Ningún crimen grande nace en la vivienda de un pobre, reza el dicho popular de una España dividida entre los pusilánimes que rayan con la estupidez y los egoístas que no hacen ascos al crimen con tal de lograr sus objetivos. La literatura de la época, entre chistes, juegos de palabras e hipérboles nos muestra esa sociedad que presume del automóvil más rápido, la casa más ostentosa y se pasea del brazo de una pareja que luce como un maniquí para hacer babear a los consumidores de banalidades… Pero que es incapaz de cambiar el rumbo marcado por una tradición y unos mitos que les terminarían estrangulando. En sus páginas se da por sabido que los gobernantes desconocen los problemas del pueblo, que únicamente llegan a ocupar sus sillones, por travesuras electorales, aquellos que tienen menos méritos pero que navegan con soltura por las intrigas provinciales. Todo ello aupado por una clase media que se empeña en pasar sin brillo por modestos puestos que les aseguren una vida mediocre en la que no tengan que luchar. Y precisamente a este público es al que se dirige la nueva narrativa que juega con la atracción y el miedo, mediocres que quieren saltarse los férreos convencionalismos fascinándose por las formas de un erotismo mistificado en una violación de las reglas sociales y religiosas. La unión sexual termina convirtiéndose en una complacencia con ese mal con el que les aterraron durante su infancia, llegando a caer en una liturgia satánica que les repugna y excita. Las páginas de las novelas de quiosco se llenan de ritualismos mal digeridos y caricaturas erótico demoniacas que alimentan la fantasía de transgresión de aquellos que en su vida cotidiana no se atreverán a dar un paso que ponga en riesgo su pequeña cuota de poder.
La noción dolorosa en que convierten sus vidas, pervertidos por los turbios placeres de la religión, se van convirtiendo en desgarramientos que les llevan a la exaltación o a la más perfecta acedía; pero siempre se quedan en el pecado, en la sensación de lo inútil que es cambiar la vida a la que han sido designados. Se someterán o la romperán, volviendo los excesivos ceremoniales cristianos en su opuesto complementario, con intención de quebrantar el orden establecido, aunque nunca pasaba de lo puramente folclórico. En pocos casos vemos en las paginas de la novela popular a un personaje que ponga en peligro la muy bien establecida España carpetovetónica; es ingenuo pensar que en toda la literatura que se produjo en aquellos años se pueda rastrear el feminismo, el socialismo, el espiritualismo filosófico o cualquier otra idea de esas que ofenden a la gente de orden. Unos pocos autores, como Mario Roso de Luna[1] que sí escribía con fines apologéticos, intentando difundir la teosofía; Barriobero[2], con sus luchas sociales y ocasionales incursiones de personajes de la política con obras comprometidas con una idea, pero sin una trayectoria literaria, no pueden considerarse una corriente. Por lo general los autores no proponían ningún programa, no buscaban objetivos, únicamente presentaban problemas cotidianos y los dejaban discurrir por sus historias con naturalidad. Incluso en secciones como A manera de prólogo, de la Novela de hoy, donde se preguntaba abiertamente sobre temas de actualidad como el divorcio, se vertía las opiniones de los novelistas sin ninguna directriz editorial. Aquello se convirtió en un juego cruel al que todos parecían jugar con la inocencia de un niño maleducado, y cuyo único éxito fue que esos personajes ridículos, terribles o ambiguos resultaban simpáticos al lector.
Y todo ello tuvo una imagen, y unos profesionales que transformaban esos juegos, pícaros e ingenuos, en caricaturas; en muchas ocasiones exagerando el erotismo para inducir a leer unas obras que nunca se atrevían a rebasar ciertos límites. Una nómina de autores que se contaban por centenares y sin embargo no han merecido la atención de una crítica que ha despreciado sistemáticamente el valor semiótico de la ilustración. Si algo queda de aquella literatura es la imagen de modernidad que vemos en las portadas de líneas claras y colores vivos que llamaban a los lectores desde los expositores de los quioscos, pero prácticamente desconocemos todo de aquellos dibujantes que deconstruían la imagen, convertían en símbolos las pasiones reprimidas o plasmaban nuevas formas de amor. La literatura popular nunca hubiese conocido el éxito sin las pesadillas demoniacas de Máximo Ramos[3], las visiones psicoanalíticas de Solís Ávila[4], los experimentos visuales de Barbero[5] o la visión surrealista de Bagaría[6]. Segundones de una literatura de segunda categoría que no merece la atención de los que pontifican desde los altares de la intelectualidad. Aquellas meretrices de octodécimo que nos dibujaba Bellón[7], las siempre sensuales mujeres de Mel[8] que no recataban su feminidad o las escenas de raro exotismo de Pérez Dolz[9], iban mucho más allá de la simple ilustración; era una ventana que mostraba ese mundo cercano y desconocido a los lectores.
Sirvan estos apuntes, que se recrean en insignificantes anécdotas, como homenaje a todos aquellos autores que nunca quisieron la gloria académica pero lograron con sus historias sencillas y cotidianas que las clases populares se acercasen a la lectura.
[1] Roso de Luna, Mario (1872-1931), teósofo, abogado y escritor invitado en numerosas publicaciones de la época. Su labor de proselitismo de la teosofía la complementaba como recopilador de romancces y estudioso sel folclore extremeño.
[2] Barriobero Herranz, Eduardo (1875-1939), masón, abogado de causas desesperadas y, a ratos libre, escritor. Uno de los personajes más fascinantes de la época.
[3] Ramos López, Máximo (1880-1944), Pintor e ilustrador que transmitió un sentido trágico sobre la vida y la muerte, principalmente en las ilustraciones de las colecciones populares en las que participaba.
[4] Solís Ávila, Antonio (1894-1967), autor que no destaco en el campo de la ilustración pero que hizo algunos aportes interesantes a la estética de la novela corta, principalmente en la novela “Infierno”, de Cesar Juarros, en donde trasladó a imágenes las teorías psicoanalíticas de este psiquiatra metido a divulgador en “La novela de Hoy”.
[5] Barbero Núñez, Antonio (1889-1962), ilustrador y crítico cinematográfico que colaboró en las más prestigiosas publicaciones de su época.
[6] Bagaría Bou, Luis (1882-1940), gran renovador del arte de la caricatura y uno de los pocos autores que ha merecido la atención de la crítica.
[7] Bellón Uriarte, Antonio (1904-1991), escritor, periodista y dibujante. Gran aficionado a los toros redirigió su carrera tras la guerra hacia el mundo taurino.
[8] Mel (Manuel Sierra Laffite 1898-?), uno de los principales ilustradores eróticos de principios de siglo. Sabemos muy poco de su biografía. Después de la guerra Mel desaparece y firma sus obras como Laffite, dedicándose principalmente a la ilustración infantil.
[9] Pérez Dolz, Francisco (1887-1958), artista polifacético que triunfó en distintas disciplinas creativas. Gran viajero y genio creativo le encontramos en cada rincón cultural de la época, experimentando en fotografía, pintura, música o, como ensayista, en “La procesión de los «ismos»”.