Captura de pantalla 2013-03-13 a la(s) 19.27.12Blancores para un ángel

José Jiménez Lozano

Cuando llegó el señor Anselmo el cartero al burdel porque había una carta para “la nueva”, la Miñonete, se encontró con la puerta del chalet cerrada, y en el llamador un lazo blanco y no se atrevió a tocarle, y llamó al timbre, que no solía estar conectado de día, pero ahora sí funcionó y apareció “la Chinita” en una de las ventanas del piso de arriba, y le dijo que habían cerrado porque la Miñonete se había muerto y, si corría un poco hacia la calle de atrás, se encontraría con el entierro y el coche fúnebre blanco que llevaba dos caballos con gualdrapas blancas y penachos blancos, y el ataúd que también era blanco parecía como el de un niño, porque la Miñonete se había quedado en un ser y en casi nada, como un gorrioncillo todavía sin plumas. Un día la había entrado una tiritona de fiebre y se había ido en menos que tarda un cabo de vela en apagarse.

– ¡Mire, mire! Por aquella esquina se ve el entierro al dar la vuelta a la calle. ¿No ve como el blancor del amanecer, señor Anselmo?

– Y él se asomó, y quedó maravillado de tanta gente que iba y del gasto de la carroza y la caja y todo lo demás, y dijo a la Chinita que le extrañaba mucho todo aquel blancor, y  que en su vida había visto nunca otra cosa igual, y ella respondió:

– Es que era un angel ¿no?

Y entonces le contó que se la había mandado  aquí su madre, porque ella ya ni podía moverse y quería que, a su flor de quince años, que estaba tuberculosa y era toda ojos en una cara muy pálida, la cuidasen ellas, que habían sido sus compañeras de siempre, para que no la tocase ni el aire del mundo, porque la Miñonete desde que nació era como la hija de todas ellas, y la llevaban en el alma.

– ¿Quién es? – había preguntado un día de estos alguien que la había visto cruzar por un pasillo, desde el salón donde estaba sentado esperando.

– Es la nueva –  había respondido la dueña

– ¿Y por qué no baja al salón?

– Porque es un ángel ¿me comprende? – contestó aquélla, y aquel tipo se rió.

– ¡Ya ve usted, señor Anselmo! ¡como si no hubiera ángeles en este mundo, y uno  de ellos no pudiera haber estado siquiera unos cuantos días en este casa! – añadió la Chinita.

Y luego volvió a urgir al cartero a que se diese prisa para que pudiese alcanzar al cortejo del entierro todo blanco de la Miñonete, que hasta el señor cura había ordenado que se tocase el esquilín de gloria y él se había  puesto las ropas de los entierros de los niños, y todo el mundo parecería sucio cuando pasase por delante aquel blancor.

Pero calló de repente, porque se percató de que ya no estaba hablando con nadie, porque el señor Anselmo el  cartero ya se había marchado  tras el cortejo, y de que ella tenía todavía en su mano el pañuelo; es decir, uno de los pañuelos blanquísimos y sin estrenar para nada –  y que habían estrenado, por eso,  para tapar el rostro de la Miñonete muerta y quedarse con un recuerdo cada una de ellas – y fue a guardarlo a su arconcillo, mientras se limpiaba las lágrimas con él. Pero, antes, cerró de golpe la ventana para que no se oyese tan fuerte el esquilín de gloria desde allí dentro, porque, aunque el esquilín fuera la alegría de la gloria, ella, la Chinita, no podía soportar que la Miñonete se hubiera consumido en dos días, dejando en el mundo un hueco tan grande.

 

José JIMÉNEZ LOZANO