamente dañinas: mi vida es treinta por ciento de vida, nos recuerda al respecto Casado desde el dadaísmo. La fortaleza de Casado ante un tema tan usado hoy, se basa en su capacidad de transmitir todo ese quietismo herido de edad y cuanto implica. Un tono y verbo desnudos para mostrar todo ese despojamiento de su cuerpo y su ámbito, como el de los árboles en invierno, hacia el paisaje espectral. O todo ese mundo de pequeñas escenas, donde ficción y verdad parecen fantasmas: la aparición del padre en sueños, una figura en la plaza Syntagma; una realidad fantasmagórica, en penumbra, velada, o la precariedad del mendigo (o de la niña que sobrevuela un cristal funámbula sobre unas ruinas o capas de tiempo). Una precariedad que se hace una resistencia o residencia no deseada, o la orfandad cuando no sabe si queda tiempo. El cuerpo propio, que muestra en el retrato desnudo y de pocas fuerzas, sin ánimo, encuentra sus correspondientes: desamparo de un país que es visto con el corazón en ruinas, y sitúa el punto de la voz desde una serena insurgencia, sin crispación rememorando, contemplando, escuchándose. No existe el grito de Munch, sino la conmoción herida, desasosegada, desencantada El libro también encierra igualmente esos pespuntes de resistencia cívica, donde los muertos viven a pesar del hormigón en los campos abandonados. No muchos pero entreverados aquí y allá, y se hacen verosímiles, frente a su uso frívolo, desencarnado de su poética que alguna vez hemos leído. El poeta escribe la insurgencia, la de quienes no fueron dóciles aquí o en Palestina (sentada la multitud/no sé si hace historia), pero no es el aspecto fundamental del libro, mucho más atento al yo y a su ámbito íntimo (un amigo que el tiempo no devuelve, el bello poema de amor dedicado a una mujer. Un mundo de pequeñas escenas donde la vigilia del contemplante significa en su laconismo el tomar partido por las cosas en su simple presencia. En ese el mundo natural su mirada va dando la pista en ocasiones la pista desde las analogías, los gruesos troncos que han perdido consistencia y resistencia, reblandecidos, el olor de las hojitas de romero que aún guardan algo de perfume, los baldíos del campo donde la vida es sometida con herbicidas, la precariedad de los árboles, los colores del río o la noche y la oscuridad invasoras. Más allá de las pequeñas escenas, de las pequeñas acuarelas (el agua del canal es intensamente), el mundo natural se significa desde esa perspectiva muy pongiana (La arista de los cerros aparece), entre tantos. Y junto a ellas la mano del poeta austera, intensa, aséptica a veces, cauta, precisa. Sí. Ha escrito un libro diferente y muy interesante desde la desnudez significante, fenomenológica. Y ha tristeado como casi nadie desde ese lugar donde poesía y filosofía se encuentran y el poetizar filosóficamente adquiere sentido. Yo, que no soy muy pongiano, debo reconocer a El sentimiento de la vista su ir poco a poco convenciéndome, venciéndome en su saber decir diferente. Un libro con personalidad en el saber decir lo de todos desde su intemperie o precariedad, despojamiento verbal, de un artista que lo ha logrado ser con talento. Mirar es compartir un mundo, pero el sentimiento de la mirada es precisamente la pérdida del mirar, su augurio, el creciente desamparo atado a un tono nuevo en español, casi un susurro o un desfallecimiento. Pero esto ya lo habíamos dicho. Rafael Morales Barba