Quemar el congreso. Una cuestión que encierra demasiadas consecuencias jurídicas, filosóficas y de orden moral para tratarlas en una breve nota literaria, por lo tanto vamos a centrarnos en la faceta novelística del problema, en la decisión de Ramón Gaspar, personaje al que Joaquín Belda puso en la tesitura de ser fiel a la ley o a sus ideales.
En la actualidad muy poca gente recuerda a Joaquín Belda, uno de los autores que más vendió a principios del siglo XX, miembro de la generación que popularizó la lectura, escritor que consiguió que los obreros leyesen acercando las tramas de sus novelas a los problemas cotidianos. Un tipo de literatura que ha sido despreciada englobándola como sicalíptica, término tan puritano como erróneo. Si bien hubo una utilización de imágenes de carácter pornográfico para llamar la atención y una redacción apresurada y en cierta manera descuidada, por las urgencias editoriales, en la obra de Belda encontramos una mezcla de elementos dispares que de una forma castiza entrelaza latinismos y vulgarismos, frases hechas y cultismos, galicismos y groserías de arrabal. Unos recursos lingüísticos con los que construye sus historias populacheras que a su vez llena de unos guiños que únicamente resultan graciosos a un público cultivado.
Aparte de las obras que le hicieron popular, publicadas en colecciones de quiosco, también trabajó sobre obras más extensas y personajes más complejos, como la obra que nos ocupa, La Piara[1]. Una novela escrita en 1911 y que toma su título de una cita de Abílio Manuel Guerra Junqueiro: …porque una comunidad de corazones constituye siempre una patria; pero una comunidad de estómagos no pueden constituir más que una piara[2]. La historia de Ramón Gaspar, que llega de provincias para ocupar un escaño en el congreso, lleno de ideales, de ilusiones… Y termina quemándolo. Entre los inevitables cuadros eróticos se va describiendo el Madrid de principios del XX, los personajes que pululaban por la corte, los arribistas que sacaban tajada de cualquier movimiento económico, los diputados que accedían a su cargo casi por herencia sin ninguna capacidad para desempeñarlo o los dinosaurio que llegaron antaño con alguna idea y se quedaron anclados en el pasado. Algunos retratos pueden encajar perfectamente con el de políticos actuales, incluso algunos apellidos, sospechosamente, siguen ocupando el mismo escaño que sus antepasados. La desesperación de Ramón Gaspar, después de infructuosas gestiones para hacer una escuela en la circunscripción por la que fue elegido, después de chocar contra la ineficacia, la corrupción y el cinismo de los ignorantes, decide quemar el edificio de las cortes. Gran error. No por las consideraciones morales o de índole filosófico-políticas, el error es darle a la Piara la excusa para reconstruir el edificio y forrarse con las comisiones que genera tan magna obra.
Belda cierra la novela con la siguiente consideración: “¿Cuándo se ha visto que por la destrucción del corral en que se guarece la piara, haya ésta de perecer para siempre? No; todo vendría a parar en que a la vuelta de unos meses y de unos millones espléndidamente sacados al país, los señores diputados tendrían un nuevo y más suntuoso local en que matar sus ocios y lucir su figura, entre la boba admiración de los papanatas”[3].
Unos papanatas a los que dedica alguna que otra obra de las llamadas serias. ¿Qué había que hacer con aquel hombre? ¿Matarlo o erigirle una estatua? Lo que acababa de decir ¿era una idiotez o un golpe de genio?[4]. Según Rafael Cansinos Assens[5] se disculpaba por su producción sicalíptica y reivindicaba “El pícaro oficio” y “La diosa razón” o por lo menos esas palabras pone en su boca en “La novela de un literato”[6]; aunque conociendo el sentido del humor de Belda seguramente lo hizo para que leyera el párrafo en el que describe a un autor que ser permite dar consejos literarios a propios y extraños: “Sus quince años de fracasos en la literatura le daban una grave autoridad entre los aspirantes a principiantes, a los cuales les apabullaba de continuo con la relación de sus escritos. Había colaborado en todos los periódicos de España y en la mayor parte de los de América, pero una sola vez en todos ellos, pues su estilo soporífero y de mazacote convidaba poco a la reincidencia”[7].
Ya sea en su crítica al periodismo, o su incursión en el problema de los psiquiátricos, nunca dejaba de haber una socia con el honor en hipoteca que le sirva como excusa para introducir alguna que otra escena de sexo sin amor, algo que el puritanismo no le perdonó. Al igual que los revolucionarios de boquilla no le perdonaban aquella caricatura que les hizo: “En el fondo, él y la parroquia estaban satisfechos de aquella injerencia policiaca: ella les daba aire de lo que no eran, es decir, de tremebundos conspiradores”[8]. Un hombre que recaló en París cuando la dictadura de Primo de Rivera por su propia y libérrima voluntad: “Estoy harto de encontrarme aquí en París (…) gente que se dice expulsada de España por el directorio, y que en realidad salió de allá porque los acreedores no lo dejaban vivir”[9]. Lo cierto es que había contra él una campaña de descrédito a la que respondió con la única arma que manejó en su vida, la pluma; campaña que no le hizo caer en la inquina por la que se deslizaban parte de sus contemporáneos. Abandonó una ciudad a la que adoraba, Madrid, y volvió a ella sin necesidad de pedir perdón, ni de integrarse en ninguno de los grupúsculos que empujaban a España hacia el abismo; para él era igual de ridículo el conspirador de café que el intelectual que pateaba todos los ministerios para lograr vivir del erario público. Cuando Artemio Precioso le preguntó en una ocasión si le gustaría ser académico contestó: “¡Ni en broma! ¡Con lo que tengo yo que hacer los jueves por la noche!”[10]. Una trayectoria impecablemente independiente culminada con su muerte en 1935, lo que le impidió ser mártir de ninguno de los bandos en contienda, desvalorizando sus huesos como trofeo, por lo que se quedó en la ciudad de la muerte, que alzaba al cielo el verde tristón de sus cipreses y las cúpulas y estatuas de sus panteones. Entre éstos, alguno perteneciente a un muerto más orgulloso en su podredumbre que los demás, se alzaba con magnificencias arquitectónicas que le hacían parecer desde lejos un almacén de un puerto o un pabellón de exposición[11].
Sigamos la receta de Belda, no destruyamos nada que los corruptos puedan reconstruir, ya sean Congresos u obras literarias.
[1] La Piara, Joaquín Belda, Ed. V. Prieto y compañía, Madrid 1911
[2] Idem. Portadilla
[3] La Piara, Joaquín Belda, Ed. V. Prieto y compañía, Madrid 1911, Pág. 286
[4] La diosa razón, Biblioteca Hispania, s/f, tercera edición, Pág. 83. Aborda el tema de los psiquiátricos.
[5] Rafael Cansinos Assens (1882-1964), novelista, poeta, traductor y ensayista que desarrolla una obra compleja de limitada difusión.
[6] La Novela de un Literato (1914-1913), Alianza Tres, segundo volumen, Pág. 47 y siguientes. Memorias literarias de la bohemia e intelectualidad del principio de siglo.
[7] El pícaro oficio, Biblioteca Hispania, s/f, segunda edición, Pág. 30. Reflexiones entre sarcásticas y crueles del oficio de periodista.
[8] La revolución del 69. Novela comunista, Joaquín Belda, Renacimiento, Madrid,1931.
[9] A manera de prólogo. Publicado el 23 de abril de 1926, en la novela de hoy: “Las ojeras”
[10] A manera de prólogo. Publicado el 23 de marzo de 1923, en la novela de hoy: “Memorias de un buzo”
[11] La diosa razón, Biblioteca Hispania, s/f, tercera edición, Pág. 129