El huerto de Bustrófedon, por Jorge Praga
Una de las obras expuestas por Casilda García Archilla lleva por título Bustrófedon. En la etiqueta que la acompaña se recuerda la definición que de la palabra trae el diccionario, una forma arcaica de escritura que alternaba líneas escritas de izquierda a derecha con otras que corren de derecha a izquierda, algo parecido a lo que hace el arado que va trazando surcos de ida y vuelta sobre el terreno.
En la etimología está la palabra buey, el animal que tira del arado, que ahora es la mano que recorre el papel con su escritura. Pero mi cabeza se fue sin remisión hacia otro Bustrófedon, el que invade bastantes páginas de la novela de Guillermo Cabrera Infante ‘Tres tristes tigres’, un deslumbramiento que se mantiene encendido desde la remota juventud. Bustrófedon es el invitado perfecto para la mano desatada del escritor cubano. En cuanto hace acto de presencia en una página las palabras se echan a temblar: son expulsadas de su sitio, alteradas, deformadas; juega con ellas llamándose Bustrósotros, las embaraza, las seca el tal Bustrófactótum, las enreda y como si fuese Bustróneruda las adelgaza como las huellas de las gaviotas en la playa, incluso las hace pasar por el agujero de los ratones como un Bustrócarroll. Y para volver al principio, pone una página al revés, de derecha a izquierda para ser ya Bustrócasilda, o Archibustrófedon. Qué virus el de Caín.
Casilda recoge el desafío de la búsqueda y de la invención, y empieza también su propio juego desde el otro lado del espejo con una escritura sin guiños caribeños pero empecinada, constante, fluyente. Muestra con orgullo su alfabeto, alfabeto vegetal, hecho de palotes robados a las plantas, a los pequeños frutos del plátano de sombra o a las raíces de los arbustos. Y los combina en una gramática aprendida desde el cuidado y la observación de la vida que la rodea y habla sin cesar. Construye nidos, extenúa las hojas buscando su esqueleto, inventa cuencas hidrográficas. Y escribe, escribe sobre lo escrito, superpone papeles vegetales, multiplica y divide. Admite también la vida del cambio, la entrada del tiempo de mutación. En su exposición anterior, ‘Los seres tan frágiles’, sus objetos suspendidos en delicadas tramas iban buscando su acomodo entre corrientes de aire y roces de los visitantes. Cuando volvías a la sala unos días después unos habían cambiado la lisura por el rizo, otros la sonrisa por la tristeza. La tarde en que estuve viendo la exposición de Calderón era muy ventosa, y cada vez que se abría la puerta las hojas vegetales suspendidas por alfileres vibraban suavemente, las bolillas de los castaños estaban a punto de tintinear entre ellas con una partitura sorda. Nada se estaba quieto.
Casilda entre sus seres, Casilda en su jardín. O tal vez sea preferible llamarle huerto, allí donde se escarba y rotura, donde se lucha contra las malas hierbas y se espera con paciencia el fruto que siempre sorprende en una tarea sin final, con una estación a la que sigue otra y otra. Y de vez en cuando al mercado, entre clientes atentos, degustadores de sus frutos. El día de la inauguración andaban por la sala varios poetas. Cada artista congrega, secretamente, a los suyos. Hace unas cuantas semanas vimos en estas páginas como Agustín García Calvo, filólogo, latinista, convocaba inesperadamente a los músicos. Casilda atrae a los poetas. Ya lo podíamos intuir por las firmas de los textos de sus leves catálogos. También por los nombres que va dejando caer al lado de sus obras, por los títulos que toma prestados (“Que los mapas nunca podrán decirnos qué es lo que ven los pájaros” ¿Cabe robo más hermoso?). Pero más allá de hurtos y complicidades es necesario afirmar que lo que cuelga Casilda de sus delicados alfileres es letra abierta, escritura poética, luz no usada.
La única vez que vi a Francisco Pino hablar en público (otra cosa distinta era su compañía fácil y accesible en su villa María de El Pinar) fue en la presentación de su libro ‘Así que’, en la casa Revilla. No creo que su intervención llegase a diez minutos, pero bastó, y basta para envolver la obra de Casilda: “La poesía no es comunicación, es manifestación”, afirmó con seguridad. “Ma-ni-fes-ta-ción”, enfatizó. “Como el gusano, como la flor”. Anoté presuroso sus palabras doradas, que luego volví a encontrar en su discurso de entrada en la Academia de la Purísima Concepción (¡qué no haría y desharía Bustrófedon con ese nombre!) “Están ahí, se muestran al que desee contemplarles, no necesitan correspondencia”. Y así se comportan y manifiestan con vigor poético los objetos que va componiendo Casilda con infinita paciencia, imprescindible para su letra derramada en escritura siempre nueva, abierta a la vista, al tacto, tal vez al oído en su silenciosa vibración. Como el gusano, como la flor, como el río.