Mi profesor de inglés
Paseo por el parque con mi pequeño hijo y paro el cochecito para que se divierta mirando a un señor que tira una pelota de tenis a su perro. El animal es un perro de raza Collie, que una y otra vez corre a buscarla y la trae moviendo satisfecho el rabo. Y lo reconocí.
Mi inolvidable profesor de inglés. Mi primer amor de quinceañera: por él, mi organismo despertó a los primeros fulgores, esos que recorren el cuerpo e inquietan los pezones en esas edades.
Tiene las sienes con mechones blancos, tal vez algunos kilos de más, pero sigue con la columna firme que le da ese aire de distinción.
Ahora se vuelve hacía mí, pero no me reconoce. Sigue teniendo ese andar pausado, sereno. Parecía un gato al entrar al aula, observando, controlando en esos breves pasos, entre la puerta y el escritorio, quién faltaba, quién no había estudiado.
Me pidió que me quedara después de clase a preparar el examen de recuperación. Aún recuerdo su fragancia, Old Spice, y el vértigo que sentía al olerlo. Es el perfume que siempre obsequio a Renato en el día de su cumpleaños.
Un día faltó mi compañero. Y fue el profesor quien se sentó a mi lado para repasar los verbos. Sentí que me faltaba el aire y me puse a llorar de vergüenza pensando que escucharía a mi corazón enloquecido.
Me consoló. Mientras su mano, con una tibieza que alimentaba mi confusión, despejaba el cabello que cubría mi rostro, con los dedos de su otra mano quitaba mis continuas lágrimas.
Nos miramos. Sus ojos se detuvieron en mis labios. Y lo comprendió. El asombro divertido afloró en sus pupilas y en la comisura de su boca. Y me besó dulcemente en la frente.
Debo tener parecida edad que él tendría entonces. Pude acercarme, saludarlo, pero no lo hice. Quería seguir soñando con él.»