EL311590_433401356682712_1707804418_n SANTO AMBULANTE, por José Manuel de la Huerga

Para Antonio Pereira, que paseó esta rúa algunos años antes que yo

El mercado de los jueves impregna la rúa de olor a ajo. Las caras de los vendedores son terrosas, casi rostros de patata, de pimiento rojo. Las mujeres pasean al acecho, regatean y compran exaltadas. Bajo los toldos que se chocan en el centro del cielo, se muestran sus adquisiciones unas a otras, cuchicheantes, ladinas, jubilosas.

Entre el puesto de cintas de casete de rumba y copla y el de corsetería lleve tres y pague dos se coloca el librero. Su puesto por lo general está vacío. Alguna vez doña Marcela, mujer espigada de moño prieto y alto, de riguroso negro, se deja caer y solicita un camino de perfección o una perfecta casada.

Hace algunos años este librero ambulante se negaba a la tenencia y especulación con esta literatura piadosa, pero haciendo de la necesidad virtud, cargó la furgoneta con sermones, misales y vidas de santos de pasta dura y canto dorado. Pasa cada jueves, eso sí, don Gildo, el cura párroco, por el puesto para dar su nihil obstat escrutador o preguntar por una vida de san Martín de Porres. Con el beneplácito de la curia local, las hagiografías le garantizan al librero el sustento imprescindible, y el prescindible. Incrementa algo los ingresos con la venta de estampitas de vírgenes y santos en días de pascua, a las que se solapan, sin querer y rebuscando, heroínas del cine en atuendo de Eva.

Este librero cincuentón, de chaqueta de pana y pantalón parcheado en la entrepierna, vive solo. Abandonó en los primeros sesenta oficina de seguros, novia a punto de vicaría y cuatro paredes sedentarias por no sabe todavía muy bien qué vértigo del lunes y ansias de kilómetros. En el mundillo de los ambulantes es conocido como el Santo, por razones obvias. Todos lo estimas y respetan. Siempre se le encarga negociar con alcaldes los días feriados, la subida de tasas municipales por enero y las calles más céntricas donde colocar tenderetes. Es especialmente mañoso en contener la subida de algunas tasas, o compensar dicha subida dolorosa con los mejores soportales al abrigo del viento y de la lluvia.

Maruja, la reina mora de la quincalla, dos puestos más abajo en dirección al río, en invierno le prepara una lata generosa, de las de escabeche, llena de brasa tibia. A media mañana el Santo esconde una patata entre la ceniza incandescente. Con sal y una pica de pimienta negra es su mejor bocado, no lo cambia por ninguno de la mesa del rey. Y sigue leyendo y escribiendo en ese dietario que le regala cada año por navidades un amigo anticuario de la capital. Es reservado en los asuntos de la escritura, muy a pesar de don Gildo. El cura se muere por leer, y cuando insinúa alguna inquisición ladeada, el librero responde, vaguedades, señor cura, niñerías de viejo…

Nadie hasta la fecha ha entrado en la furgoneta, que en más de una ocasión hace oficio de vivienda. Tras las ventanas traseras dos cortinas floreadas impiden la visión del curioso. Nadie le asiste en el trabajo de carga y descarga de ejemplares, es siempre el primero en montar la librería y el último en recoger el último anaquel. Los vecinos comentan oficio tan esclavo, manejando bártulos hasta bien entrada la madrugada. Él se confiesa sonámbulo irredento, vicio de soltero sobre el que nadie manda. A veces se le sorprende dormitando a media jornada con un libro caído entre las manos, a pesar de la rumba que aporrea los tímpanos.

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Hoy hace siete días que El Santo ambulante ingresó en el hospital comarcal con una angina de pecho. El tabaco, la intemperie, las copitas, las costumbres desordenadas de un soltero… le regañó afectuosamente el médico, mirando para Maruja, la reina mora de la quincalla, que le acompañaba en calidad de vecina de toda la vida, algo así como madre o esposa postiza.

No le ha quedado otra que confiarle a la anticuaria la llave del vehículo y vivienda, su vida toda, por si vinieran maldadas y hubiera que tomar decisiones delicadas. En sus manos he puesto mi espíritu, pensó el Santo. Y a renglón seguido, y matizando: si le ocurriera algo, sólo si algo irreversible le sobreviniera, encontrarían entre sus efectos las últimas voluntades.

Don Gildo en el mercado está a la que salta, anda zumbando a la gitana con que le deje echar una ojeada, por el bien de sus almas. Pero ya tiene preparada para el siguiente apretón, si la mujer se hace fuerte, la pena de excomunión. No hace falta empujar mucho más. Maruja se muere de ganas de probar la llave del sagrario. A lo mejor cura y quincallera encuentran la dirección de un familiar lejano a quien poner sobre aviso.

Han abierto las puertas traseras del cuatro latas con ceremonial atragantado. Sorprenden absoluto desorden: libros y ropas caídos sobre un colchón que sirve como cama. Una botella de coñac mediada impregna de alcohol barato el cubículo. Suciedad manoseada detiene el tiempo sobre pastas y lomos de libros amontonados en precario equilibrio. El aire viciado impide que la luz interior se renueve. A la espalda del asiento de conductor un pequeño sagrario de iglesia provoca a don Gildo con sus hojas de motivos bíblicos fielmente selladas. El cura – a él resistírsele un sagrario- encuentra la llavecita colgada de hilo invisible en la trasera del armario. Abre y dentro descubre una pequeña imprenta escolar con generosas variedades tipográficas, tintas y tampones, gomas de encolar, hilo y aguja, hasta una resma de papel sagrado… Junto al sagrario se apilan los dietarios de los últimos quince años. Don Gildo abre al azar uno:

3 de octubre de 1974: Don Gildo ha adquirido los Sermones de Fray Luis de Granada. En las páginas 10, 20, 30 y sucesivas en decenas introduzco las principales Tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin.

El cura, aniquilado, temblando, retrocede unas páginas:

15 de setiembre de 1974: Doña Marcela ha adquirido una Vida de Santa Águeda bendita. Las partes centrales de la hagiografía han sido refundidas con los fragmentos más chispeantes de Delta de Venus de Anaïs Nin. Hasta el momento lo considero mi mejor trabajo.

En la última página, antes de desmayarse, el cura alcanza a leer:

Decimocuarto año de la Revolución Silenciosa

LAUS HOMINI