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Descubrí la palabra por mi madre: poeta.
El desastre era cierto:
me cercarían curiosos decenas de contables,
miraría a las muchachas levitando en la sombra,
los amigos dirían: no es el tiempo propicio…,
ni mis gentes más íntimas entenderían mi idioma.
Cuando un dolor sentía era el parto de un verso.
Nunca tuve amoríos con la luna y la rosa
aunque en los plenilunios de ciertas primaveras
deseché aquella idea
de creer un espejismo tan sólo a la belleza.
¿Dónde, cuándo, por qué, para qué…?
Imposible
contestar las preguntas.
Era un ciego cantando a la puerta de un templo.
Mi bandera era sólo la camisa sudada
del vecino de enfrente.
Pero de pronto un día llega un ser que ha ejercido
la humildad y ha tomado para sí mi palabra
y respira a mi lado y brinda con mi aliento
y deslía versos míos para hacerse un vendaje,
ganándome el paraíso del verbo compartido.
EL LOCO (1977)
Recitaba palabras
en la parada del autobús:
Sarmientos, oropéndola, almiares, cantarera.
La gente sonreía
desconcertada.
Él iba instalando
sus praderas abstractas, lentamente.
Con timidez llenaba la hora punta
de sonidos audaces:
Calandria, encina, recental, barbecho,
que alicortaban ritmos a la prisa.
Gritaba a veces:
Ángelus, besana,
manijero, jornal…
Y la garganta
del bloque iba engullendo letanías
perdidas en un tiempo de rayuela.
El portero reía como un niño.
Se manifestó a veces
hombro con hombro, el grito enarbolado,
diciendo erial, aurora, hoz, sequía…,
poniendo un sudor viejo en los jardines.
Un guardia le detuvo
Por pronunciar palabras subversivas.
Yo lo he espiado en la noche
–relente, temporales, sol, artesa–
cuando fruncen su ceño las farolas
–almirez, serenata, mies madura–
como un borracho triste y formidable
–plantel, vereda, crines y vellones–
que cuenta su cordura a las estrellas.
Recitaba palabras
como si respirara por un cráter,
por la herida de un ángel guerrillero,
por un labio de azahar, por una llaga.
Un cortejo sonoro
le seguía a todas partes, con rumores
de rama desvelada,
de brazos segadores y de pájaros.
Cuando murió, como un viento invitado,
de puntillas quizá, como un aroma,
tuvo tierra llovida.
(De Bloque Quinto, 1977).
PARA UNA DESPEDIDA
“Qué tu sublime réquiem sea mi tumba”. John Keats
Como el poeta inglés, quisiera tener por sepulcro un canto de ruiseñores. Lo dice en “Ode to nightingale: “To thy high réquiem become a sod”. No creo en una vida sobrenatural sin pájaros.
Llegará al fin, como una mies madura
a inclinarse mi ser, y quiero tenga
nidos mi derribada arquitectura.
Dejando un rastro malva en el rocío…,
morir como una flor en el crepúsculo,
sintiendo que la rambla se hace río.
Mi voz quede en la niebla y la perfore
en busca de otro prado y otras aves,
porque un trino celeste la enamore.
La tierra en un final de singladura
quiero que abrigue estrellas y semillas,
sienta crecer mi pecho la hermosura.
Cerca de la raíz, pero lejano
del amarillo fósil que cercenan
las últimas guadañas del verano.
Una coral de nuevos ruiseñores
envuelva al corazón, lo haga sonoro
en el último acoso de las flores.
No tiene vocación de cobertera
para la muerte, tierra desvalida,
docta en la nieve y en la primavera.
En otros vientos se abrirán camino…;
creo en la resurrección de las alondras,
en la segura salvación del trino.