Dentro de dos días hará tres meses que esto ocurrió en Uquía, Jujuy (Argentina).
La pequeña iglesia San Francisco de Padua, vieja de cuatro siglos, protege entre sus muros de abobes blanquecinos, nueve óleos de Ángeles del siglo XVII. Cada Ángel, de dimensiones importantes, en un fondo sin profundidad y rodeado de una orla de flores primaverales, se presenta al enemigo, al admirador o al fotógrafo, de frente y de cuerpo entero. Plantados firmemente con las piernas apenas entreabiertas, una más avanzada que la otra, demuestran serenidad en el cumplimiento de las asignadas misiones. A decir verdad, por sus alas desplegadas, es difícil saber si acaban de posarse o si se prestan ya a abandonar el puesto.
La indumentaria es distinguida y de buen gusto. Una valona guarnecida de encajes y puntillas, al igual que en los puños, cae sobre el pecho. Por la casaca chamberga azafrán, bermellón o verde gris, brocada de innumerables arabescos y rosetas, se escapa por sus abollonadas mangas acuchilladas, una vaporosa camisa blanca. Debajo de la casaca, aparece haciendo juego, una túnica ajustada por un cinto del cual suele colgar un pequeño recipiente. En las piernas visten greguescos también brocados, medias de seda ajustadas y zapatos con moños. Al refinamiento del atuendo se le añade un gran manto discreto recogido a un lado y para los más exquisitos, largas cintas de colores múltiples que descienden por las espaldas asomando por delante hasta anudarse en la cintura.
Toda esta fantasía, juego de colores y brillos, veladuras luminosas y gracia sorprenden cuando descubrimos en las manos de estas criaturas angelicales: arcabuces, pólvora, mechas, espadas, lanza, un tambor y un estandarte.
En Semana Santa, la iglesita se llena de murmullos y cantos de los fieles pueblerinos que bajaron de las quebradas. Los nueve ángeles, conservando sus posturas y amaneramientos, también celebran estas fiestas acompañándolos.
En aquel Domingo de Resurrección, al Capitán del Ejército Celestial, el ángel Uriel, que siempre sigue de reojo y con especial interés los movimientos de la asamblea, le llaman la atención dos desconocidos sentados en el último banco del lado del pasillo. Observó que estaban prolijamente peinados, trajeados con camisa blanca de cuello duro sin arrugas, que llevaban corbata elegante y zapatos marrones claro bien lustrados. En realidad, estaban demasiado acicalados para ser turistas, y eran poco arrogantes para ser funcionarios. Lo que significaba para el Ángel que se encontraban en el lugar no apropiado; por lo tanto, no debía perderlos de vista.
Algunos feligreses, esos que sin mirar observan, también se sorprendieron un poco, pero creyeron, con la ingenuidad de los quebradeños, que “esos estiraos mandaos por la autorida de allacito vienen pa resanar las pinturas más viejitas pa que queden limpitas, brillantes y así duren mucho tiempo pa ayudarnos”. Por esta razón y sin más, siguieron los pasos de la misa con la devoción de siempre.
Cuando el Obispo entra, sí, el Obispo en persona, monseñor Juan Fortunato Manzano, la congregación lo recibe parada y cantando acompañada del valiente armonio arrinconado a la derecha del retablo. El pobre músico pedalea y pedalea para que el fuelle recupere en parte el aire que pierde por algún costado y emita correctamente los fraseos. Por ahí, el sufrido instrumento se desinfla completamente y en algunos compases enmudece para reaparecer gloriosamente en un próximo expiro cuando ya los feligreses están a tres o cuatro compases más adelante. ¡Qué importa! ¡Se encuentran en la casa de Dios, y están de fiesta! ¡Ah! Pero eso sí, milagrosamente, los acordes finales son: al unísono, redondos, sonoros y sobre todo prolongados.
Los dos personajes, en vez de recogerse y participar de la ceremonia, estiraban el cuello hacia el altar, torcían la cabeza para observar entre los huecos de las personas de delante y en cuanto estas se desplazaban, volvían a buscar visibilidad. Llegaron hasta inclinarse largamente por el lado del pasillo. Evidentemente, algo buscaban. Pero sea dicho de paso, no molestaban a los vecinos. De tanto en tanto, el más joven se acercaba al compadre de unos cincuenta años, tez morena para cuchichear. Hablaba tan bajito, parece, que el moreno no entendía nada. Alejaba un poco el cuerpo, lo miraba con el ceño fruncido hasta que el otro volvía a inclinarse para repetir, seguramente con más lentitud, mejor dicción, empleando frases cortas y sobre todo un poco más fuerte. En un momento dado, en cuanto el joven terminó uno de los tantos comentarios y volvió a acomodarse en su sitio, el cincuentón, que ahora había comprendido de qué se trataba, dio su acuerdo con un gesto de cabeza. Miraron en dirección al altar, a los muros laterales y el hombre maduro señaló discretamente la primera fila con el índice. Afortunadamente para los extraños, dos lugares quedaron libres cuando unos niños corrieron a refugiarse sobre las rodillas de sus abuelos. Nueve filas los separaban. Ahora, tenían que hallar el momento adecuado para avanzar sin alboroto. Como la iglesia es angosta y como sólo pueden sentarse seis personas por banco, los feligreses de una fila llegan a simpatizar entre sí, lo que hace aún más dificultoso el cambio.
El ángel Uriel, interesado más que nunca en los notablemente endomingados, comprendió rápidamente que no conocían nada de los ritos de la misa. Error que los convertía aún más en sospechosos. Desde el acto penitencial hasta las interminables partes de la liturgia de la Palabra, amagaban con salir. Entre amago y amago se reacomodaban en el banco estrecho y duro: estiraban las piernas, las replegaban subiendo apenas con dos dedos de cada mano las perneras para evitar las arrugas, las cruzaban y descruzaban procediendo cada vez con la ceremonia del planchado. Miraban la hora, hacían pequeños comentarios, ya no susurrando, se sostenían el rostro con las dos manos doblados hacia adelante y de vez en cuando emitían tosecitas protegiendo la boca con el puño cerrado. La congregación se paró, creyeron entonces que había llegado la hora. Al intentarlo, la congregación despaciosamente se arrodilló. Confusos, pero sobre todo prisioneros de ignorancia litúrgica, decidieron en un instante de cordura, integrarse al espíritu del pueblo de Dios. Cruzaron los brazos y las piernas, se acomodaron por enésima vez y elevaron el pensamiento a la contemplación. Mejor dicho, perdieron la mirada en algún rincón de la iglesia. A todo esto, el ángel Uriel con la agudeza de su rango y experiencia, ratificó sus sospechas y concluyó que debía permanecer alerta.
Todos saben y con seguridad los desconocidos también, que en cuanto el Obispo da la bendición final, se acerca a los lugareños con los brazos abiertos y los estrecha a uno por uno. Una vez finalizados los encuentros, desaparece en la sacristía del fondo del patio. Mientras tanto, el músico ordena sus partituras y el altar y los parroquianos abandonan respetuosamente la iglesita. En unos pocos minutos, las puertas de quebracho se cierran y el candado resistente las sella hasta la próxima celebración.
En el instante en que grupitos de fieles se acercan humildemente al altar para participar de la celebración eucarística, se produce un va y ven en el estrecho pasillo que los sospechosos aprovechan para escurrirse con fineza y sentarse justo debajo del ángel Uriel. Levantan la cabeza y durante un rato fingen interesarse por el arte escudriñando las telas suspendidas a alturas inalcanzables para manos curiosas.
El compadre musita algo al joven que les hace esbozar una sonrisa triunfante y desviar lentamente la vista a las armaduras de algarrobo del techo. Cuando reemprendieron el cuchicheo, Uriel agudizó el oído: “El miércoles después de las campanadas”, pudo retener. Ahí nomás, se acordó de lo que había sucedido hace unos años atrás con tres de sus compañeros: unos susodichos funcionarios llevaron las pinturas para restaurarlas, según las conversaciones que los propios Ángeles habían reconstruido, y nunca más las regresaron. Se prometieron entonces, con el acuerdo del Cielo, que desde ese momento nadie de la compañía abandonaría su puesto sin razón alguna. El Capitán, urgido por los recuerdos y los acontecimientos, tenía que alarmar cuanto antes a sus caballeros. Así que, durante la confusión silenciosa que reinaba en el pasillo, mandó miradas discretas de alerta a sus cofrades. Gabriel, comprendió inmediatamente y ladeando ligeramente la cabeza informó a Rafael, Salamiel y a Eliel que se encuentran en la pared de enfrente. Rafael, desplazando apenas su mano izquierda advirtió a Hosiel y a Oziel Oblatio Dei. Por su cuenta Eliel, que ceba el arcabuz, movió la baqueta dos o tres veces de tal manera que los restantes ángeles: Oziel Fortitudo Dei y Yeriel se dieron cuenta del llamado. Demás está decir que a partir de ese momento, los nueve combatientes estaban en pie de guerra. Pero, para concertarse sobre las operaciones a cumplir debían esperar el cierre de las puertas y para mayor seguridad, las doce campanadas de media noche que anuncian el apagamiento del generador de luz del pueblito, hasta las seis de la mañana del día siguiente.
Cerca de la medianoche, el ángel Uriel desplegó sus alas y bajó del lienzo lentamente para evitar crujidos molestos de la armadura. Al posarse se liberó de su casco, adarga y peto y fue hasta el altar. Lo acompañaba Oziel Fortitudo Dei que con sus suaves redobles obligaba al resto del escuadrón a apresurarse. En tres batidas de alas, los cinco Ángeles armados de arcabuces bajaron y en cuanto pusieron pie en tierra firme apoyaron sus armas contra los muros y se acercaron a su jefe. El que tardó un poco más de lo deseado por el Capitán fue el ángel Gabriel, el abanderado. No conseguía extender sus alas a causa de la pesada bandera ajedrezada sobre el hombro. Sus intentos le llevaron unos minutos, hasta que por suerte logró batirlas. Casi antes de llegar al suelo la depositó con gran alivio sobre el primer banco junto a la larga lanza de Rafael que ya se encontraba allí. Así fue como en un abrir y cerrar de alas quedó formada en medio de la iglesia y de la luz celestial, la infantería.
Sin dar lugar a preguntas ni siquiera a comentarios, el Capitán se apresuró a informar:
―Os he convocado, caballeros, porque acabo de ser testigo de algo que apenas podrá ser creído. ¡Una gente soez y de baja calaña viene a hurtarnos en tres días! ¿Recordáis que esto mismo hace tiempo pasó y que nos hemos prometido protección? Pues ahora, nos vemos en uno de los mayores peligros. ¡No debemos permitir que nos roben ni que nos quiten la gloria! ¡Es menester defendernos! …
En cuanto el Capitán hizo una pausa más larga que de costumbre, el ángel Oziel Fortitudo Dei aprovechó y razonó:
―Con la atención que habéis notado os he escuchado, amigo mío. Vuestras razones son ciertas y confieso que sigo vuestro parecer ―y alzando un poco la voz concluyó: ―Estamos obligados a cumplir con lo que debemos: ¡Nuestros principios!
―La buena opinión que tienen los feligreses de nosotros, debemos procurar que siga verdadera y hacer lo que nos dicta nuestro pacto conforme con la voluntad del Cielo ―agregó Rafael en buen tono.
A su vez, Eliel Potentia Dei, Ángel de arcabuz, pólvora y mecha, tomó la palabra:
―En nuestra voluntad y en nuestras manos está que como caballeros y soldados nos protejamos e impidamos perdernos. La causa que defendemos es nuestro designio aunque haya peligros. ¿Más, cómo contáis vencer a nuestros enemigos?
― ¡Asentándole un tiro! ―replicó precipitadamente Salamiel Pax Dei. Dándose cuenta de su atropello, procuró repararlo inclinando ligeramente la cabeza y sonriendo con candidez a sus hermanos de combate. A lo que Hosiel se permitió una reserva: ―Caballeros, sabéis que nuestras mechas y pólvora están húmedas y que nuestras armas de fuego son lentas.
―No olvidéis además, valerosos amigos que si tiro y fuego hay, ruido y olor a pólvora nos delatarán ―reforzó lentamente el ángel Yeriel adoptando un tono de decepción.
Los Ángeles que hasta ahora habían resuelto todas las injusticias, según sus criterios, por las armas, se encontraban actualmente desarmados. El Capitán al ver el desconcierto de su tropa retomó la palabra:
―Sosegaos caballeros y escuchad lo que deciros quiero. No debemos permitirnos torpezas ni caídas ni duelos ni confusiones ni ruidos ni aventurar algún balazo, si bien se pudiera, que pase por las sienes o dejarlos estropeados de piernas o de brazos…― no alcanzó a terminar la frase que de inmediato Gabriel, con un gesto de conmiseración, propuso otra solución:
― ¡Asestarle un lanzazo en el corazón!
Esta vez, la inquietud dejó paso a la satisfacción y todos asintieron inclinando la cabeza hacia delante con gran refinamiento.
El gran maestro en el uso de la lanza era Rafael, por lo que resultaba claro que él debía ejecutar la acción. Después de un corto momento de silencio, aceptando el dictamen no proclamado, declaró:
― ¡Hágase así! No tendré pena, amigos, en acometer lo que por el Cielo está ordenado.
Ahora que todo estaba decidido y que los ejecutores justos se aprestaban a retirarse a sus lienzos en espera del momento de la operación, Uriel dio la última recomendación: ― ¡No dejemos de andar advertidos de aquí adelante! A ver si descubrimos señales que confirmen la llegada de semejantes canallas.
La luz del tercer día, se desvaneció. Las campanas sonaron sus contados doce golpes. De inmediato las fuerzas angelicales sujetando con gran soltura y dominio sus armas, ocuparon sus posiciones terrenales tal como lo habían previsto: Uriel, por ser jefe y llevar armadura se plantó en medio de la nave cerca del establo flanqueado por el tambor y un arcabucero; cuatro se ubicaron en los costados y Rafael y Gabriel ocuparon la puerta de entrada, en caso de fuga.
Tardó tiempo hasta que algunos movimientos del exterior se oyeran.
De repente, no lejos de allí, el ronroneo del motor de coche que se acercaba, se apagó. Una puerta se abrió y cerró silenciosamente. Pasos cortos de un solo hombre acompañados de haces nerviosos de luz de una lámpara de mano se dirigieron a la iglesita. Resoplidos controlados penetraron en el interior y en el mismo momento un metal herrumbrado sonó sobre el cemento. Al rebotar y encontrarse en el aire, un pie rápido lo aplastó. Por unos cortos instantes, el silencio se adueñó nuevamente de la oscuridad gélida, pero el crujido sordo y corto de la puerta que el hombre apenas entreabrió, lo interrumpió. Al querer penetrar, la abertura era tan justa que debió afinarse expeliendo todo su aliento. Con maniobras diestras deslizó en primer lugar una pierna, luego medio cuerpo y sosteniéndose siempre en lo alto de la puerta, giró sobre sí mismo pudiendo así, introducirse. Una vez en el interior, juntó suficientemente aire para recuperar su respiro habitual y antes de empapar el pañuelo con las gotas de la frente y cuello, juntó la puerta imitando la noche. Profundamente emocionado se dirigió al altar y al querer identificar la posición de los óleos, descubrió a Uriel y a sus combatientes que se disponían con gestos corteses a hablarle. Pero, más perplejo que espantado, dio media vuelta y emprendió la retirada por el camino conocido. En su torpe corrida perdió la linterna, cosa que no le impidió llegar hasta la puerta. Una vez allí, advirtió en la penumbra a los dos Ángeles inmóviles, que le impedían la huída. Al instante, una voz indulgente proveniente del fondo declaró:
― ¡Deteneos quienquiera que seáis y dadnos cuenta a qué venís y en nombre de quién! ¡Es menester que lo sepamos antes de castigaros o dejaros en libertad!
Aterrorizado ahora, no solamente por esas presencias de ropajes abigarrados y armas desusadas sino también por la extraña orden, se refugió gateando debajo de los bancos. Apenas avanzó, tropezó con algo, se irguió inmediatamente y comenzó a triscar por donde podía resollando cada vez más rápido y más fuerte. Arremetía con tanta violencia contra los muros, Ángeles, bancos, pupitres sin alejarse de la salida, que ni siquiera se dio cuenta que sus rodillas sangraban debajo del pantalón desgarrado, que la herida de la mano era profunda y que el sinfín de cardenales empezaba a manchar gran parte del cuerpo.
―¡No os espantéis, malandrín, ladrón! ¡Contestad! ―ordenó, esta vez Uriel.
Se detuvo bruscamente, pero temblaba de tal manera y las gotas de sudor brotaban con tanta abundancia por el rostro y el cuerpo que le era imposible articular palabra. Estaba agotado, inestable; sin embargo de unos brincos inesperados volvió al altar, seguramente por aturdimiento. Y allí, cayó de bruces a los pies del tambor. La escuadra en un acto de conmiseración, decidió, después de una rápida consulta, no infligirle castigo creyendo que en cuanto se recuperase huiría despavorido de la iglesia y del pueblo en menos que cante un gallo.
Pero, nadie pensó que iba a pasar lo que ocurrió. Después de unos minutos, el joven levantó la cabeza, la sacudió dos o tres veces, se paró y chillando emprendió una carrera desenfrenada entre los Ángeles quienes rápidamente retomaron sus puestos. A cada jadeo aparecía saliva espumosa en las comisuras de su boca y a cada grito, le seguían manotazos desordenados que lo impulsaban hacia la puerta. Rafael, asombrado, pero sin hesitar, desplegó su destreza de lancero interponiéndose con brusquedad. El hombre, ahora exhausto, se apoyó con las dos manos en la lanza, dejó caer la cabeza entre los brazos, y se deslizó lentamente profiriendo a la misma cadencia, coprolalia. El Ángel con mirada recriminatoria apuntó sin furia a la altura del corazón y le dijo:
― ¡Cobarde, vil criatura! Aparejaos a recibir presta muerte por justo castigo de vuestro intento de mala obra.
Descargó el golpe con determinación de quitarle la vida, pero no lo hirió. El joven, sin cerrar los ojos pálidos, prorrumpió en sollozos, se limpió la boca con los restos de la camisa, se retorció sin quejarse y una gota de sangre salió del pecho, luego otra y otra más hasta que conmovedoramente enmudeció. A medida que la sangre manaba, el cuerpo tenso se distendía y en cuanto la mancha terminó de dibujar el contorno, los ojos se oscurecieron. Su serenidad imponía respeto. Por extraño que parezca, daba la impresión que dándole a oler un poco de agua de azahar recuperaría el aliento.
Los Mensajeros Celestiales lo rodearon, le cruzaron las manos sobre el pecho, se quitaron el chambergo de tres plumas vistosas, se inclinaron en silencio y suplicaron. Apenas finalizaron, acomodaron sus plumas, sombrero, puntillas y armas y murmurando al unísono se elevaron hasta alcanzar sus respectivos lienzos.
Al día siguiente, antes de que sonaran las seis campanadas matinales, unos cuantos pueblerinos que pasaban por la iglesia para ir a sus campos, se extrañaron de ver la puerta sin candado, cosa inhabitual en día de semana, y se acercaron a curiosear. Entraron y descubrieron al difunto que yacía en medio de un charco de sangre. En ese preciso momento, otros uqueños llegaron anunciando que habían encontrado, ellos también, un cadáver, lívido éste, en un coche.
Por hábito, los paisanos no son preguntones, al contrario son silenciosos, tranquilos y suelen organizarse sin alboroto, y así ocurrió en esta ocasión. Unos se encargaron de buscar ataúdes, sepultar a los innominados y formar una pila de piedras sobre las tumbas; otros, con dos mulas tiraron el vehículo hasta detrás de un cerro y lo enterraron; cinco limpiaron y ordenaron con paciencia todo indicio de lo acontecido en la nave, y el resto reparó los daños de la puerta y se procuró un nuevo candado. Apenas todo resuelto, se acercaron al retablo, glorificaron a Dios y agradecieron con gran devoción a sus protectores, los Ángeles.
Una vez afuera, juntaron la puerta, pasaron el asa del nuevo candado por los anillos ajustados de la cadena de acero, cerraron, tiraron dos veces para asegurarse de la resistencia y sin más retomaron el camino acostumbrado a sus labores.