María Domínguez de Paz es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Valladolid y desarrolla su actividad profesional en los campos de las Bibliotecas y la Documentación. Desde 2014 forma parte del taller de escritura creativa de Yolanda Izard. Siempre dentro del género breve, ha visto reconocidos textos suyos como ganadores o finalistas en certámenes como el Concurso de relatos breves “La Ciencia y yo” (2011), Concurso de cuentos de temática infantil de la Unión Deportiva y Cultural “Zona Sur” de Valladolid (2012), “Encaja 400” (2013), o el Certamen literario de relatos cortos “Café Compás” (2015), entre otros.
Penúltima página
No quería correr riesgos, por eso cerré la ventana. Mi editor llevaba semanas apremiándome para que le entregase pronto el borrador de la novela, no podía permitirme el lujo ni de un pequeño resfriado. El atardecer cubría la plaza de gris y los bancos mostraban sus esqueletos de madera a medida que la gente se iba. Algunas ancianas, azuzadas por el relente, se marchaban encadenadas por los brazos, formando orugas que ondulaban lentamente hasta sus casas. En pocos minutos se cerraron los párpados metálicos de los escaparates; la plaza, cansada, se durmió al arrullo de la fuente central.
El reloj del campanario dio las once. De nuevo había perdido la noción del tiempo intentando escribir, obsesionado con dar vida a unos personajes que sólo tenía perfilados para una trama que sobrecogiera al lector. Hice un pequeño repaso:
—Mujer, entrada en años y en carnes; dueña de una cafetería al borde de la quiebra.
—Hombre ciego, dedicado a la venta de cupones en la esquina de una plaza. Desayunaba a diario en la cafetería de la mujer carnosa; confidente de la dueña. Subrayé la palabra «confidente».
—Pareja: él, algo siniestro, gabardina y maletín oscuro; ella, absolutamente encantadora, sensual, con un vestido transparente de gasa moteada que se movía grácil al vaivén de sus caderas. Este personaje me tenía loco; lo tenía tan definido que me provocaba auténtico deseo más allá de la ficción. En la privacidad de mis fantasías, cuando nada tenía por qué tener sentido al buscar placer, hacía de ella lo que quería, con total impunidad. Ah, el poder del escritor con sus criaturas…
Escuché un taconeo lejano en el vacío de la plaza. En lugar de pasar de largo, el sonido se intensificó hasta cesar en mi portal. No pude evitar la curiosidad de asomarme y comprobar que, en efecto, a pesar de lo intempestivo de la hora, alguien había entrado: la luz del portal se había encendido. Al poco, la misma cadencia de pasos por las escaleras, cada vez más cercanos, hasta mi puerta. El timbre comenzó a sonar con insistencia. Me acerqué a la mirilla, pero la luz del pasillo ya se había apagado y nadie había vuelto a encenderla, no pude adivinar ninguna silueta. Cuando me decidí a abrir, un golpe frío me sacudió el estómago. Allí estaban todos: la mujer de la cafetería y el ciego, que avanzaban recriminándome entre lamentos su desgracia, con lo fácil que hubiera sido simplemente tirar el folio a la basura; entre ambos, a empujones, se abría paso con furia ella, la hermosa chica del vestido moteado, a quien no le tembló el dedo para señalarme:
—Ese, ese ha sido el cabrón—apuntó, poco antes de que el hombre del maletín oscuro me descerrajase el tiro en el pecho.